Curso tras curso, cuando está por alborear la primavera, las autoridades educativas nos incitan a quienes nos bregamos en las aulas a dedicar los primeros días de marzo a la figura de la mujer. Con este pretexto, intento acercar a mis estudiantes aquellas féminas silenciadas injustamente no sólo por la sociedad que las intentó amordazar, sino por la mayoría de las fuentes que de aquella época nos dan testimonio.
Excepción a la regla constituyen aquellas damas que se dedicaron a ser sacerdotisas, poetas, flautistas, modelos de escultores, profesoras, matronas o heteras, cortesanas de lujo, instruidas y muy apreciadas por sus encantos y saberes, cuyas opiniones eran valoradas por los asistentes a los symposia, donde eran las estrellas rutilantes.
En Roma la situación era menos sofocante, aunque no difería mucho del común de la helena. Las familias de clase media podían enviar a sus niñas a una schola o un ludus, en la que un ludi magister las instruía sobre lectura, escritura, cálculo y breves nociones de cultura general desde los 7 a los 12 años. A esa edad las recluían en el hogar paterno para aleccionarlas sobre cómo hacer feliz a un esposo, al cual muchas veces no elegían ellas.
Cuando alguno de mis estudiantes se lleva las manos a la cabeza, les hablo de mi madre, criada en el entorno de la huerta murciana: nacida en 1938, fue a una maestra de pago unos pocos años para que le enseñaran a leer y escribir lo justo a fin de no ser engañada en las tiendas. Sin acabar el ciclo de escolaridad, la educaron para atender a su abuela, cuidar a sus padres, cocinar, coser y demás tareas domésticas en las que estribaba la felicidad de una familia, en la cual el marido, mi padre, era el amo. Como ella, sus hermanas. Mientras que sus dos hermanos varones recibieron la mejor educación en un prestigioso colegio de pago. La mayoría de las amigas y conocidas de mi madre fueron condenadas al mismo destino, convirtiéndose en esas amas de casa o de profesión “sus labores”, que fueron la argamasa que sustentó a tantas familias en el franquismo y la primera democracia, sin el reconocimiento y gratitud que su supremo sacrificio merecieron.
En homenaje a ellas y a quienes quisieron romper el molde al que las constreñía su sociedad, quisiera compartir con los lectores de esta Cueva las historias de algunas señoras que deberían haber brillado con luz propia en las constelaciones de la Antigüedad, pero que fueron eclipsadas por los prejuicios de su entorno.
Mujeres de leyenda
En la Ilíada Homero da un papel notorio a las diosas (Hera y Atenea apoyando a los aqueos, incluso con las armas en el caso de la Glaukopis; Afrodita a los troyanos, también en el combate, hasta el punto de ser herida por Diomedes; Tetis velando por su hijo Aquiles). Las mortales que aparecen en esta epopeya son sobre todo troyanas, a excepción de Helena de Esparta, cuya huida con el príncipe Paris es el germen de esta devastadora contienda: Briseida, arrebatada por Agamenón a Aquiles, causa la ira de éste, de funestas consecuencias para los argivos; Andrómaca es el pilar que sostiene al de tremolante casco, Héctor, esperanza suprema de los de Ilión; su madre, Hécuba, atempera su arrojo, lava con sus lágrimas su cadáver y ruega a Atenea, a quien sabe enemiga de Troya, que libre a su ciudad de la devastación.
En la Odisea la mujer tiene un papel más destacado. Por un lado tenemos a Penélope, la reina abandonada hace 20 años por su esposo, a cargo de un palacio y de un hijo, asediada por una bandada de pretendientes, que la quieren forzar a elegir a uno de ellos como esposo, mientras rapiñan su hacienda. La reina, escrupulosa con el precepto de Zeus Xenio de honrar al huésped, vela por que los pretendientes y cualquier visitante del palacio, mendigos incluidos, sean hospitalariamente atendidos, a pesar de que algunos se muestren como carroñeros: el honor de los Laertíadas está en juego y ella es su guardiana. Como recatada señora, no se muestra en público ante sus visitantes si no es velada y acompañada por sirvientas. Intenta demorar el momento de elegir nuevo esposo con la argucia de tejer un sudario para su todavía vivo suegro, que es destejido por la noche, hasta que una sierva la traiciona. A pesar de convertir su fidelidad y castidad en su castillo, es amonestada por su hijo Telémaco, que le espeta: «Vuelve ya a tu habitación, ocúpate en las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo, y de hablar nos cuidaremos los hombres, y principalmente yo, cuyo es el mando en esta casa».
