Hay mujeres que me gustan que habitan en ese lugar sin geografía llamado cine. Viéndolas en la fosforescencia de la pantalla me han desvelado misterios de la mente femenina y provocado galopadas del corazón, como si el Séptimo de Caballería llegase en tromba a mi vida.
Vivir es una amalgama de experiencias que se funden en la memoria, y el cine, a veces, enseña tanto o más que la experiencia directa, porque desentraña los mecanismos de la condición humana, disecciona los comportamientos de las personas y nos previene contra ellos. Y nos entretiene, evade y nos hace viajar por tierra, mar y tiempo.
Los cines de mi ciudad, en cuya oscuridad me zambullía y que ya son sólo memoria, tenían nombres ensoñadores: Lis Palace, Asuán, Rosales, Darymelia… Aún echo de menos los olores a gutapercha y terciopelo de los asientos y el de los pesados telones que se descorrían mostrando un pantallón donde, anchuroso, reinaba el Cinemascope. Una de las pocas sensaciones placenteras que conservo intactas desde la niñez es el ritual de ir al cine. El mero hecho de prepararme para salir me produce cosquilleos. Me gusta llegar con antelación a la proyección, estar acomodado cuando se apaga la luz, ver algún tráiler y experimentar la cancelación del tiempo nada más aparecer las primeras imágenes de la película.
Me fascinaba demorar la mirada en los afiches, las fichas de fotogramas que colocaban junto a las taquillas, o que exponían junto a los carteles de la película que exhibían (que echaban, en el habla sureña de mi ciudad). Me llamaba la atención su colorido e intentaba desentrañar algo de la trama de la cinta que iba a ver. Por eso, mi colección de mujeres de celuloide, más que un catálogo de papel satinado, supone un conjunto de afiches clavados con chinchetas en una memoria que desdibuja la frontera entre el ayer y el ahora mismo.
Casi todas mis actrices favoritas pertenecen a épocas pasadas, al cine clásico, aunque bien mirado, la esencia cinematográfica y la potencia de ese clasicismo consiguen que dichos personajes femeninos se conviertan en un presente continuo, que alcancen una carnalidad nada virtual, porque la tensión sexual que producen y el poderío de su mera presencia las hace deseadas, admiradas, ajenas a las modas. Son arquetipos de mujer que me han hecho soñar vidas alternativas, aun a sabiendas de que muchos de sus papeles eran de mujeres fatales, con un peligro de alto voltaje, de las que lo arrastran a uno a la perdición. Y es que no soporto a las actrices pavisosas y me cargan las mosquitas muertas. Por eso las chicas Bond que me interesan son siempre las malas, como Maud Adams en Octopussy o Eva Green, que hace de Vesper Lynd en Casino Royale, cuyo tema de amor en la banda sonora reproduce la melancolía que dejan los amores intensos, sin importar que se truncasen.
Las histriónicas actrices de cine mudo de boquita de pitiminí, cejas de tiralíneas y ojos de cordero degollado son para mí tan arqueológicas como las ciudades mesopotámicas, pura Historia Antigua, hechas para visionarlas como quien va a un fascinante museo. Por eso, dentro del sonoro, la primera de mi lista de predilectas es Bette Davis, tan electrizantemente fea, con sus ojos siempre acompasando el rictus de su boca, capaz de volver tarumba al más pintado. Me encantó que James Ellroy la sacase en su novela Perfidia (2015) y la dotase de una sexualidad candente y provocadora y de unos diálogos afilados como una copa de cristal rota con huellas de carmín.
Katharine Hepburn, diva total, adelantada a casi todo, una fiera a duras penas domada con caricias, pues ninguna ha llevado los pantalones como ella o sonreído o lanzado miradas de enojo como ella. Siempre me ha fastidiado que la apodaran la “divina fea”, porque poseía una belleza angulosa y un nervio gestual que la hacían tan moderna como una vanguardia artística. Envejeció y mantuvo indemne su carisma y sus dotes interpretativas, y no sé si está mejor en La reina de África o en Adivina quién viene esta noche, pues aquí su papel como esposa lúcida y conciliadora de Spencer Tracy no sólo convirtió a la película en un eficaz alegato contra el racismo, sino que es un delicado homenaje al amor que ambas estrellas se tuvieron y que ni la muerte de él doblegó.
