Oigo a dos escritores hablar de sus novelas, y ambos coinciden en que la ficción ha dejado de interesarles. Es algo que había oído hace poco a una buena amiga en un congreso centrado en la autoficción. A mí, a pesar de su posible desprestigio, cada vez me interesa más. Como lector soy casi omnívoro, y no elijo los libros con arreglo a su género (salvo que es cierto que me he alejado mucho de la novela negra), pero como escritor me sigue atrayendo la invención, el uso de la imaginación para construir historias. Hace muchos años un jefe que tuve me decía que no leía novelas: ¿por qué me va a interesar algo que se ha inventado alguien? Pero todos ellos van al cine y no sólo a ver documentales. Ven series. Van al teatro. Es decir, que ese desinterés por la ficción se refiere sobre todo a la ficción escrita, a la literatura. Y parece que la narración autobiográfica, de la que la autoficción sería sólo una variante, está copando el discurso literario, también en el ámbito académico.
Durante estas últimas semanas he leído a dos autores murcianos, Miguel Ángel Hernández y Javier Moreno. Del primero leo El dolor de los demás, una investigación sobre el asesinato y el suicidio cometidos por un amigo del autor, que es también una indagación sobre la escritura y sobre cómo la usamos para acercarnos no sólo a lo que nos rodea, también a lo que somos. Hace poco leía las declaraciones de una escritora que afirmaba que la literatura no debe tener límites, tampoco morales. Miguel Ángel Hernández, sin embargo, reflexiona precisamente sobre los límites: ¿cuánto puedo aprovechar del dolor de los demás para crear mi obra?, parece preguntarse. ¿Cuándo el deseo de conocimiento se convierte en morbo? ¿Hasta dónde puedo convertir en personaje a un amigo y usar su tragedia como material de construcción? ¿Puede envilecerme mi manera de usar los hechos reales (esa curiosa tautología que tanto se oye hoy) en beneficio de mi escritura?
Plantear esos interrogantes me parece mucho más sugerente que conceder a la literatura un cheque moral en blanco. Aparte de que la literatura es parte de la vida y ésta se desenvuelve siempre en un contexto moral.
El otro libro de un autor murciano que leo estos días es Un paseo por la desgracia ajena. Ya el primer cuento me deja boquiabierto y me predispone en favor del libro. Encarna a la perfección aquello que decía Piglia sobre los cuentos: “El cuento es un relato que encierra un relato secreto”. Aquí también lo no contado tiene un peso fundamental. Hace años que pienso que la elipsis, esa gran figura retórica demasiado poco utilizada, es una de las mejores armas del escritor. El resto de los cuentos me convence de que es uno de los libros de relatos más logrados que he leído en 2018. Paso así, sin salir de la provincia, de la ficción autobiográfica a la invención pura (ya, ya sé que eso no puede existir, pero nos entendemos) y dura.
Me espera sobre la mesa, por cierto, el libro de relatos de una escritora también murciana, Lola López Mondéjar.
Y de Murcia, donde me encontraba de verdad hace unos días, me voy a Alemania. Para el vuelo me llevo La hija del comunista, de Aroa Moreno, cuya acción transcurre parcialmente en Berlín Este antes de la caída del muro. Para un germanófilo como yo siempre resultan atractivos los pocos libros españoles que se asoman a Alemania. Qué sorpresa agradable supone esta novela. Las cincuenta o sesenta primeras páginas son emocionantes a la vez que nada efectistas. No contaré la historia que, resumida, podría parecer banal, pero contiene eso que es tan difícil de precisar, definir, apresar: verdad.
Durante el tiempo que me he dedicado a actuar en el espectáculo Qué raros son los hombres, he tenido la suerte de que me dirigiese Eusebio Lázaro, un hombre inteligente, sensible y culto. El máximo elogio que sale de sus labios ante una actuación es: ahí hay verdad. No habilidad, no inteligencia, no profesionalidad, no tablas, no genio: verdad. Lo dijo después de que viésemos juntos una actuación de Nuria Espert, y cada vez que lo decía de alguna de mis actuaciones —no siempre fue el caso— me daba cuenta de que había satisfecho sus expectativas. En la novela de Aroa Moreno también hay verdad, por mucho que la historia sea invención.
Me he referido a las cincuenta o sesenta páginas de La hija del comunista y podría dar la impresión de que las demás no me han interesado tanto. No es eso; sencillamente, en esas páginas está lo esencial de la narración, aunque luego la trama evolucione y crezca. Ahí encontramos ya la capacidad de descripción de espacios, de estados de ánimo, de conflictos no nombrados, de nostalgias y de la maldición que a veces encierran, del peso del exilio, de cómo esa carga se transmite de generación en generación… y de tantas otras cosas.
Ha sido un fin de año con buenas lecturas. Mientras estoy en Alemania leo Das Feld (El campo, sin traducir en español), una novela de Robert Seethaler cuyo planteamiento no me interesa mucho (los muertos enterrados en un cementerio cuentan cada uno su historia) y sin embargo la novela me acaba entusiasmando, lo que me refuerza en la idea de que la buena literatura se impone siempre a los prejuicios. Da igual lo que me interese de entrada, ficción o narración autobiográfica, fantástica o realista. Al final, la capacidad narrativa crea mundos sólidos y emocionantes, genera voces que nos convencen de aquello en lo que no creíamos.
En Bonn voy a la universidad a escuchar una conferencia de un catedrático, creo que de sociología. Pertenece a un ciclo de conferencias abiertas al público sobre la crisis del neoliberalismo, que dura todo el año académico. Cerca de doscientas personas escuchan atentas a ese hombre que habla casi durante hora y media. Luego las intervenciones del público —que siempre temo, porque suelen servir para que alguien se aferre al micrófono y suelte las peroratas que su familia y amigos se niegan a escuchar—, son inteligentes, agudas, ni muy largas ni muy cortas. Me pregunto, y no sé responder, cuándo fue la última vez que asistí en España a una charla de tanta calidad. Mi germanofilia tiene que ver con esa seriedad intelectual que a menudo encuentro en Alemania: en su prensa, en las tertulias de televisión (políticas, literarias, ¡filosóficas!), en conferencias como ésta. No idealizo lo alemán, hay también aquí actitudes y comportamientos que aborrezco. Pero me gustaría encontrar más a menudo en mi país algo de esa seriedad, de ese interés genuino por el conocimiento.
Hoy, durante la comida, E. y yo comentamos una novela (no siempre hablamos de literatura durante las comidas, de verdad) que nos ha parecido ampulosa, de lirismo algo impostado. No es que pensemos que el lenguaje de las novelas deba ser realista, una imitación del que usamos en la vida cotidiana, pero a veces las florituras hacen más daño que bien a la prosa. Me levanto y saco de la estantería Frío de vivir, de Carlos Castán. Leemos en voz alta algunos fragmentos. Eso es lirismo de verdad, profundo, que nace de afectos difíciles de expresar de otra forma. Propósito para el 2019: leer más a Carlos Castán.
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