En contraposición a ella Homero nos pinta a Clitemnestra, que junto con su amante Egisto dio muerte a su esposo Agamenón al regreso de éste a Micenas. En su descenso al Hades, la sombra del Atrida advierte a Odiseo: “Así es que nada hay tan horrible e imprudente como la mujer que concibe en su espíritu intentos como el de aquélla que cometió la inicua acción de tramar la muerte contra su esposo legítimo”. ¿Influyó esta advertencia espectral en el hecho de que Ulises se presente en su casa disfrazado de pordiosero y que no se dé a conocer a su esposa hasta que los pretendientes estén todos muertos?
Euriclea es la sirvienta fiel, que amamantó a Odiseo y lo reconoce al lavarle los pies, convertido en mendigo, por mandato de su señora. Obedece a su rey y no le desvela a ésta su presencia.
Otras mortales que amparan al náufrago son la reina de los feacios, Arete, y su hija Nausícaa, quien halla en la playa a Odiseo y lo socorre. Agradecido ante su hospitalidad, el de Ítaca le muestra cuál es su ideal de mujer: «Que los dioses te concedan cuanto en tu corazón anheles: marido, familia y feliz concordia, pues no hay nada mejor ni mas útil que el que gobiernen su casa el marido y la mujer con ánimo concorde, lo cual produce gran pena a sus enemigos y alegría a los que los quieren”.
Dos de los personajes femeninos más importantes, aparte de la benefactora Atenea, son inmortales. Circe convierte en cerdos a los hombres de Ulises con su pócima y hace a aquél su amante, sorprendida de que no haya sufrido los efectos del bebedizo. Le indica también cómo llegar al Reino de los Muertos para que Tiresias le ayude a encontrar el rumbo a Ítaca. Calipso acoge a Odiseo tras perder a sus compañeros, se enamora de él y le ofrece la inmortalidad y la liberación de la vejez si permanece a su lado.
Las demás féminas son monstruos: las Sirenas, aves con cabeza de mujer, convertidas en ello, según Ovidio, por castigo de Deméter, al no liberar a Perséfone del rapto de Hades; Escila, torso de mujer, cola de pez y seis perros saliendo de su cintura, metamorfoseada por Circe por despecho hacia un amante que la repudió, y Caribdis, que en forma de remolino succiona a los barcos, convertida por su tío Zeus.
Otras hembras de la Mitología han sido mudadas en monstruos por los dioses como represalia: la Gorgona Medusa lo fue por haber sido forzada por Poseidón en el templo de Atenea, Equidna, con torso femenino y cola de serpiente, o Lamia, que tenía el cuerpo de una serpiente y los pechos y la cabeza de una mujer y devoraba a los bebés o les succionaba la sangre.
Es en el campo de la tragedia donde se nos presentan algunas de las figuras femeniles más impactantes de nuestra cultura occidental. La tragedia y la comedia fueron inventadas en Atenas como maneras de honrar a Dionisos. Para los helenos ir al teatro era un acto religioso. Es más, en una sociedad mayoritariamente analfabeta, las autoridades usaban los dramas como arma de culturización. Pretendían educar a su ciudadanía y hacerles reflexionar sobre los males que acechan a la convivencia a través de los versos de los trágicos y cómicos.