Audrey. La otra Hepburn. «Glamur» es una palabra abaratada hoy día, que se aplica con despilfarro a cualquier pelagatos del famoseo televisivo. Audrey Hepburn era glamurosa vestida por Givenchy, con un jersey con cuello de cisne o con hábito de monja. Nunca una actriz ha lucido como ella el pelo corto y ninguna ha sido capaz de hacer desear con tanta pasión que un hombre la lleve de paquete en la moto. No sé qué me gusta más de ella: sus chispeantes ojazos, su elegancia metafísica hecha pura carnalidad o su manera de abrir los labios antes de sonreír. Representa a las mujeres indómitamente caprichosas y frívolas a las que sólo cabe aceptar y que nos derriten con una caricia, pero también a las de apariencia delicada y frágil capaces de superar cualquier adversidad y de amar con pasión y fidelidad. Ante ella sólo cabe el enamoramiento que, traspasado su ciclo de anabolizantes en el corazón, se transforma en amor duradero.
Sigo con el glamur quintaesenciado, aunque rubio. Hitchcock sí que sabía. Las morenas son un peligro avisado, pero las rubias angelicales son una caja de bombas. Grace Kelly ha sido la más bella, de esas bellezas tan perfectas e icónicas que algunas personas, corroídas por la envidia como una pila sulfatada, no pueden soportar. Era principesca antes de llegar a Mónaco, y su guapura de primerísimo plano iba pareja a su talento artístico, reconcentrado en cada gesto. Es de esas mujeres tan deslumbrantes que pocos hombres se atreven a acercarse, persuadidos de que les dirán que nones, sin saber que son ellas las que eligen de antemano, con independencia del físico.
Tippi Hedren no podría interpretar a una choni aunque se lo propusiera. Desprende tal elegancia de maniquí de boutique y de cosmopolitismo que su taconeo al andar es como si pisase alfombras. Fumaba con finura y cruzaba las piernas con languidez en Los pájaros, y no sé si está más esplendorosa en moño o cuando, al desteñirse el cabello en Marnie, el primer plano la muestra con el cabello mojado. Su cleptomanía y problemas mentales en Marnie quedan en un segundo plano al demostrar que el amor y la comprensión la redimirán de un pasado terrible, dando una lección de cómo una aparente frialdad de témpano esconde unas carencias afectivas que serán compensadas.
Kim Novak es el exponente del amor tóxico, de la obsesión por alguien que no se puede sacar de la cabeza ni con abrelatas. No me extraña. Esta rubísima era incapaz de disimular su exuberancia carnal en Vértigo así vistiese de fiesta o de trapillo, estuviese seria, cariacontecida o sonriente. Esta mujer podía mostrarse juguetona o melindrosa, pero su falsedad no puede cambiarse por mucho que se la idealice. Bien que sabía eso el bueno de James Stewart, seducido y atrapado sin remisión por ella, como se muestra en uno de los besos más largos y fascinantes de la historia de cine: cuando la cámara los rodea mientras suena la música de Bernard Herrmann y se funden el tiempo y el espacio como si saltasen los plomos de la memoria.
Maureen O’Hara es mi favorita por su belleza contenida. Era una mujer tan interesante que nadie ha expresado mejor con los ojos una olla exprés de sentimientos internos o la cándida malicia. Obcecada en defender lo que es suyo, también sabía esperar sin desesperar. Podía ser recatada y enfurecerse al instante, pero ante todo representa a la compañera ideal. El technicolor le sentaba de maravilla a su pelo rojo y a su encendido carmín. John Ford la dirigió como nadie, y toda la furia y cariño posibles se condensan en el homérico beso y el guantazo que le propina a John Wayne bajo un ventarrón en El hombre tranquilo.
