Diez mujeres atrapadas en medio de la nada. Una novela que cuestiona el papel de la mujer en la sociedad. Perturbadora y difícil de olvidar.
A continuación, puedes leer un fragmento de En estado salvaje, de Charlotte Wood.
Así que había dacelos allí. Fue lo primero que pensó Yala esa mañana oscura. Eso y «¿Dónde están mis cigarrillos?». Dos aves que prorrumpieron en ese variado y seco cacareo, un canto de pájaro antes de que saliera el sol, ruidoso y desquiciado.
Se levantó de la cama y notó unos tablones duros bajo los pies. También la aspereza extraña del tejido de un camisón sobre la piel. ¿Quién se lo había puesto?
Anduvo sobre los secos tablones de madera y se plantó, alargando el cuello para mirar el mundo a través del espacio estrecho y elevado de un ventanuco. Las dos farolas que había visto en sueños resultaron ser dos estrellas enormes en el cielo de color azul oscuro. Los dacelos manchaban la oscuridad con su horrible sonido.
Después oiría otros pájaros, a veces preguntaría por ellos, pero las preguntas despertaban la suspicacia de la gente y nadie le respondería. Empezaría a inventarse sus propios nombres. Pájaros de cascada, cuyo canto caía dando tumbos. Y los chillones, los pequeños y grises, veloces como flechas. ¿Quién habría dicho que podría haber tantos pájaros en medio de la puta nada?
Pero eso sería después.
Allí, esa primera mañana, antes de que empezara todo, miró el cielo mientras clareaba la noche azulada, oyó a los dacelos y pensó: «Ah, sí, claro». La habían ingresado en un manicomio.
Tanteando las paredes llegó a una puerta. Pero no encontró el picaporte. Metió las uñas en la ranura: cerrada. Volvió a la cama y se tapó hasta el cuello con la sábana y la manta. Puede que tuviesen razón. A lo mejor estaba loca y todo iría bien.
Sabía que no estaba loca, pero todos los locos piensan lo mismo.
De niños, a Darren y a ella les había dado por coleccionar pedazos de musgo que había debajo del grifo en la parte trasera de los apartamentos, en el rincón más húmedo del patio, que estaba fresco hasta en los días más calurosos. Arrancaban los montículos de musgo y notaban el peso de la tierra en los dedos; era muy agradable levantarlos por un lado con cuidado de que no se desmenuzaran, y con el tiempo se les fue dando mejor no romper el musgo a cachos. Llenaron con él un cubo de plástico naranja medio rajado y fueron a venderlo en el arcén. «¡Se vende musgo!», gritaban riéndose, haciendo gestos y payasadas a los coches recalentados que pasaban, y «¿No querría comprar un poco de musgo?», con más educación si pasaba un hombre o una mujer. Nadie les compró nunca musgo, ni siquiera cuando lo exponían a lo largo del arcén, y Darren envió a Yala dos veces a por agua para echársela por encima, para que estuviese mullido al tacto. Luego empezó a hacer demasiado calor, y Darren la dejó allí sentada en el arcén mientras él iba a buscar dos vasos de agua, pero nadie compró nada. Así que subieron las escaleras y fueron adentro a ver la televisión, y el musgo se secó, se volvió gris y polvoriento y se murió.
A eso le recordaba el camisón, a ese musgo seco, y quería a Darren aun a sabiendas de que era él quien les había permitido llevarla allí, dondequiera que se encontrara. Puede que la hubiese metido en el puto cubo naranja y la hubiese llevado él mismo.
Lo que de verdad le hacía falta era un cigarrillo.
Mientras esperaba en la cama, con el camisón de musgo muerto en el vasto silencio —los dacelos callaron con tanta brusquedad como habían empezado a cantar—, hizo inventario de sí misma.
Yala Kovacs, diecinueve años y ocho meses. Buen cuerpo, y era la pura verdad. No hacía falta mentir sabiendo que era eso lo que la había metido en este lío. Tiró del camisón acartonado; había descubierto que picaba menos cuando estaba más tenso.
Una madre y un hermano vivos. Un padre, desconocido, vivo o muerto. Un novio, Robbie, que ya no la creía, y al pensar en el pobre Robbie, un sollozo acudió a su garganta. Lo reprimió. Una noche, una habitación oscura, ese cabrón y sus amigos, una equivocación espantosa. Y luego un gigantesco y puto desastre.