En estos tiempos de zozobra pandémica he intentado encontrar una Ítaca en la prosa serena y lírica de Irene Vallejo y su El infinito en un junco, lo cual me ha proporcionado un puerto seguro e instantes de plenitud y comunión conmigo mismo y mis dioses, muchas veces arrumbados en un rincón a causa de la incertidumbre y angustia que nos asola. Nos cuenta la maña que el gobierno de la polis del Ática ordenó crear un archivo para proteger a lo largo de los tiempos las versiones de las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, estrenadas en el mismo lugar donde hoy se yergue el teatro de Dionisos, que se reclina en las faldas de la Acrópolis.
No está de más recordar que en el teatro griego no estaba bien visto que la mujer actuase y que los histriones eran todos varones, es decir, los papeles femeninos eran desempeñados por hombres, que, cubiertos con una máscara y amplios ropajes, eran capaces de impostar la voz y convencer al público de que estaban viendo a una mujer en vez de a un fantoche haciendo de ella.
Esquilo usa a Atosa, viuda de Darío I y madre de Jerjes, para hacer ver a su hijo que la derrota y humillación sufrida por su hijo en Salamina es un castigo divino a su desmesurada hybris, que ofendió a los dioses construyendo un puente de barcos a través del Helesponto y movilizó el mayor ejercito visto hasta entonces.
Sófocles nos presenta una Antígona, capaz de desafiar al tirano Creonte, a quienes los dioses castigarán por su hybris, y afrontar con dignidad y entereza la muerte por velar más por la ley divina de dar sepultura a tus muertos que por atender a la ley de la ciudad, que amenaza con la pena capital a quien desobedezca.
A Eurípides sus coetáneos lo motejaban de misógino por presentar en sus tragedias mujeres poderosas y atormentadas, muy apartadas del modelo tradicional propugnado por Esquilo y Aristófanes, quien parodia al tercero de los trágicos en sus comedias, especialmente en Las ranas, Las Tesmoforias y Las asambleístas, con chistes y alusiones de intención malévola, como la presunta baja extracción de su madre. En Medea nos ofrenda a una Medea despechada por la traición de su esposo, Jasón, que después de todos los sacrificios que la hechicera ha hecho por él, va a abandonarla para casarse con la hija del rey de Corinto, Creonte. Medea, sobrina de Circe, la otra maga famosa, traicionó a su padre, el rey de la Cólquide, para facilitar el Vellocino de Oro a Jasón. Mató y desmembró a su hermano para retrasar la persecución de los suyos. Acabó con Pelias, rey de Yolcos, que se negó a entregar el trono a Jasón. Tras todas estas penurias, su cónyuge planea abandonarla y heredar el trono de Corinto mediante el matrimonio. La hechicera, además, será desterrada junto con sus hijos, sin patria a la que acudir ya.
En uno de sus monólogos Eurípides nos presenta de labios de su protagonista la situación de la mujer:
La justicia, en efecto, no reside en los ojos de los hombres, y antes de conocer el corazón de un hombre se le odia por lo pronto, sin que nos haya hecho ninguna injuria. Sin embargo, una extranjera tiene que conformarse con las costumbres de la ciudad, y no alabo al ciudadano que disgusta a los demás con su arrogancia o a causa de su ignorancia. ¡Pero la desdicha imprevista que me ha herido ha perdido mi alma, y me muero privada de la voluptuosidad de la vida, y deseo morir, amigas! Aquel a quien consagré mis más preciados bienes, mi marido, se ha tornado en el peor de los hombres. Entre todos los que respiran y tienen un pensamiento, nosotras las mujeres somos las más miserables. Ante todo, necesitamos comprar un marido a peso de plata y aceptar un dueño de nuestro cuerpo. Y es esto un mal todavía mayor, y hay mucho peligro en saber si el marido es bueno o malo, porque el divorcio no es honroso para las mujeres, y no podemos repudiar a nuestro marido. Pero es preciso que la que acepta nuevas costumbres y se somete a nuevas leyes sea adivinadora para saber cómo será su marido, pues por sí sola no puede saberlo. Si tras haber tenido