Las comparaciones son odiosas, pero también miedosas. El primer impulso a la hora de valorar esta Muerte en el Nilo de Kenneth Branagh es recordar la película previa de John Guillermin con Peter Ustinov en el papel de Hércules Poirot (asumiendo por primera vez el papel abandonado por Albert Finney en Orient Express), una reacción natural entre nostálgica y conservadora, dado lo eficaz de la película estrenada a finales de los 70. También, por supuesto, cabe equipararla con la novela original de Agatha Christie, con Kenneth Branagh mostrando un nulo interés en matizar el colonialismo de la obra madre y matizando su idea del misterio en pos de otros menesteres. Esta opción quizá conviene a aquellos que buscan el conveniente subrayado ideológico de toda obra de consumo, sobre todo si se adecúa al adoctrinamiento cultural progresista.
Rodada antes que Belfast, su película nominada al Oscar, pero guardada en un cajón por la fusión Disney-Fox y la pandemia, Muerte en el Nilo continúa y perfecciona la anterior Asesinato en el Orient Express del propio Branagh. Ya en aquella el actor y director, que lo mismo dirige una película Marvel (Thor) que un remake Disney (Cenicienta) como una de Jack Ryan (Operación Sombra) se manifestó como un excelente guardián de las esencias del cine espectáculo con un whodunnit clásico para los renqueantes multicines de esta década. Muerte en el Nilo, con (o pese a) sus abundantes paisajes digitales y su operística puesta en escena, así como un reparto funcional aunque menos aparatoso, es una película mucho mejor, la perfecta fusión entre un suspense clásico y los códigos visuales y narrativos de las grandes franquicias de acción del cine contemporáneo. Y eso, por sí solo, es una delicia para todos aquellos que prefieren degustar una historia como la de Agatha Christie en una gran sala de cine y no en la comodidad del hogar con una serie en streaming, formato más natural a la historia, tal y como se ha quedado el mercado post-pandémico.
Tras un prólogo bélico situado en la guerra de trincheras de 1914, destinado a contextualizar las conclusiones de Poirot dos horas de película más tarde, Muerte en el Nilo sube en un barco a un grupo de aristócratas entre los que se encuentra el propio detective. Se sucede una hora de melodrama y misterio sostenido por el Branagh director con una convicción y seguridad notables, manteniendo cierta dosis de intriga (gracias a la soberbia música de su colaborador habitual, Patrick Doyle) sin que en el filme pase realmente nada durante muchos minutos. El crimen de Muerte en el Nilo sucede pasada la hora de película, momento en el cual el director mete la directa con una serie de entrevistas filmadas con un dinamismo ejemplar y que Branagh parece concebir no como careos sino como las clásicas subidas y bajadas de una montaña rusa de acción. La cámara del inglés y su habitual director de fotografía, Haris Zambarloukos, concibe los interrogatorios de manera dispar, enfatizando el humor allí donde lo encuentra y cuidando a su reparto como no haría otro director de cine de acción (contemporáneo).
Conjugando sin vergüenza alguna los paisajes digitales con un marcado romanticismo, Branagh convierte Muerte en el Nilo en una ensoñación de muerte, amor y comedia. Su representación entrañable y ridícula de Poirot no está exenta de su habitual masculinidad (ego obliga), y la sensación de diversión ligera que proporciona el film no merma la sensación de inabarcable tragedia que se vive en el barco, una pesadilla burguesa donde no pesa tanto la conciencia culpable de sus protagonistas como las dentelladas del amor. Tanto da, puesto que el resultado es el mismo, para ellos y para nosotros, espectadores: Muerte en el Nilo es una gozada de ver.
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