Después de Franco y de Hitler, le toca el turno a Benito Mussolini, el Duce. La publicación del libro La tentación del Caudillo: Nueve meses que no estremecieron al mundo ha trascendido lo terrenal, y los tres dictadores han reclamado a su autor, Juan Eslava Galán, contar su versión de la historia y, de paso, opinar sobre la actualidad política de nuestro país.
Seis y veinte de la mañana. Me detengo, jadeante, a la altura de la Casa de las Vacas después de hacerme de una sentada los diecisiete kilómetros del circuito de la Casa de Campo. Sin descanso. Solo con una breve interrupción para ceder el paso a un jinete madrugador que se acercaba tocando el tambor del llano y por poco me arrolla, el muy cabrón.
Consulto el medidor adosado a mi brazo. 180 latidos por minuto, mi frecuencia cardíaca máxima (FCmáx). Hora de descansar.
Me siento en un banco del merendero a la sombra de un pino con sus acículas adornadas de capullitos de procesionaria. Saboreo tragos lentos de la botella de bebida isotónica enriquecida con la que restauro mi glucógeno muscular, al tiempo que me aporto proteínas. Abro la fiambrerilla que me ha preparado la parienta. Durante el confinamiento hizo un cursillo dietista por internet. Intenté disuadirla, pero fue inútil. Hoy me tocan torreznos de Soria, un palmo de morcilla chorizada de los Cárcheles y tres chuletas de lomo empanado. El efluvio del ajo se combina con el de las jaras en flor que me rodean, en delicado coupage.
Respiro hondo. Me gusta sentirme en perfecta armonía con la naturaleza. Me gusta saber que la vida crepita en su entorno natural, que se encelan los corzos, que aparecen los perdigones, que copulan los grillos, que florece el lúpulo, que desova la tortuga mora y florecen los nenúfares blancos. Saberme tan en consonancia con la naturaleza me produce… ¡coño, me he sentado encima de un hormiguero!
Cambio de pino.
Aspiro el aire puro, delgado, primaveral. Agradecido con la vida.
De pronto descubro que no estoy solo. Un estornudo equino a mi espalda. En el arroyuelo que discurre entre las cañas, el jinete de chándal negro y botas altas con espuelas que me pasó como una exhalación está abrevando su cabalgadura.
Se vuelve hacia mí, sonriente. Cincuentón, algo fondón, la cabeza afeitada, casi esférica si no fuera por el mentón prominente, que él acentúa levantando el rostro, quizá por agregar un centímetro a sus insatisfactorios 169 centímetros de estatura, lo que arrojaría la cifra, más aceptable, de 170.
Se me acerca con andares cesáreos, el caballo de reata. Se sienta en una mesa vecina. Me observa. Se pone de perfil. Carraspea.
—¿No me reconoce? —pregunta.
Se pone nuevamente de perfil, sacando barbilla.
—¡El Duce! —digo al reconocerlo, e instintivamente me levanto en señal de respeto.
—Siéntate, siéntate —concede con gesto magnánimo.
—Claro —me digo—: “Antes que cante el gallo, Mussolini monta a caballo”. Los balillas de la Gioventù Italiana del Littorio lo cantaban en sus marchas.
—Je, je. No siempre cabalgo —concede—. Otros días practico esgrima, o piloto un avión, o un coche de carreras, o esquío, o patino…
—Ningún deporte le es ajeno, Duce —lo alabo.
—En verdad, ninguno —reconoce—. Y cuando termino me lanzo a la piscina, hago cinco largos, o nueve, me visto, acudo al Palazzo Venezia y fornico con la admiradora de turno.
—Excelencia es un superhombre —reconozco.
—No tanto, no tanto. Tan solo me mantengo en forma —se mira las uñas remachadas, en un gesto displicente—, aunque el famoso cómic de Dick Fulmine se inspira en mí.
—¿Dick Fulmine? —pregunto.
—Bueno, en España lo tradujeron como Juan Centella. El luchador de espaldas anchas y cuello de toro. Nada que ver con esa mariconada de tokusatsu japonés que circula ahora por los interneteses. Yo, amigo Eslava, prohibí en Italia los tebeos de Superman, Batman y todas esas pamemas yanquis. Un verdadero fascista tiene que ser racial, fuerte, fibrado, firme.
—Un fascista musculado, así como usted dice, solo se me ocurre al presidente Aznar —le digo.
—Aznar, a mi lado, un merengue —asegura displicente. Se levanta la camisa (negra, naturalmente) para mostrarme la tableta de chocolate, o más bien el suflé, porque lo que descubre es una panza redonda, morena, peluda.
—Asesta aquí un puñetazo —me ordena.
—Duce, yo…
—¡Que me des un puñetazo, coño! ¡Con todas tus fuerzas!
Se lo propino, con tiento reverencial, sin pasarme. Es verdad que tiene la barriga dura como una piedra.
—Se lo dije a Hitler —sonríe bajándose la camiseta—. Dura como el acero Krupp.
Guarda silencio y me lanza otra mirada cesárea, que francamente impone. Solo le falta el casco plumado de bersagliere con el que aparece en las postales.