suerte en esto poseemos un marido que soporta de buen grado el yugo, digna de envidia es nuestra vida. Si no, vale más morir. Cuando le pesa la vida doméstica, el hombre sale de casa y libra del fastidio a su alma con algún amigo o con la charla de los de su misma edad; pero a nosotras nos constriñe la necesidad a no mirar más que en nuestro propio corazón. Dicen que vivimos en las moradas al abrigo de todo peligro y que ellos combaten con la lanza; pero piensan mal, pues tres veces más me gustaría llevar escudo que parir una sola vez. Sin embargo, este discurso no reza con vosotras tanto como conmigo. Vosotras tenéis una ciudad y una morada paterna y las facilidades de la vida y el trato de vuestros amigos; y a mí, abandonada y desterrada, me ultraja un marido que me ha arrancado de la tierra bárbara, y no tengo ni madre, ni hermano, ni pariente que me sirva de puerto de refugio contra esta tempestad. Quiero, pues, obtener de vosotras sólo esto: si asalta mi espíritu algún medio de vengarme del marido que me inflige estos males, y del que le ha dado su hija, y de ésta, que se ha casado con él, callad. Porque en todo lo demás la mujer es tímida y cobarde para el combate, sin que se atreva a mirar al hierro; pero cuando se la ultraja en lo que concierne a su lecho nupcial, no hay alma más cruel que la suya.
La venganza de Medea es terrible: regala a la novia una corona de oro y un peplo, que al entrar en contacto con su piel la abrasan, causándole una muerte horrible:
No se distinguía la expresión de sus ojos ni su bello rostro, la sangre caía desde lo alto de su cabeza confundida con el fuego, y las carnes se desprendían de sus huesos, como lágrimas de pino, bajo los invisibles dientes del veneno.
Pero su cólera no se aplaca y, como postrer castigo a la intemperancia de su esposo, asesina a sus propios hijos.
En otro sublime drama Eurípides nos acerca a Hécuba, esposa de Príamo, rey de Troya, a quien dio entre 50 y 19 hijos. Todos muertos tras la destrucción de Troya, a excepción de Políxena, que la acompaña en su esclavitud, y de Polidoro, al cual sus padres intentaron poner a salvo enviándolo a la corte de Poliméstor, rey de Tracia, con abundantes riquezas. Ante ellas se presenta un heraldo con una horrenda misión: el espíritu de Aquiles exige que Polixena sea sacrificada sobre su túmulo. La joven, que prefiere morir antes que la esclavitud, es arrebatada a su madre e inmolada. Hécuba, asolada, recibe un nuevo impacto al descubrir el cadáver de Polidoro en la playa: ha sido asesinado por su anfitrión al enterarse de la destrucción de Ilión, a fin de quedarse con sus riquezas. La anciana conseguirá vengar su muerte. Según Ovidio, los dioses la convirtieron en perra al escucharla aullar por sus hijos.
Jamás olvidaré a doña Concha Velasco encarnando a Hécuba en el teatro Romea de Murcia: la traducción y adaptación del texto eran bellísimas, pero la contención con la que doña Concha guiaba a su personaje hasta la erupción de dolor final dejó huella indeleble en mi ánimo, consciente de haber asistido a una representación difícilmente superable en el futuro. Hay que estar muy besada por Melpómene, musa de la Tragedia, para ofrecer una actuación de tal calibre.
Hace cosa de un año visité Siracusa, ciudad que ha de convertirse en faro para los amantes de la Cultura y el Arte. Uno de los lugares que más me impactó fueron las Latomías, las antiguas canteras excavadas en la roca, que sirvieron de prisión aciaga para los miles de atenienses capturados por los siracusanos y sus aliados en el contexto de las Guerras del Peloponeso. Millares murieron o fueron esclavizados allí. A algunos afortunados les sonrieron los dioses porque fueron tratados con humanidad o, incluso, liberados por saberse de memoria pasajes de Eurípides, al que adoraban los sicilianos y otros helenos de la diáspora. Se ve que los prejuicios de Aristófanes contra este autor por darle voz a mujeres con fuego en sus almas no triunfaron en toda la Hélade.
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