Yala Kovacs, loca. La palabra la asustó; volvió la cara y lloró contra la dura almohada.
Dejó de llorar y continuó con el inventario. Cosas que había perdido: el bolso, claro. Los cigarrillos, un paquete casi lleno, el encendedor púrpura, el teléfono, el maquillaje, la camiseta azul, el sujetador, las bragas, unos tejanos ajustados. Los zapatos. Tres anillos de plata de Bali, un colgante con forma de reno que le había regalado Darren. Se llevó otra vez la mano al pecho para buscarlo, y seguía sin estar allí.
Yala alzó la vista hacia el ventanuco. «¡Oh, estrellas, quedaos conmigo!» Pero el cielo se iluminó al poco rato y las estrellas desaparecieron por completo.
Espiró e inspiró, echaba de menos la nicotina, se acurrucó en la cama mirando la puerta.
Aprovechando un rayo de sol, Vera se sienta en una silla plegable de madera y espera. Contiene el aliento cuando se abre la puerta. Otra chica entra en la habitación. Cruzan la mirada un instante, luego miran al suelo, a las paredes.
La chica se mueve con rigidez con su extraño vestido, y avanza solo unos pasos. La puerta se ha cerrado a su espalda. La única silla libre está al lado de Vera, así que se levanta y va hacia la ventana. Es intolerable que la pongan tan cerca de una desconocida. Se queda al lado de la ventana, mirando hacia la nada a través del cristal cubierto de cagadas de mosca. La brillante luz del sol se cuela en la habitación, aunque solo después de reflejarse en los tablones blancos de otro edificio que hay a pocos metros. Aprieta la cara contra el cristal, pero no ve ninguna ventana en ese edificio.
Intuye la presencia de la otra chica detrás de ella, mirando fijamente su peculiar vestimenta. El rígido guardapolvo verde de tela, la áspera blusa de percal que lleva debajo, las gruesas botas de cuero marrón y los calcetines largos de lana. La ropa interior anticuada. Es verano. Vera suda. Nota que la otra chica empieza a comprender que es un espejo: que ella también lleva esa absurda indumentaria, con un aspecto tan extraño como el suyo.
Vera intenta averiguar qué le han dado, recorriendo la lista de los sedantes de su padre. ¿Midazolam? ¿Largactil? Quiere vivir. Intenta vadear la lógica, la memoria, pero solo tiene claro que su ropa —y supone que la de la otra— ha desaparecido. Mira despacio a la chica. Alta, con los párpados caídos, las cejas espesas, el cabello largo hasta la cintura; es lo único que acierta a ver Vera antes de apartar la mirada. Pero sabe que está de pie sin decir nada, con las manos en los costados y mirando los tablones del suelo. También está drogada, Vera lo nota por su lentitud, su vacuidad. ¿Habrá escapado de casa, será una colegiala, una drogadicta? No, que Vera sepa. No obstante, por alguna razón, aun después de echarle solo un vistazo, le parece una cara conocida.
Comprende que debería estar dominada por el miedo. Pero la lógica es imposible, el pensamiento sigue paralizado por lo que sea que le hayan dado. Como el destornillador de estrella en el tornillo equivocado, su pensamiento no encuentra asideros.
Vera sigue la mirada de la chica. Los tablones brillan como miel bajo el sol. Siente el impulso de lamerlos. Comprende que el miedo es lo único que podría salvarla de lo que la espera. Y sin embargo, tiene la cabeza embotada, demasiado lenta. La droga ha disuelto hasta tal punto la adrenalina que casi no la sorprende estar ahí, con una desconocida, quién sabe dónde, con esa absurda y anticuada vestimenta. No puede hacer nada por resistirse, no puede entenderlo ni preguntárselo. Es una especie de alivio mudo.
Solo puede escuchar. Vera se esfuerza a pesar de la sedación. En algún sitio, al otro lado de la puerta se oye el zumbido de un motor doméstico, una nevera tal vez, o una unidad de aire acondicionado. Ese lugar es sofocante, zafio. No tiene ni idea de dónde están.