—Signore Eslava, he leído sus entrevistas a Franco y a Hitler publicadas en ZENDA, y debo decirle que me han gustado regular. ¡El fascismo lo inventé yo, coño, y estos dos mequetrefes me están ninguneando!
—Eso nadie lo pone en duda, Duce —le reconozco—. Su Excelencia inventó el fascismo.
Hace un gesto de asentimiento, más calmado.
—Es que en estos tiempos revueltos le llaman fascismo a cualquier cosa. Se te atora la llave, y la cerradura es facha; estás en la ducha calentita y de pronto sale el agua fría, y la caldera es facha; llueve a destiempo, y Dios es facha; adelantas a un coche que iba pisando huevos, y además del bocinazo te llaman facha; pierde el caballo favorito en una carrera, y resulta que es facha el animal… «Facha» sirve lo mismo para un roto que para un descosido, y siempre con esa acepción de cosa malvada o carca, cuando el fascismo es lo más avanzado que hay en política… una flecha lanzada hacia el futuro.
—No sé qué decirle, Duce —balbuceo—. Lo veo poco matizado. El futuro…
—El fascismo, amigo mío, no es solo un credo político; es, ante todo, una actitud, un talante, y todo lo demás viene por añadidura. El fascismo se denota porque hay un líder que no deja que nadie le haga sombra dentro del partido, un Duce, un Führer, un Caudillo, un Rais… ¡es el que manda, y al que se le opone lo quita de en medio! Eso es fascismo. En el panorama español, al único que le veo hechuras y torerío facha es al coletas.
—¿Qué dice, Excelencia? —me escandalizo—. Ese muchacho es comunista-leninista asambleario. Ha salido de las bancadas progres de la universidad. ¿Cómo va a ser fascista?
Ríe el Duce de buena gana. Me mira como con lástima.
—¡Ay, amigo mío! Lo que es no saber interpretar las señales. También yo era socialista a la edad de Pablemos, y Hitler empezó de socialista cuando se afilió al Partido Obrero Alemán… Todos hemos sido jóvenes, inexpertos, soñadores.
—En eso lleva razón, Duce.
—Pues claro, ¿quién va a saber más de fascismo que el que lo inventó? A las pruebas me remito. ¿Hay algo más fascista que un escrache? Los escraches unen la intimidación del adversario a su deslegitimación por el pueblo soberano. ¿Quién inventó los escraches? Yo, claro… Observe ahora lo que pasa en España… ¿Quién envía grupitos de agitadores para acciones callejeras espontáneas? ¿Quién pregona soluciones simplistas para problemas complejos? ¿Quién atasca las redes con mantras pegadizos y fáciles de recordar? ¡El fascismo no depende de las ideologías, es una actitud ante la política, un talante ante la vida! Fascismo es el discurso populista que toca la fibra emocional de los desheredados de la sociedad y los damnificados de la LOGSE. Es movilizar a las masas con promesas de tomar el cielo por asalto, es la utilización de fieles para intimidar al contrario. ¿Recuerda usted aquella iniciativa de «Rodea la investidura» en el edificio de las Cortes? Ese día se me saltaron las lágrimas y supe que tenía un continuador. Y luego me lo confirmó con los escraches intimidatorios, justificados como jarabe democrático. ¿No es felicísima la expresión? Fascismo amigo mío, es eso, es ir contra el sistema, contra el despreciable compadreo de los votos, contra la casta, contra todos esos mindundis a los que se les llena la boca de democracia. No nos engañemos: de un modo u otro, todos lo practican, y los que no lo practican lo consienten y lo añoran, pero de todos ellos el de más talante, mi favorito, con diferencia, es Pablemos.
—Permítame que lo dude, Excelencia —le digo—. Me consta que Pablemos es comunista convencido, un firme creyente en la religión marxista, un estudioso de sus escrituras…
—¡Ay, mio caro amico! Del comunismo al fascismo no va más que de Pinto a Valdemoro. Un arroyuelo de nada los separa, que en tiempos de sequía ni se nota. Empiezas tu andadura política en medio del pueblo, en un humilde pisejo de Rivas-Vaciamadrid, y antes que te des cuenta acabas en una dacha de Galapagar, con coche oficial y escolta, casta de la casta. Y sin modificar el discurso, con un par. Tan fulminante ascenso no lo consiguió ni Martín Villa cuando era estudiante y ya tenía coche oficial como delegado del SEU. Empiezas pregonando que un político debe ganar solo tres veces el salario mínimo y acabas silenciando tu portal de transparencia y tapando bocas y arruinando famas. Empiezas arrimado a una chorba que es tu compañera para toda la vida y terminas pasando revista a toda la que se te pone a tiro, como la morena.
—¿Qué morena, Duce? —me asombro—. ¿Es que ahora tiene una morena? Si se refiere a la morita, creo que es agua pasada…
—No me sea ignorante, Eslava. Digo el pez, ¡la morena! El pez carnicero que acecha en su madriguera y salta como una flecha sobre toda presa que se le pone a tiro. Un jefe fascista como dios manda tiene que catar a las colaboradoras.
