Hace tiempo que sé que rondan por mi casa. Años, cuando no lustros de traerlos detrás, husmeando en mis costumbres, me han ido convenciendo de la inutilidad de sacarles la vuelta. Creí por mucho tiempo que eran inofensivos, hasta que vi sus huellas multiplicarse y advertí que venían pisándome la sombra. La diferencia es que ellos no tienen cuerpo, pero sus ojos pueden ver a profundidad todo cuanto podría serles productivo, empezando por mi vida privada. Aun en reclusión, apartado del mundo, me persigue esta misma pandilla de soplones, y detrás de ellos una legión de mercachifles. A ver, pues, ¿dónde diablos tendría que esconderme para vivir a salvo de los algoritmos?
Los algoritmos se parecen a ese príncipe azul que se anticipa a todos tus deseos, y mientras te preguntas cuál será su secreto él registra tu bolso, roba tus contraseñas e interroga en secreto hasta a tus enemigos para saberlo todo sobre ti. Infortunadamente no es posible llevar al algoritmo a un hospital psiquiátrico, ni hay terapia de litio que pudiera ayudarle. Cree uno que lo que hace en la privacidad de su teléfono, su tableta o su computadora pertenece a su cofre de secretos, pero si se tratara de aclarar qué es de quién, me temo que el teléfono sería más dueño mío que yo suyo, y lo mismo se extiende al resto de los aparatos que para colmo son mi ventana al mundo. Y de nuevo, soy su ventana al mío.
Entiendo que no todos son iguales. Habrá seguramente muchos algoritmos de altos ideales y buenos sentimientos cuyas diarias labores nada tienen que ver con el espionaje, pero a ratos me huelo que están todos de acuerdo. Si una noche me da por derrochar unos pocos minutos en acudir a cierta página web y ver unos zapatos que de cualquier manera no pienso comprar, en los días que vengan seré objeto de un bombardeo brutal, destinado a orillarme a poseer esos pinches zapatos que al final ni me gustan. Y después otros, y otros, y otros, parece que el espía digital se ha enterado de que vivo descalzo. Ya sea en los periódicos en línea, motores de búsqueda, canales de video o mi propio buzón, los malditos zapatos habrán de perseguirme hasta que me interese en otra mercancía y comience una nueva pesadilla, como un Space Invaders a perpetuidad.
En los últimos días me persiguen ofertas de croquetas para perro. Es como un vendedor que decide escoltarte por toda la tienda, luego en la calle y al final en tu casa, sólo que a éste no puedes ponerlo en su lugar, por más fosas que caves en el jardín. ¿Y qué decir de las extrañas conclusiones que extrae el algoritmo musical cada vez que te atrapa satisfaciendo tentaciones eclécticas? ¿Quién le ha dicho a ese imbécil, por ejemplo, que sólo por oír una vieja cachondería de Lolita tendría que soplarme a José Luis Perales? Peor tantito, ¿qué va a pensar de mí?
Soy de los que aún piensan que sólo las ventanas de hornos y calabozos deberían servir para mirar de afuera hacia adentro, pero temo que el mundo corre en otro sentido. Tendría que ser muy cándido para creerme que ahora estamos tú y yo solos, Cuarentenario amigo. Déjalos. Son escoria informática. Ni los mires, que no se lo merecen.
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