El cuarto es grande y luminoso. Hay dos sillas plegables de madera —vacías: la otra chica no se ha sentado— apoyadas contra una pared pintada de color verde lechoso, y una pizarra en el otro extremo de la habitación con una pantalla de vinilo enrollada en lo alto. Vera sabe sin saberlo que si tirase de la anilla que pende del centro de la pantalla, aparecería un mapa de Australia, amarilla y naranja y rodeada de agua azul. El mapa estaría descolorido y arrugado después de tantos años enrollándolo y desenrollándolo, y contendría en alguna parte la verdad de adónde ha viajado todas esas horas. Cuando su mente vuelva a funcionar podrá pensar. Lo comprenderá, se organizará como es debido y exigirá información, acudirá a la más alta autoridad y no descansará hasta llegar al fondo del hecho de haber sido secuestrada y transportada a los putos años cincuenta.
Fuera chilla una cacatúa blanca, cada vez más cerca y más alto, hasta que el sonido llena la habitación como un grito de muerte. La chica y ella vuelven a cruzar la vista, y Vera mira otra vez fuera, hacia la ranura de cielo. El pájaro aletea entre los dos edificios y desaparece.
Vuelve a intentarlo, y esta vez, de entre sus recuerdos espesos y gelatinosos, Vera consigue extraer la amenazadora silueta de un vehículo en la noche. ¿Es un recuerdo o un sueño? Un autobús. Brillando amarillo en la oscuridad. Manos firmes y decididas la levantan y la empujan. En algún momento despierta en la oscuridad, nota en la mejilla el roce desconocido de la felpa de la tapicería. Los faros iluminan una carretera larga, recta y vacía. ¿Se levantó, tambaleante? ¿Gritó, la obligaron a tumbarse? Se frota la muñeca ante el sueño-recuerdo de las esposas y el carril.
Imposible.
Otra sensación confusa: la sacan del autobús, intenta hablar, unas manos ásperas la sujetan, masca el polvo en la noche seca y estática. Estaba lejos de casa.
Ahora está aquí, en esta habitación.
Vera vuelve a aguzar el oído. Escuchar le parece ahora su única esperanza. Oye en alguna parte el chirrido de una puerta, el piar de un pájaro. Habrá un motor de coche, un avión, un tren, algo para ubicarlas. Habrá pisadas, voces, la presencia de gente en otras habitaciones. Mira por la ventana los tablones blancos. No hay nada. El motor da una sacudida —es una nevera— y se apaga.
Ahora no se oye nada excepto la respiración lenta y profunda de la otra joven. Se ha movido para sentarse en una de las sillas. Se sienta con las piernas separadas, la frente apoyada en las manos, los codos en las rodillas. Su cabello negro es una cortina que casi llega al suelo.
Vera quiere tumbarse en los tablones y dormir. Pero algún viejo instinto se abre paso hasta la conciencia, y se obliga a seguir erguida. Pasan los minutos, o las horas.
Por fin la otra chica habla con su voz gutural y pastosa.
—¿Tienes un cigarrillo?
Cuando Vera se vuelve hacia ella ve lo lozana y joven que es. Y, una vez más, le resulta familiar. Cree haberla visto una vez, hace mucho tiempo. Como si hubiera sido su dueña y la hubiese abandonado, igual que a una muñeca o a un perro. Y ahí está, de vuelta, un actor sobre el escenario, y Vera también, las dos con esa extraña vestimenta de muñecas de la pradera. Todo podría ser una alucinación, pero Vera sabe que no lo es. La muñeca abre la boca para hablar otra vez y Vera responde: «No», al mismo tiempo que la chica muñeca o perro pregunta: «¿Sabes dónde estamos?».
Se oyen voces al otro lado de la puerta, en el pasillo, y con un súbito destello de lucidez Vera comprende que debería haber preguntado a la chica de dónde venía, qué hay más allá de la puerta; comprende que ha desperdiciado su última oportunidad de saber qué les espera. Pero es demasiado tarde. Las voces son masculinas, ruidosas, alegres, cordiales. Justo antes de que se abra la puerta la otra joven cruza corriendo la habitación para ir al lado de Vera, así que se quedan juntas de pie mirando a la puerta, de espaldas a la ventana. Cuando la puerta se abre, las manos de las dos se encuentran y se entrelazan.
Un hombre irrumpe en la habitación. Se oyen ruidos llenos de vida y movimiento en el pasillo a su espalda: la voz de otro hombre, ruido de cubertería o de cuchillos. Delicados sonidos metálicos, instrumentos al entrechocar en un fregadero o en un cuenco.
