Hay un término que estuvo de moda a comienzos del milenio pero que ha ido cayendo en desuso en la última década, quizás porque algún colega de oficio de Winston Smith, el malogrado personaje liquidador de palabras orwelliano, siguiendo órdenes del Ministerio de la Postverdad ha decidido hacerlo desaparecer a sabiendas de que faltando el concepto no podríamos rastrear su influencia en la vida diaria. El sintagma en sí es «pensamiento único» y el hecho de no ser pronunciado con asiduidad en los últimos tiempos no es indicativo de que se haya extinguido todo aquello que en su inmediatez es capaz de invocar; muy al contrario, su valor sémico no deja de estar hoy más vigente que nunca a tenor del cúmulo de ocurrencias que nos va regalando nuestra clase dirigente. La última de estas ocasiones nos la ha brindado el ministro de cultura Ernest Urtasun con su particular llamada a «descolonizar» los museos, siempre según las directrices que la vieja Europa ha tenido a bien dictar para que algunos estados puedan practicarse el conveniente lavado de conciencia con el jabón de lo políticamente correcto y la toalla para el secado tenazmente tejida con el hilo de esparto de ciertas agrupaciones y organizaciones creadas en torno al vocerío recurrente y revanchista de las minorías oprimidas. Movimientos sociales o activistas que me recuerdan en su tono y comportamiento a las vanguardias históricas europeas, siempre dispuestas a atacarlo todo, a ironizar sobre todo, a desmontarlo todo desde el lado más extremo de la sinrazón, pero como ha apuntado Trapiello, sin consentir nunca el más mínimo desliz dentro de sus filas o cualquier ínfimo desquite de un disidente que se les oponga con sus mismas armas.
No faltan, en efecto, países que tienen contraídas deudas patrimoniales históricas con las colonias que un día poseyeron allende los mares, y evidentemente la necesidad de paliar y corregir dichas asimetrías les compete a ellos y sólo a ellos, aunque lo sibilino de la idea que se ha diseñado para radicar las posibles injusticias reside más bien en la pretensión de crear una normativa generalizada para todo el radio de países de la Unión Europea, difuminando así el rastro de un problema que puede conducir a señalar directamente a algunos estados, esos que todos imaginamos, frente al resto, que no tendría que pasar por ese mal trago ya que no poseyeron colonia alguna a la que desagraviar ni expolio artístico que repatriar a su punto de origen. El caso de España reviste especial naturaleza dentro de esta nueva invención de la «neolengua» que es la descolonización: sus posesiones de ultramar no se rigieron como colonias sino como virreinatos, los habitantes de las mismas nunca fueron esclavos sino súbditos de la corona sujetos a los mismos derechos y obligaciones que cualquier ciudadano peninsular y, en última instancia, no hubo un patrimonio artístico trasvasado indiscriminadamente hasta la corte sino más bien todo lo contrario, una exportación de la riqueza artística y cultural hacia las nuevas tierras descubiertas en pos de la educación, la evangelización y la urbanización de las ciudades. Aspecto éste que puede revestir grandes dosis de controversia para aquéllos que piden la restitución de los bienes expoliados, si han de verse en la vertiginosa tarea de devolver el vasto patrimonio científico, documental, artístico y bibliográfico que desde España desembarcó en universidades, palacios, catedrales y organismo eclesiásticos y administrativos de las regiones de ultramar. Caro precio a pagar en comparación, por ejemplo, con los fondos del Museo de América de Madrid, hoy en el punto de mira de estos justicieros de las culturas prehispánicas, desconocedores de que sus colecciones se formaron mayoritariamente en viajes y expediciones científicas —como las de Malaespina en 1789-94 o Martínez Compañón en 1788—, a través de compras y adquisiciones propias o con regalos diplomáticos tales como el del controvertido Tesoro de los Quimbayas.
Pero algo más late debajo de esta nueva ley, el sentido de culpabilidad que desde hace tiempo se intenta inocular de forma perenne en la piel de una Europa en la que sus políticos parecen ejercer de cuasijubilados sesteantes mientras nos arrogan la obligación de restituir como europeos del siglo XXI los errores que pudieron haberse cometido en un pasado nada reciente, en ese afán tan «woke» que prima ahora de interpretar la historia según los valores del presente y reescribirla bajo un nuevo prisma, poniendo siempre el haz de luz en la cara ideológica que más convenga. Porque mucho me temo que, al final del camino, lo que se busca no es otra cosa que un nuevo tipo colonización, la patrimonialización ideológica de los museos. Pero puestos a invocar el pasado, recordemos que el museo es un logro de la Ilustración, del tan europeo Siglo de la Luces y, por ende, un símbolo de la razón y la libertad que difícilmente admite terapias de grupo sensibleras, actos de contrición y cargas punitivas a toro pasado.
