¿Cuánto vive una hormiga, cómo envejece, cuántos cadáveres de ellas habrá bajo la fina capa de hielo que se ha formado durante la noche? ¿Cuán fría estará la tierra ahí abajo? Entonces me viene a la cabeza la idea de escribir un diario de la vejez.
Hay libros que son como hallazgos arqueológicos: fragmentos esparcidos por capas, pertenecientes a diferentes épocas que el tiempo y los azares naturales han entremezclado. Uno trata de recomponer ese pasado y esa historia, pieza a pieza. Con el último libro de Juan José Millás, La vida a ratos, me ha sucedido algo parecido. Una idea aquí, una allá, en una sucesión de situaciones —hallazgos— que el escritor ha recopilado a lo largo de esta novela-diario y una composición de lugar aproximada de los hechos que se narran, sin una teoría final válida: la interpretación está en la mente de cada uno.
Me pregunto en qué momento entró la realidad en mi vida y cuánta irrealidad se coló detrás de ella, disfrazada de lo que no era.
Para mí, esta obra rotundamente genial, divertida, cínica a ratos, y no menos dramática en otros, en la que Millás ha ido contando lo que le ha sucedido —y lo que no— a lo largo de casi doscientas semanas de su vida, es como una sesión de terapia en la que el autor que siempre se reprime —como insiste a veces en la novela— ha dejado de hacerlo. Y al dejar de hacerlo, en ese acto de libertad, te lleva con él a situaciones insólitas que en su día a día vive el protagonista-autor en sus clases de escritura creativa, en sus sesiones de psicoterapia, en su lucha contra el insomnio y en la búsqueda de inspiración para concluir sus novelas. Son muchas las distracciones que pueden ocupar la mente del escritor en sus días, y son, precisamente, estas las que le han construido esta gran obra.
Se escribe, en cierto modo, para atenuar ese dolor, el de haber venido al mundo, y para conjurar ese otro: el de tener que abandonarlo.
Escribir es un modo de colocar los puntos de sutura sobre la herida que provoca esa situación incoherente. Pero la condición para seguir escribiendo es que la herida no acabe de cicatrizar.
No hay un solo día igual al anterior y, a pesar de ello, invade a veces una sensación de rutina. Pero lo que es rutinario, lo que late en el trasfondo de cada parte, es un temor a algo, a algo a lo que no siempre se le pone nombre. Como una premoción —algo va a suceder— que me recuerda a la que tenía Lucía, la protagonista de otra de sus novelas, Que nadie duerma. Tal vez tenga que ver con el paso del tiempo y el recuerdo. La hipocondría y neurosis de Millás se abre paso en cada grieta como una manifestación de algo mucho más profundo. Si pudiéramos recomponer esos hallazgos sabríamos qué es lo que hay tras todo ello. Un dolor permanente que las pastillas o los gin-tonics sagrados de la tarde tamizan durante un rato, dejando pinceladas leves sobre un lienzo, como las de Tiziano. Pero hay otras veces que rasgan, hieren, como las de Lucio Fontana, porque hay pérdidas que pesan como losas. Y están en esta obra.
Hubo una época en la que corríamos como locos hacia la actualidad. Hoy es la actualidad la que corre hacia nosotros, y con muy malas intenciones. De manera que hacemos lo contrario de entonces: nos ponemos los pantalones, la camisa y los zapatos y echamos a correr, para que no nos alcance.
Millás observa el mundo y plasma lo que ve, simplemente. Se fija en lo más sencillo y anodino, y se hace preguntas. Transgrede las reglas. Y es muy curioso estar con él en ese proceso de observación, porque tiene la capacidad para darle la vuelta a algo cotidiano e introducir el concepto de relatividad en él. Lo primero que hace es cuestionar la realidad, descomponerla. Y lo que salga de esa des-realidad vuelve a correr a cuenta del lector, aunque, quizá, a Millás le ha servido para dejar una pieza cerca de otra para que cobre un sentido. Para que se construya esa historia arqueológica, en suma. Deja paso a la irrealidad, pues si nos paramos a pensar un poco, esto tiene muy poco sentido, en realidad. Lo tiene en la medida que lo hemos dotado de significados y creencias, pero si uno empieza a cuestionarse cosas se arriesga a deambular sobre una fina cuerda de funambulista. Y no hay red a los lados, solo el vértigo paralizante, y el vacío. Lo habitual se convierte, por tanto, en algo extraño y, en consecuencia, el que observa con audacia su alrededor pasa a ser un extranjero de su propio mundo. Así que hay una especie de búsqueda, un arraigo, por pertenecer y no desligarse de este mundo. Al menos, no del todo.
Con frecuencia, tanto en momentos de felicidad como de desdicha, he pensando que el mundo era un lugar extraño, aunque no tuviera con qué compararlo.
Personalmente, no utilizo el fármaco para el dolor, sino para el malestar anímico. Lo cierto es que la vida, sin colocarte o descolocarte, resulta insoportable.
La vida, a ratos, es así. Extraña. Desmoralizadora. Terrorífica. Placentera. Reconciliadora. Y otras veces, es simplemente vida, a secas.
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Autor: Juan José Millás. Título: La vida a ratos. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon y Fnac
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