A Vera se le aflojan las piernas; podría caerse. La otra chica le aprieta la mano y Vera se sorprende al descubrir esto: «Es más fuerte que yo».
—¡Hola! —dice tímidamente el hombre, como si le avergonzara entrar allí. Unas rastas castañas y gruesas le caen sobre los hombros, enmarcando un rostro bronceado y vacuo de hippy. Lleva un mono azul de trabajo y botas grandes y negras. El mono y las botas parecen nuevos. Está incómodo con ellas. Se queda allí con los brazos cruzados, asomándose de vez en cuando a la puerta, esperando a alguien. Vuelve a mirarlas, evaluándolas con su tiesa y extraña indumentaria. Objetos curiosos—. Debéis de sentiros fatal, supongo. —Voz ronca, indolente, de colgado. Se despereza, levanta los brazos, con las palmas juntas, y luego dobla la cintura hasta que la cabeza le roza las rodillas, con las palmas en el suelo; respira despacio y profundamente. «Saludo al sol», piensa Vera. Luego el hombre se incorpora y vuelve a suspirar aburrido—. Se os pasará pronto, al parecer —murmura como para sus adentros, mientras mira otra vez hacia la puerta.
Las dos se quedan donde están, cogidas de la mano.
Ahora otro mono de trabajo entra en la habitación. Animado, decidido.
—Bueno —dice—, ¿quién quiere ser la primera?
Apoyada contra el alféizar de la ventana, sujetando la mano de esa otra chica para que no se cayera al suelo, Yala notó un nudo en la garganta, como si la hubiesen obligado a tragar algo mientras dormía. Le dolía un poco al hablar, pero se oyó decir:
—Yo.
Para qué, no lo sabía. Solo rezó para que antes le diesen otra dosis de esa mierda, de lo contrario arañaría y escupiría hasta que se la dieran. El hombre se acercó y se agachó para engancharle una fina correa al anillo metálico que llevaba en la cintura el guardapolvo (hasta ese momento no lo había visto), lo que la obligó a soltar la mano de la chica. Por primera vez la miró bien, de pie contra la ventana con la luz formando un halo en torno a sus rizos suaves entre castaños y rojizos. Sus ojos azules dilatados por el terror, sus mejillas pecosas aún más pálidas que la luz de fuera. Yala quiso decirle: «Es a mí a quien se llevan, maldita imbécil, no a ti».
Pero sabía que se había decantado por la opción más fácil: descubriría qué le tenían reservado mientras que esa chica tendría que pasar otro minuto, o una hora o un año, en esa habitación, esperando.
Cuando el hombre la sentó en la habitación de al lado, enganchó el otro extremo de la correa a la sólida silla con pedestal y se marchó, ella miró a su alrededor en busca de cables y enchufes y Dios sabe qué coño más. Se enfrentaba a la muerte, tal vez antes a la tortura. Empezó a gritar pidiendo que le diesen drogas.
Cuando despertó —empezaba a acostumbrarse a desvanecerse y espabilarse— fue consciente de varias cosas. De pie enfrente de ella estaba el colgado de las rastas, después pasó detrás, y en su mano vio brillar el acero. Cerró los ojos presa de una incontrolable sensación de náusea… y luego la adrenalina produjo un estallido de alivio y se le revolvieron las tripas al comprender que no iban a rajarle el cuello.
Iban a cortarle el pelo.
Con el alivio se relajó y, sí, estuvo a punto de cagarse encima, pero no lo hizo; solo se aguantó hasta que aquello pasó. En esos momentos únicamente notó las puntas aceitosas y lanudas de las greñas del colgado rozando contra su cuello y sus hombros mientras cortaba. Notó cómo le tiraba de la cabeza y se la soltaba, tiraba de ella y soltaba, y cedió al tacto mientras las tijeras iban cortando, y también notó cada soplo de aire fresco sobre la piel donde antes estaba el pelo.
Con la oleada de alivio —era un líquido, espeso, frío y plateado como el plomo, como cualquier otra droga— pensó: «Esa pobre chica de ahí al lado…». Pero también la despreció por el modo en que le había contagiado el miedo. «Búscate otra puta mano que apretar», fue lo que pensó Yala en ese momento, allí en la silla, volviendo a cerrar los ojos.