En cualquier caso, como ya han señalado algunos especialistas, no es fácil delimitar que es una apropiación cultural legítima o ilegítima, con todo el entramado económico y científico que lleva acarreado a sus espaldas, como tampoco lo es situar un tope claro en la línea temporal de la historia para aplicar este tipo de normativas. ¿Hasta dónde remontarse: la Guerra de la Independencia, el descubrimiento del Nuevo Mundo, los visigodos, los romanos, los fenicios, Atapuerca…? De ahí que haya habido cierto intento de recular afirmando que se trata más bien de efectuar algunas intervenciones netamente quirúrgicas o de tipo técnico y no tanto de expedir el grueso de un patrimonio hacia Hispanoamérica, Países Bajos o las Filipinas.
Sí es así, ¿a qué tanto ruido? Claro que hay museos e instituciones con rotulaciones erróneas e incluso, en algún caso, aviesas, pero son los menos y también es cierto que tienden a corregirse por sí mismos y suelen anticiparse a la legislación de turno por mor del rigor científico y la objetividad que priman entre sus técnicos y conservadores, conscientes de que les va la reputación en juego al tener que vérselas con un público que cada vez acude con más frecuencia a sus salas y además lo hace con una mayor cantidad de información procesada y un más alto nivel de exigencia. Si la cuestión es la del propio carácter connotativo y denotativo de las piezas exhibidas en sus muros o vitrinas, conviene hacerse mirar que en museística cada objeto posee una naturaleza universal que lo hace fiel a sí mismo y lo constituye como un microcosmos en el que queda indefectiblemente relacionado con otros objetos, levantando así un contexto cultural concreto que debe permanecer lo más objetivo posible y ser defendido de las relecturas ideológicas, los intereses políticos o las reinterpretaciones culturales que toquen en cada legislatura. Del mismo modo que se le ha de presuponer a ese público cada vez más masivo que acude a los museos y exposiciones, a veces casi en riada, un cierto nivel de preparación y formación previa que no exige retraerse hasta cuestiones del pasado peregrinas o fuera de lugar sólo para dar cumplida satisfacción a los herederos de ciertas culturas, civilizaciones o imperios —heredad en muchos casos bastante discutible hoy día—, que se creen en el derecho de exigir la satisfacción de cuentas pendientes intentando dilatar el tiempo y el espacio a voluntad. Sin embargo, aquí hay que tener en cuenta dos aspectos que se desprenden de los estudios sobre el comportamiento del público realizados en museología y museística. En primer lugar, que quien visita una exposición permanece de 20 a 30 segundos delante de una obra, de los cuales la mitad son invertidos en leer la cartela informativa, limitando así en extremo el poco texto que puede admitir una ficha —apenas un par de párrafos de entre 25 y 75 palabras— y más aún la posibilidad de dar cabida a narraciones superfluas, en tanto los datos técnicos ya casi cubren el total de la explicación. De ahí que, en la mayoría de los casos, los paneles informativos más extensos tiendan a ser obviados por el espectador. En segundo término, el público confiesa visitar estos lugares con un afán primordial de divertimento, de esparcimiento casi festivo, lo cual desmonta la hipótesis esgrimida en algunos momentos por la museística de que deben ser considerados como importantes centros de irradiación pedagógica para la ciudadanía en general. No olvidemos que, como ya advirtió hace una década Mario Vargas Llosa, nos encontramos ante algo que no es sino una ramificación más de la «civilización del espectáculo».
Aún así, no seré yo quien niegue el potencial educacional de los museos y las exposiciones. Muy al contrario, vengo abogando por ello toda mi vida, tanto en mi faceta de docente como en la de crítico de arte, pero siempre bajo la salvaguarda del rigor, la objetividad y la mesura inherentes a cualquier ciencia. Es lógico pensar que todo tiene cabida en estos lugares, desde la asepsia de unos datos netamente técnicos y fríos hasta las miasmas revisionistas de próceres culturales y oenegeinistas vocingleros, pasando por los malcriados y costosos arrojapinturas de nuevo cuño. Ahora bien, un buen museo, un museo que se precie, no reclama ninguno de esos tipos de munición. Un buen espectador tampoco; le basta una sensibilidad algo cultivada para que mente y espíritu queden inmediatamente embargados por las cualidades estéticas de un objeto, el juicio y la atención arrrobados ante el discurso de una obra de arte válida y el pulso detenido por el diálogo silente que con ella puede llegar a entablar. Ese es el todo y esa es la nada que se contienen en un museo. Lo demás…, lo demás poco importa.
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