—¿En la cama, dice Su Excelencia? —pregunto todavía dudoso.
—Donde sea, Eslava. El sitio es lo de menos: un sofá, de pie contra la puerta del despacho, en el cuarto de las pancartas y los vinilos del photocall, el que está detrás del de la fotocopiadora, en el archivo… Lo importante es el dominio, y si la homenajeada es lideresa feminista con militancia de altavoz, más gusto da.
—Creo que exagera, Excelencia. Muchos políticos son abstemios sexuales y se bastan con la erótica del poder.
Carcajada mussoliniana, como si hubiese dicho una gran simpleza.
—La erótica del poder es otro invento demoliberal, amigo Eslava. Es la insulsez del insulso Zapatero cuando, mostrándole a Muñoz Molina la Moncloa, al llegar al salón del gabinete apoyó las manos en el respaldo del sillón presidencial y le confesó: “Este es el sitio más especial del palacio. Cuando te sientas aquí es cuando tocas de verdad el poder”. Y Sonsoles, una mujer tan interesante, desatendida, matando el aburrimiento con gorgoritos zarzueleros, la pobre.
—O sea, su Excelencia cree que la socialdemocracia mengua la libido.
—¡A la vista está! La democracia es blandengue, como decía El Fary. El facha pata negra se distingue porque es el gallo del corral, el único que hace kikiriquí. En España no veo más candidato que Pablemos: radical y revolucionario ante un auditorio, predicador humilde ante el opuesto, ese susurro franciscano con el que expone ideas de pata de banco… ¡ese es mi campeón! Sabe que con el comunismo no se ganan elecciones y se va escurriendo en otros predios, lo mismo que ha ido perdiendo cuadros en las camisas y ya las gasta blancas y respetables como si fuera a First Dates con Patricia Botín. Mi hombre es Pablemos, sí. Hábil de cintura para la maniobra, artero en la vista larga, sabe que para ganar apoyos no es necesario mejorar la vida de nadie, que basta con empeorársela a los que viven desahogados. Al militante de la famélica legión se le compensa con venganza social, como hicieron Lenin, Fidel y Chávez, arruinando a la clase media para integrarla en la obrera. ¡Pablemos es el político más completo que tiene España! ¡Y al que despunte la cabeza se la corta! Lo más importante es siempre asentar la autoridad y castigar al disidente. El buen jefe fascista no permite diversidad de pareceres. Pero sentado eso, lo del fornicio es la piedra de toque.
—Pues el Führer es fascista acreditado, y se conforma con la Braun —replico.
Mussolini se pasa la mano por la calva. Niega con la cabeza. Sonríe como diciendo «este tío no tiene remedio».
—El Führer, así entre nosotros, es un alfeñique hecho de pasta flora. No sé qué le hará a la Eva Braun. La tía está hermosota, como para darle un buen repaso frontal y luego ponerla mirando a La Meca, pero para mí que no la tiene contenta. ¿Usted está casado?
—Casadísimo, Duce —afirmo, contundente.
—Ya sabe usted que a las esposas hay que tenerlas atendidas… Un huerto sin regar se convierte en un erial: solo da espinas, cardos borriqueros, disgustos… Se vuelven respondonas, suegrean.
—¡Lo que usted no sepa, Duce…!
—Pero un hombre entero, un verdadero jefe facha, no tiene bastante con una, sino que florea lo que se le pone a tiro, como hacían Felipe o Juan Carlos, o como hace mi campeón, el macho varas de Jodemos.
—»Podemos», Duce, es «Podemos» —lo corrijo—. Y quizá pronto sea «Podemas», en femenino. Pecadillos de la carne… —los disculpo.
—Me encanta —reconoce el Duce—. Es un cañón giratorio, un gourmet en lo suyo, con ese toquecillo sadomaso de soñar con una sesión de bondage y mazmorra BDSM con Mariló Montero, un sueño cargado de erotismo, zas a la jaca, hasta que le sangre la grupa… ¡No gasta mal ojo el perillán! Mariló, una de las mujeres más interesantes del panorama español.
—Yo creo que eso lo dijo en uno de esos momentos tontos que todos tenemos —lo disculpo—. Estaba en el confesonario con Monedero, el profundo ideólogo y rematado estilista, y se dejó ir. Esos despistes hay que perdonarlos. ¿Quién no ha largado de más en la confianza de la amistad?
Prolongamos la conversación una hora más, quizá dos, hasta que el teléfono móvil del Duce sueña con insistencia.
—Disculpa —me dice—. La llamada diaria. Uno tiene obligaciones…
Lo atiende.
—¡Nicolás, amigo! ¿Cómo te va? ¿Mucho virus en Venezuela, o solo te palman de hambre? ¿Un consejo? Todos los que quieras, amigo mío. ¡Qué me cuentas! ¿Pero no estaba en los Emiratos Árabes?… ¿Asilo político, dices? ¿Ya olvidó lo de mandarle callar al bueno de Chávez en la Cumbre Iberoamericana?… ¿Que ya Hugo lo perdonó? ¡Pues dáselo, coño, cédele el palacio de San Carlos y échate las bolas al hombro!
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