Oyó murmurar al colgado: «Estas putas tijeras no están afiladas». Y Yala habría jurado que había oído pasos, leves pasos femeninos, detrás de ella en el suelo de linóleo. Olió a una mujer, un olor a cosmético, y oyó una risita, y luego todo se apagó y Yala también, hasta que el frío contacto de una maquinilla eléctrica en la nuca volvió a despertarla.
Si había otra mujer, había desaparecido. Solo estaba otra vez el colgado, respirando a su lado, afeitándole la cabeza, recorriendo su cráneo, trazando anchos caminos con la maquinilla en su piel tan fina. Yala jadeó al notar la cabeza medio rapada. La maquinilla se detuvo un momento y se alzó en el aire. El colgado la miró, irritado. Frunció el ceño y dijo:
—Calla —y luego, como probando la palabra, tanteándola, como si no la hubiese dicho nunca y acabara de aprenderla, añadió—: puta.
Ella miró al suelo. El pelo era solo pelo cortado. Pero había mucho, primero tiras largas y brillantes, luego pequeños montoncitos negros y relucientes, de modo que los tablones quedaron cubiertos de pequeñas y oscuras criaturas que esperaban a cobrar vida en el suelo.
Cuando terminó el hombre dio un paso atrás, estiró los hombros y alargó los brazos por encima de la cabeza, igual que había hecho en la otra habitación. La maquinilla brilló en su mano…, otra vez estaba cansado y aburrido. Soltó la correa y empujó la silla hacia delante, obligándola a ponerse en pie. Ella cayó, pero se levantó a trompicones. La placidez del colgado había desaparecido; le dio un empellón en la espalda con sus manos fuertes y gritó: «La siguiente» mientras la obligaba a pasar por otra puerta, y Yala pasó dando tumbos, igual que una oveja cayendo por una rampa bajo la luz deslumbrante, a la mierda y el terror del aprisco, hasta que se vio en otra habitación. Llena de chicas calvas y asustadas.
El segundo hombre, pálido y con la cara picada de viruelas, ha vuelto a la habitación donde está Vera. Se gira hacia la puerta. Después de poner la mano en el pomo se vuelve y dice:
—¿Vienes o qué?
Ella tiene la boca seca, no entiende nada. Incluso la chica a la que se han llevado parecía entender; de lo contrario, ¿por qué habría dicho con esa voz hosca e inexpresiva que ella sería la primera? ¿Qué sabía? Cuando la joven la soltó, los dedos de Vera volaron al alféizar de la ventana; ahora tiene que concentrarse para abrir la mano.
Por fin algo se despierta en ella. Se pasa la lengua por los dientes, tan secos como su imaginación. Oye su propia voz pastosa retumbar en la cabeza cuando dice:
—Necesito saber dónde estoy.
El hombre se queda allí, alto y delgado, con la mano todavía en el pomo, sorprendido.
—¡Ay, guapa, necesitas saber qué eres! —dice, casi compadecido. Y saca del bolsillo una correa fina como la que ató a la otra chica. Vuelve sobre sus pasos hacia donde está Vera y se inclina para engancharla a la anilla metálica de su cintura. Ella lo huele: es un olor amargo, como a leche rancia—. Vamos —le ordena, como si fuese un perrillo, y da un tironcito a la correa.
Ella se tambalea y lo sigue afuera.
Mientras anda vacilante detrás del hombre, intenta ver dónde se encuentra. La primera palabra que se le ocurre es «interior». Luego «vertedero». Hay unos cuantos edificios prefabricados, con agujeros irregulares en las paredes aquí y allá. Sucios tejados de uralita gris, canalones colgando. Negras y estrechas ranuras a modo de ventanas, la pintura de los marcos desconchada. Hay montones de planchas de hierro corrugado y madera podrida y viejos bidones de gasolina a los lados. Marañas de alambre. Hay un tractor oxidado, una confusión de tuberías y hierba seca que asoma entre los huecos. Sin árboles y —echa un rápido vistazo en todas direcciones—, aparte del tractor oxidado y sin vida, ningún vehículo. Ningún autobús escolar ni algo parecido.
Siguen andando; las gruesas y duras botas de cuero —demasiado grandes para ella— le rozan en los tobillos.
—Date prisa —dice él, tirando otra vez de la correa. Pasan al lado de un depósito de agua colocado encima de unos ladrillos, y ve el disco de la tapadera apoyada en él. Manchas de óxido sangran de unos grandes agujeros en un lado del depósito. El hombre vuelve a tirar de ella—. Dios, qué lenta eres —murmura, como si estuviese tirando de un animal viejo.
