Otro once de mayo, el de 1927, hace hoy noventa y cinco años, Louis B. Mayer ha ordenado que su mesa sea puesta en el salón de baile de cristal del hotel Biltmore de Los Ángeles, sito en el 506 de la South Grand Avenue, frente a Pershing Square. Se trata del hotel más grande al oeste de Chicago y Mayer ha alquilado por unas horas su salón más ostentoso para agasajar con un banquete a sus colegas más destacados.
Y, naturalmente, no faltan realizadores prestos a dar cuenta del festín. Si su talento no fuera indispensable, por encima del de todos los demás, en 1919, durante el rodaje de Macho y hembra, Gloria Swanson hubiera cambiado a Cecil B. DeMille por un espejo que le susurrase sobre su hermosura, tal era el caso del de la Reina Malvada, madrastra de Blancanieves. Sin embargo, en este almuerzo de Mayer puede distinguirse a Cecil B. DeMille —miss Swanson ni está ni se la espera— entre quienes han de alcanzar un mayor relieve en la historia del cine. Charla animadamente con Fred Niblo y Raoul Walsh, que aún tiene los dos ojos. Este último, realizador de El ladrón de Bagdad (1924), perderá el derecho en 1929, cuando un conejo se estrelle contra el parabrisas de su coche mientras localiza exteriores, convirtiéndole en uno de los tres grandes tuertos del Hollywood clásico: John Ford y Fritz Lang —quien llegará con la diáspora alemana— serán sus pares en la visión mermada, no así el talento. De momento, con los dos ojos en perfectas condiciones, incluso se dice que ha sido Walsh quien ha rodado a Slats —el león que ya es el símbolo de la Metro Goldwyn Mayer— mostrando sus fauces amenazantes. Aunque, eso sí, su rugido todavía no ha podido escucharse.
El cine sonoro ya es una realidad, El cantor de jazz (Alan Crosland, 1927), la película que habrá de inaugurarlo oficialmente, no llegará a la cartelera hasta el cuatro de febrero del año que viene. Pero ya está rodada, y para los hermanos Warner, sus productores, ha sido un verdadero placer poder organizar pases privados para los allí presentes. Porque lo que les ha unido a todos ellos, a esas treinta y seis personas en total, ha sido el afán de estimular y amparar la investigación técnica y artística sobre la pantalla; sin olvidar, por supuesto, los intereses meramente económicos.
Aún no saben que el cine está llamado a ser la manifestación cultural más importante del amado siglo XX, la pantalla aún es un arte sin numerar. Pero ya entonces, con anterioridad incluso a que este de las luces y las sombras sea numerado como el séptimo, los hoy reunidos en torno a la mesa de Mayer saben que la pantalla tiene su propio lenguaje. Aquellos, que veinticinco años atrás se limitaban a colocar su tomavistas y rodar a los actores mientras evolucionaban delante del objetivo, como si éste fuera la cuarta pared de un teatro, ni siquiera merecen el nombre de cineastas. Algunos de los que se disponen a almorzar han contribuido de forma determinante a la codificación del lenguaje cinematográfico. Por eso pueden y deben, ya a los postres, llegar a los últimos acuerdos para la puesta en marcha de una academia que vele por el canon.
La iniciativa partió de Mayer, quien ya el pasado once de enero invitó a los treinta y seis fundadores a un primer banquete. Aquel fue en el hotel Ambassador. Entonces se trataba de poner en marcha un instrumento que velase en los conflictos laborales sin los sindicatos, de los que todo Hollywood, en bloque, desconfía tanto como de las actrices, que además de europeas son mujeres independientes —especialmente las escandinavas— a las que contrata con mucho tiento para interpretar a pérfidas vampiresas. La Academia también surge para mejorar la imagen del cine de cara al público. La gente, los espectadores, comienzan a estar al corriente de las disipaciones de la alegre colonia de Hollywood.
Y ya puestos a mejorar la imagen de quienes hacen el cine, ¿por qué no mejorar las películas? Esa ha sido la idea que ha vuelto a reunir un día como hoy a los treinta y seis fundadores de la Academia Internacional de Ciencias y Artes Cinematográficas, que aún se llamaba en las primeras reuniones de sus creadores. Cuando hoy sea constituida oficialmente, el internacionalismo será suprimido: demasiadas connotaciones proletarias para una industria que, desde sus comienzos, tiene uno de sus principales objetivos en vender encanto a los espectadores que, al acabar la proyección, vuelven a sus miserias cotidianas.
Así pues, la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de Hollywood queda constituida tal día como hoy con el mismo nombre por el que aún se la conoce. Por el momento, nadie ha dicho nada de premios a la excelencia en los distintos empleos de la industria. Pero se observa que un director artístico, Cedric Gibbons, esboza una estatuilla en la servilleta. Dos años después, cuando el ahora mero boceto cobre forma, la actriz Margaret Herrick dirá que le recuerda a su tío Oscar y pondrá el nombre al más preciado galardón entre técnicos y actores. El primero, con carácter retroactivo porque la cinta es de este año 27, distinguirá Alas, un drama en los cielos de la Gran Guerra debido a William Wellman.
Para entonces, el cine estará abandonando la imagen silente sin haber llegado a experimentar con ella hasta sus últimas consecuencias. Charles Chaplin y René Clair, entre otros muchos, se mostrarán desolados. Será inevitable: la vida es sonora, y el cine es una sublimación de la vida. Pero para que el cine sea parlante, el tomavistas se verá supeditado al micrófono. Habrá que blindarlos para amortiguar el ruido de su motor y perderá la prodigiosa movilidad alcanzada a finales del silente, cuando algunas cintas —El último (F. W. Murnau, 1934)— eran tan visuales que ni siquiera precisaban rótulos explicativos entre sus planos.
Cinco años después, en el 32, la Academia habrá comprendido que su misión no consiste en sustituir a los sindicatos. Y como el parlante se impondrá al glorioso silente, que vio nacer al lenguaje cinematográfico, salvo las honrosas excepciones, la comercialidad se impondrá a la excelencia en el reparto de estatuillas. Así se escribe la historia.
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