William Stuart Baring-Gould, uno de los más aplicados estudiosos de Sherlock Holmes, en Sherlock Holmes de Baker Street (1962), novela con trazas de biografía —por apócrifa doblemente ficticia— del autodenominado “detective consultor”, sostiene que este maestro de la observación y la deducción nació el seis de enero de 1854 en Yorkshire. Es decir, el mismo año en que —ya el 25 de octubre— tuvo lugar, a catorce kilómetros de una sitiada Sebastopol, “el episodio más heroico de la historia militar británica”. Sus protagonistas fueron 670 jinetes, combatientes en la guerra de Crimea, mandados por lord Cardigan en la batalla de Balaclava. En una acción suicida, cargaron contra una guarnición rusa fuertemente armada. En efecto, aquella fue la famosa carga de la Brigada Ligera.
Aún estudiante de medicina, el joven Arthur comenzó a escribir historias a la vez que publicaba sus primeros artículos científicos en la British Medical Journal. Hablamos del año 1879, para entonces, el escritor ya había trabado amistad con otro grande de las letras en la lengua de Shakespeare: James M. Barrie. También oriundo de Escocia, el padre putativo (creador) de otro personaje literario con universo propio —Peter Pan, el muchacho que se negó a crecer, el paladín de los Niños Perdidos en el país de Nunca Jamás— fue el primer colega, y, sin embargo, amigo, del padre putativo de Sherlock Holmes. Y, ya puestos a hablar de la carga de la Brigada Ligera, con los años (1894), Doyle enseñaría a jugar al golf a Rudyard Kipling, quien encontró inspiración para uno de sus textos más controvertidos —El último de la Brigada Ligera (1891)— en aquellos jinetes de Balaclava.
Bien es cierto que este antiguo médico que fue el doctor Doyle a bordo de diversas embarcaciones, una vez se asentó en tierra firme, apenas ejerció: abrió consulta como oftalmólogo en el Londres de 1907 y, según confesión propia, no recibió a ningún paciente. Nuestro oculista no fue uno de esos autores que se confunden con su personaje, como pueda ser el caso de Dashiell Hammett quien, antes de crear al Agente de la Continental, fue él mismo investigador de la agencia Pinkerton.
Sin embargo, es igualmente verdadero que la relación de Sherlock con Irene Adler, su debilidad ante las damas que responden al nombre de Violet, su antagonismo con el profesor Moriarty, la gorra deerstalker, el motivo por el que nunca investigó los crímenes de Jack el Destripador —su contemporáneo— o la mala memoria de Watson para las fechas… Resumiendo, todo lo concerniente al universo del detective consultor, nació un día como hoy.
Y puede decirse que ese día como hoy de hace 165 años, cuando abrió los ojos a la vida un pequeño escocés, católico como hijo de irlandeses que era, y llamado a ser una de las glorias de la literatura en lengua inglesa, así como una de las cimas de la literatura detectivesca universal, fue un momento estelar de la humanidad. Lo fue porque, desde las primeras ediciones de El perro de los Baskerville (1901-1902), la pieza que elevó a los altares de la ficción detectivesca al de Baker Street y a su creador, los 56 relatos cortos, y las cuatro novelas, que dan noticia de las investigaciones del detective consultor, legiones de los más variados lectores del mundo entero vienen dando cuenta de todas esas páginas con auténtica avidez.
Tanto ha sido así que, en cierta medida, han eclipsado el resto de su obra. El mismo Doyle se manifestaba en estos términos llegado el momento del recuento final de su bibliografía ajena al de Baker Street: “Entre veinte y treinta obras de ficción, libros de historia sobre dos guerras, varios títulos de ciencia paranormal, tres de viajes, uno sobre literatura, varias obras de teatro, dos libros de criminología, dos libelos políticos, tres poemarios, un libro sobre la infancia y una autobiografía”.
Dejando a Holmes a un lado, habrá que recordar a ese gran autor de ciencia ficción que también fue Doyle merced a la serie de novelas protagonizadas por el profesor George Edward Challenger. Una de ellas, El mundo perdido (1927), ha tenido mucho que ver con esa dinomanía, con ese afán jurásico que, también desde sus primeras ediciones, ha venido llamando la atención del Respetable por las criaturas prehistóricas. Y, con todo lo racional que se nos presenta Holmes en sus deducciones elementales, habrá que recordar, también, al Doyle interesado por el esoterismo y los temas ocultos. Creyó firmemente en las hadas de Cottingley y su gran amor fue una médium Jean Elizabeth Leckie, a la que desposó en 1907, tras enviudar un año antes de Louise Hawkins, su primera mujer.
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