Ella está sedienta. Con ese sol y ni un solo árbol en los alrededores, los edificios bajos, uno, dos, tres, que ella ve, aparte del otro del que han salido, no dan ni pizca de sombra. Hay un sucio sendero cubierto de hierba que se interna en la blanca neblina, pasados los edificios. Aparte de eso, solo el cielo opaco y vacío y el suelo polvoriento.
No puede ser el interior, donde Vera no ha estado nunca. ¿Alguna vez ha ido alguien allí? Se supone que en el interior del país la tierra es roja. Esta tierra debajo de sus botas no lo es. Ni siquiera podría llamarse tierra; solo un terreno deshilachado, gravilla gris y polvo.
Suda con esta estúpida ropa amish.
—Tengo sed —dice.
—Cierra la boca —suelta el hombre.
Le aburre arrastrarla como a un burro. Se puede llevar un caballo al abrevadero, pero no se le puede obligar a beber. «Se puede introducir a una puta en el mundo de la cultura» era algo que se decía de ella en los comentarios de internet. Vera piensa en el depósito de agua vacío, una extraña risa empieza a surgir de su vientre, pero se seca antes de salir. Sus pies aplastan unas hierbas agostadas, pasan junto a un bloque alargado de cemento, cobertizos para animales o cuartos de baño en desuso; luego llega a otro edificio bajo de tablones descoloridos. Tres escalones de madera conducen a una veranda estrecha. El hombre abre de golpe una vieja mosquitera que golpea contra los tablones pelados.
—Admisiones —dice—. Vamos.
Dentro hay una oficina improvisada y mal ventilada. Un escritorio, un tablero de corcho con pedacitos de papel tan viejos que las letras se han borrado. Suelta la correa y empuja a Vera hacia una silla de plástico verde, luego se desploma en una de vinilo rota. Empieza a rebuscar en un montón de hojas manuscritas que hay en el escritorio. Vera echa la cabeza atrás, respira en el aire sofocante y se queda mirando al techo, donde delicados globos de telaraña cuelgan meciéndose en el aire.
El hombre coge de pronto un sello pasado de moda y una almohadilla y empieza a poner sellos como un loco. Esta vez Vera rompe a reír en voz alta. «Esto no puede estar pasando.»
El hombre para de poner sellos y la mira condescendiente, mientras se pasa la lengua por el labio superior.
—¿De qué te ríes, Sedienta?
—¡Admisiones! ¿Es que ni siquiera tenéis portátiles? ¿Qué mierda de sitio es este? —La voz de Vera suena confusa y chillona. El efecto de las drogas casi se ha pasado ya, aunque tiene la boca muy, muy seca. El hombre vuelve a poner sellos como un loco y suelta una risita. Ella insiste—: Quiero un vaso de agua, y luego tengo que hacer una llamada.
El hombre suspira y deja de enredar con los papeles, como si es…
Sinopsis de
Son diez, y al despertarse una mañana descubren el horror: alguien las ha drogado y trasladado a un lugar siniestro en medio de la nada. Están encerradas en barracones oscuros, llevan unas túnicas de algodón basto, unas botas viejas y el pelo rapado.
Van atadas como animales, caminan sin descanso a las órdenes de sus captores, y al volver les esperan un cuenco de papilla amarillenta y un vaso de agua sucia. No hay luz en el barracón ni conexión alguna con el mundo exterior; el silencio solo se rasga con el canto enloquecido de los pájaros por la noche.
Son diez, diez mujeres jóvenes que fueron muy hermosas. Hace poco seguían las últimas tendencias de la moda, y ahora intentan saber qué pasó, dónde están y cómo salir de esta pesadilla. Preguntan, intentan averiguar, seducir a quien haga falta, pero la verdad tarda en llegar. ¿Vale la pena esperar?
Al hilo de la mejor tradición literaria, con ecos que nos recuerdan las escenas más impactantes de El cuento de la criada y El señor de las moscas, Charlotte Wood ha escrito una novela hipnótica que nada tiene que ver con un futuro lejano. Estas diez mujeres podrían estar hoy aquí. Es más, podrían ser cualquiera de nosotras. Quien avisa no es traidor.
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Autor: Charlotte Wood. Título: En estado salvaje. Editorial: Lumen. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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