Decía T. S. Eliot (le gustaba recordarlo a Borges) que la literatura del futuro reescribe la del pasado. Este año se han publicado tres importantes libros en los que distintos escritores rememoran la figura del padre. Lo han hecho Ricardo Menéndez Salmón en No entres dócilmente en esa noche quieta, Elvira Lindo con el titulado A corazón abierto y Galder Reguera en Libro de familia. Unos años antes lo hicieron asimismo, con calidad, Héctor Abad Faciolince (El olvido que seremos) y Marcos Giralt Torrente (Tiempo de vida). Tales lecturas recientes me han hecho volver a la novela titulada El viento de la luna, que Antonio Muñoz Molina publicó en 2006. Cuando apareció ya señalé que Muñoz Molina volvía a casa. Tras Sefarad, la que había sido su anterior apuesta literaria en el terreno de la ficción, regresaba a Mágina, para entregarnos la evocación de unos días concretos de su edad adolescente, cuando tenía trece años y Amstrong, Collins y Aldrin, el 20 de julio de 1969, arribaron con la nave Apolo XI al Mar de la Tranquilidad, en el desierto lunar. La novela de Muñoz Molina arranca tan sólo tres días antes, y desarrolla, en una secuencia medida con espléndido ritmo, la narración rememorada de la vida del protagonista desde el despegue en Cayo Cañaveral, un miércoles 16 de julio, cuando los hechos comienzan.
Para el menos exigente de los lectores se trata de una evocación autobiográfica, un retrato del artista adolescente, que viene a situarse en el mismo ciclo de Mágina, solamente que unos años antes que Beatus Ille y El jinete polaco. Y leerá entonces esta obra como una más en el terreno de la autoficción y una vuelta de Muñoz Molina a lo suyo, al mundo definido en aquellas obras de las que, por cierto, ni en calidad ni fuerza desmerece en absoluto, si quisiéramos calibrar esta novela desde ese fiel de medida, que no es sin embargo el que me parece más acertado para juzgarla.
Si atendemos, por el contrario, a la dedicatoria y a las últimas páginas que funcionan como un “envío”, vemos que Muñoz Molina ha querido hacer otra cosa que la simple vuelta a casa. Como hizo Kafka y otros escritores judíos, como hace Ph. Roth en Patrimonio: volver al padre, inmediatamente detrás de su muerte y entregar una especie de elegía al tiempo ido. Cada escritor, en el borde de la cincuentena, lo hace a su modo. En las páginas 188 y 200 hay inscritos dos signos que dan a mi juicio la medida de este libro. En una memorable escena, el protagonista ve al padre ir laborando su huerta con paciencia, primor y una sabiduría antigua, idéntica a la que tuvieron los moriscos cientos de años antes, y tendría un egipcio miles de años atrás. Acunar el agua en el surco, amansarla o elegir las pepitas para la siembra próxima con rigor de orfebre. Tan solo doce páginas después leemos de un recorte de periódico:
«Los vuelos espaciales son el exponente de la nueva era en que ha entrado la Humanidad, y han sido posibles gracias a los computadores electrónicos».
Un muchacho nacido en Úbeda en 1956 (porque no hay duda de la inscripción autobiográfica del libro) pertenece a esa generación concreta que ha vivido, en los pocos años que van desde la adolescencia a la madurez, el salto más grande dado por la Humanidad en miles de años. En 1969 la familia del protagonista vivía prácticamente como lo hicieran los moriscos en la Edad Media. Pocos años después vino la era de los ordenadores, y el mundo que ya anunciaba el alunizaje del Apolo XI modificó tanto los hábitos, el lenguaje, la percepción de lo real, que parece que hubieran pasado siglos, cuando tan sólo han sido cuatro décadas. La novela de Muñoz Molina se inscribe ahí, con un doble gesto: la recuperación de aquel mundo premoderno, ya definitivamente desaparecido (y convocado en homenaje al padre, un miembro de aquel mundo) y, junto a eso, la narración de un aprendizaje en el imaginario del artista, en sus lecturas de ciencia ficción, en el cine y en la televisión, que vino con aventuras como la de la expedición lunar a confirmar lo que Verne o Wells habían adelantado en sus libros.
En Mágina la familia del protagonista no tenía agua corriente. Algunos vecinos, como el fascista Baltasar, sí gozaban de televisor desde el que asistir al portentoso salto, y en ese quicio entre dos mundos se sitúa la mirada de Muñoz Molina, preocupado tanto por restaurar el pasado familiar perdido como en mostrar los pliegues de dos estadios de civilización y el ruido de su choque. El mundo está cambiando a pasos de gigante, y eso afecta de manera diferente a quienes rodean al adolescente.
Una novela así, que se inscribe como fragmento autobiográfico, tenía mucho que hacer si no quería ser simple recreación costumbrista, lo que no habría sido suficiente, por muy bien escrita que esté y por muy cercanas que al lector resulten aquellas rememoraciones de actrices (Monica Vitti, Faye Dunaway), o aquellos momentos del cine de verano viendo a los hermanos Marx. Muñoz Molina es un escritor que sabe recuperar los instantes y el lenguaje de época con tan portentosa capacidad para el detalle y con un ritmo tan envolvente de la prosa, que hace exclamar al lector con frecuencia “escribe como nadie”. Pero también tenía la novela agazapada aquí la zarpa de su mayor peligro. No basta con los detalles, ni siquiera si están cifrados con tan buena prosa. El salto tenía que ser mayor. Hay que decir que tan sólo en ciertos momentos paga peaje Muñoz Molina al peligro que a esta novela acechaba. El estilo autobiográfico que gobierna la escritura de esta obra podía haberle jugado alguna pasada. Crecimientos adolescentes, descubrimiento del sexo, curas retrógrados o proselitistas progres amenazaban por momentos consabidos una obra que ha sabido por fortuna sobreponerse a ellos por el procedimiento de inscribir su designio más allá del espejo realista, recuperando el salto del imaginario construido en las formidables escenas que van jalonando las mejores páginas del libro. Son las dedicadas a la perspectivización, bien sea desde dentro, como en el magistral incipit de la novela o en el cierre con la soledad de Aldrin en su nave, bien sea desde fuera en diferentes asedios que la novela va haciendo al misterio del universo y de la ciencia, según el imaginario del niño va viviendo por el choque de perspectivas. Esa fusión de miradas, esa manera de haberse desplazado desde el particular biográfico a un momento de la Humanidad, trazando el arco de su irreversible salto, es lo que proporcionará a este coming home la memorabilidad artística y lo que lanza la novela más allá, hasta lograr ser diferente a otra vuelta de tuerca al mundo de Mágina. Es mucho escritor su autor y resultaba decisivo el momento elegido. Por eso, las emocionantes páginas de cierre vuelven al formidable hálito que inició el libro y muestran el mapa de su mejor lectura: una soledad del héroe, ya fundida con el astronauta, que se ha instalado en los momentos necesarios del aprendizaje de un mundo que ya es otro, pero que recuerda, en el homenaje al padre, que la memoria puede trazar ese otro mundo desaparecido del hortelano, su Beatus ille horaciano, tan distante como la Tierra, irrecuperable ya, pero que confía a la literatura la posibilidad de volver a existir en su humilde grandeza.
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Autor: Antonio Muñoz Molina. Título: El viento de la luna. Editorial: Seix Barral. Venta: Todostuslibros y Amazon
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