Conocí a Orhan Pamuk en 2003, cuando la editorial Alfaguara le invitó a promocionar su novela Me llamo Rojo (traducida por Rafael Carpintero, como los demás libros que nombraré del autor). Le organizamos un encuentro con periodistas en un reservado del restaurante Paradís, y después regresamos a la editorial para que descansara un rato después de comer. Al llegar me preguntó si teníamos un sofá o un sillón donde pudiera descabezar un sueño, “muy breve; con diez minutos me basta”, dijo. Lo más parecido que yo tenía en mi despacho era una cómoda silla de trabajo, pero al entrar y ver que el suelo era de moqueta, Pamuk me dijo, “estupendo, no te preocupes, me tumbaré en el suelo, junto a la ventana”, y así lo hizo. Inmediatamente entró y se tumbó descalzo donde me había dicho, así que cerré la puerta y le dejé descansar. A los diez minutos salió con el semblante renovado. No podíamos imaginar que tres años después le darían el Nobel.
“Un día leí un libro y toda mi vida cambió”. Así comienza La vida nueva, (Alfaguara y Debolsillo), una parábola del deseo, del amor, de la búsqueda de nuevos horizontes creativos y del fanatismo, en un universo inmerso en los contrastes entre Occidente y el Islam.
Con Me llamo Rojo, Pamuk se adentra en el siglo XVI, en pleno esplendor del Imperio Otomano, para fabular con un asesinato e introducir en la narración un taller de ilustradores, oficio muy querido por al autor al haber sido estudiante de arquitectura y también pintor. Pamuk vuelve a la metaficción, a la intriga y a la sexualidad que caracterizan algunos de sus escritos. “Ahora estoy muerto; soy un cadáver en el fondo de un pozo”, así hace arrancar esta novela Pamuk, tan atento a los buenos comienzos.
Leí después Estambul. Ciudad y recuerdos (Mondadori), un libro delicioso en el que entras de su mano por su amado Estambul en el que ha vivido –aunque lo haya hecho antes pero de forma novelada–, y La maleta de mi padre (Mondadori), recopilación de tres discursos de Pamuk. Uno, “El autor implícito”, leído tras la entrega del premio Puterbaugh, en 2006; otro, “En Kars y en Frankfurt”, que leyó al recibir el premio de la Paz de la Unión de Libreros Alemanes, en 2005, y el que da título al volumen, hermosísimo, leído al recibir el Nobel de Literatura en homenaje a su padre, el cual le había transmitido el amor por los libros (tenía 1.500 en su biblioteca y había traducido a Valéry al turco). El discurso habla de cuando el padre visita a su hijo y al marchar le deja en el suelo una maleta con la petición de que la abra cuando fallezca. Cuando Pamuk abrió aquella maleta, que ya conocía, vio que contenía los manuscritos de su padre, toda una vida de escritor frustrado que, tiernamente, le pedía a su hijo que valorara. Pamuk había hecho lo mismo al escribir su primera novela y su padre, al leerla, le abrazó y le dijo que algún día ganaría el Premio Nobel. Orhan Pamuk leyó este emocionante texto en diciembre de 2006. Su padre había muerto cuatro años antes sin que él pudiera haberle dicho lo mismo de sus textos. Al final de su discurso dijo: ”Honorables miembros de la Academia Sueca que me habéis otorgado este gran premio y este honor, y distinguidos invitados: yo habría querido que mi padre pudiera estar hoy entre nosotros”.
Volví a leer a Orhan Pamuk cuando publicó en 2009 El museo de la inocencia (Mondadori). Recuerdo que compré esta novela porque me atrajo la portada de una forma irresistible, y porque, naturalmente, su autor siempre me había provocado con cada lectura un estado mental diferente por su forma de abordar el hecho literario. Y como dije antes, fiel a sus espectaculares arranques, así comienza esta historia de amor loco que Pamuk publicó tras el Nobel: “Fue el momento más feliz de mi vida y no lo sabía”.
El museo de la inocencia es la historia de amor de Kemal Bey, un muchacho de la burguesía estambulí, quien, a pesar de haber anunciado su compromiso con su novia, Sibel, se enamora apasionadamente de Füsun, pariente suya, al verla despachar sombreros en una tienda de su barrio. Esta historia está inmersa en el Estambul de los 70, y con ella recorres sus costumbres, su música, el paraíso en el que vivió el joven Pamuk, por el que habla Kemal, y recorre las 600 páginas de forma apasionada y también melancólica porque el protagonista pierde a Füsun, al elegir casarse con Sibel, aunque hará lo imposible para recuperarla. Es cuando descubre, a través de objetos asociados a ella, la posibilidad de crear este museo para no olvidar aquel apasionado sueño de amor. (Ver en YouTube: El museo de la inocencia).
Copio este texto de Orhan Pamuk (una poética sobre la necesidad de escribir) que, como he dicho leyó en la entrega del Nobel y que incluyó en La maleta de mi padre:
“Como ustedes saben, la pregunta que los escritores debemos responder con más frecuencia, es: “¿Por qué escribe usted?” ¡Escribo porque quiero hacerlo, con toda el alma! Escribo porque a diferencia de otros, no me siento a gusto con un trabajo común y corriente. Escribo para que libros como los míos sean escritos y para poderlos leer. Escribo porque estoy molesto con ustedes, con todo el mundo. Escribo porque me complace enormemente sentarme en un cuarto a escribir sin descanso. Escribo porque solamente modificando la realidad puedo soportarla. Escribo para que el mundo entero sepa cómo yo, cómo nosotros en Estambul y en Turquía hemos vivido y vivimos. Escribo porque amo el olor del papel, de la pluma y de la tinta. Escribo porque creo más en la literatura, en el arte de la novela, que en cualquier otra cosa. Escribo porque es un hábito, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque me gusta la celebridad y toda la notoriedad que el escribir conlleva. Escribo para estar solo. Escribo en la esperanza de entender por qué estoy furioso con ustedes, con todos. Escribo porque me gusta ser leído. Escribo para terminar de una vez por todas esta novela, este texto, esta página que en algún momento comencé a escribir. Escribo porque todos esperan que escriba. Escribo porque tengo una fe infantil en la inmortalidad de las bibliotecas y en el lugar que mis libros tendrán en los estantes. Escribo porque la vida, el mundo, todo es increíblemente bello y maravilloso. Escribo porque gozo traduciendo en palabras toda la belleza y la opulencia de la vida. Escribo, no para contar historias sino para construir historias. Escribo para liberarme del sentimiento de que siempre existe un lugar al que -como en una pesadilla- jamás podré llegar. Escribo porque nunca he conseguido ser feliz. Escribo para ser feliz”.
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