Mi otra pelirroja es Eleonor Parker. Vi de chico Cuando ruge la marabunta, le cogí manía a las hormigas y, a falta de dinamita, destruía los agujeros de los hormigueros en los jardines con petardos. En esa película selvática ella responde con clase a todas las machadas de Charlton Heston y genera un voltaje sexual que chisporrotea, como a veces sucede entre un hombre y una mujer nada más conocerse, en los tanteos. En Sonrisas y lágrimas hace de altiva baronesa y exhibe una belleza sofisticada (como se decía antes), y nunca entenderé que Christopher Plummer prefiriera a la mojigata y cantarina Julie Andrews en vez de a la pelirroja. Bueno, sí lo entiendo, es que como ya había hecho de Mary Poppins, sabía cómo camelarse a los niños.
Tarantino, en cada rodaje, debería haberle colgado a Uma Thurman una de esas placas metálicas atornilladas a las torres de alta tensión o a los transformadores eléctricos: las del dibujo de un hombre fulminado por un rayo para avisar del peligro de electrocución. En Pulp Fiction, cuando hace de esposa de gánster, con su melena morena intimida en las distancias cortas por su estratosférica seguridad en sí misma y su forma de mirar directamente a los ojos, y cuando se pone a bailar con John Travolta el mundo gira más lentamente, pues toda ella despide una extraña y lisérgica sensualidad. En Kill Bill, embutida en un chándal de color butano, reparte patadas, golpes y tajos con la espada con barroca profusión, y aun llena de heridas y cubierta de sangre y sudor conserva el hipnótico atractivo que le da su mirada algo alucinada, retadora a una noche sin final. Prefiero la rotundidad madura de esta Uma Thurman a la del desvalimiento juvenil de Las amistades peligrosas.
De igual forma, la madurez le ha sentado espléndidamente a Julia Roberts. Deslumbra su ensayada y amplísima sonrisa, su contoneo de caderas y sus piernas largas como un domingo pero carentes de su tedio. Está colosal en Erin Brockovich, con su exhibición de listeza y autodidactismo, su simpatía y perseverancia de martillo pilón, su falta de pulimento que compensa una naturalidad que apabulla. Pero más me gusta en Agosto, donde es una de las hijas de una manipuladora e insoportable Meryl Streep, una madre que fagocita toda vida que gira a su alrededor. En la trituradora de sentimientos de esa película, Julia Roberts, sin apenas rastro de maquillaje, con pómulos marcados y ropa de saldo de grandes almacenes, es la encarnación de una mujer de vida fracasada que, de tanto darse a los demás, no sólo se ha convertido en segundona de sí misma, sino que le pagan con desdén su sacrificio y, al final, responde como sólo saben hacer las mujeres hastiadas y de súper carácter inmune a la kriptonita: dando un portazo y marcando la ruta de su propio GPS.
Salvo a las dos últimas, que todavía puedo verlas en la magnificencia de la pantalla grande, a las demás las veo en las pantallas planas del ordenador o del televisor, con la luz tamizada del estudio o en la semioscuridad de la sala de estar. De la misma manera que me gusta decir que cuantos más clásicos leo más moderna se hace mi escritura, cuanto más cine clásico veo más comportamientos comprendo y más viejunas y viejunas y simplonas me parecen muchas películas actuales. No es cuestión de edad. Es cuestión de que conforme pasa el tiempo menos puedo perderlo en pamplinerías y en engañarme a mí mismo. Y es que el cine, además de un grandioso divertimento, cada vez lo entiendo más como una escuela de vida, un modo de situarse en el mundo con los gestos y códigos heredados de un ayer irrenunciable.
Hoy he hablado de las mujeres de celuloide que me gustan. Otro día lo haré de las de papel. Las que habitan en los libros.
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