Cabe suponer que los propietarios de la pastelería de la plaza principal de Illiers-Combray —población francesa, literaria como pocas, de la región Centro-Valle del Loira—, donde gusta imaginar que adquiría sus famosas magdalenas la familia Proust, hoy tendrán un buen volumen de ventas. Bien es cierto que Marcel nació en París el 10 de julio de 1871, hace por tanto 153 años. Pero el autor cuyos recuerdos habrían de inspirar un ciclo narrativo que constituye una de las cimas de la literatura universal, siempre que cita un lugar, un sabor, un personaje, parece invitar a sus lectores a buscar el modelo de su inspiración, quién o qué fue en el tiempo perdido.
Pero antes del mundo de los Guermantes, sus salones aristocráticos y la encrucijada que los llevó del siglo XIX al XX, fue el mundo de Swann, el distinguido vecino de las estancias en Combray, que tenía al pequeño Marcel, tímido y enfermizo, maravillado.
El escritor no nació en Illiers. Vio la luz por primera vez en el número 96 de la calle La Fontaine, residencia parisina de su tío Louis Weil. Su madre había abandonado el 9 del bulevar Malesherbes —domicilio habitual de los Proust— buscando refugio en casa de su hermano en el barrio de Auteuil —entonces, casi a las afueras de París, en las inmediaciones del Bois de Boulogne, hoy su distrito XVI—, huyendo de los desórdenes de La Comuna. Apenas hacía unas semanas —el último mes de mayo— los infames versalleses pasaron por las armas a los últimos comuneros en el cementerio de Père-Lachaise.
Proust nace para un mundo mucho más apacible que el París de la última primavera. Auteuil, junto al Bois de Boulogne —el polen de cuyos árboles temerá por su asma—, además de Cabourg y en Trouville —ya en Normandía— serán el modelo de Balbec, la imaginaria ciudad de vacaciones de la costa normanda.
Pero todo ese juego de trasuntos arranca en Illiers, que el pequeño Marcel no visitará por primera vez hasta la primavera de 1872. Enfermizo hasta el punto de que su padre —el eminente epidemiólogo Adrian Proust—, duda de que le viva, llamará a Illiers, Combray, y hará de dicho lugar, no la fuente de los orígenes, el paraíso perdido.
Un siglo después, ante la gran afluencia de buscadores de las huellas del tiempo perdido que acuden a visitarlo, las autoridades territoriales francesas deciden llamar a Illiers, Illiers-Combray, como lo refiere Marcel Proust en sus páginas. De modo que, aunque el escritor no nació allí, sí podemos decir que nace allí su ciclo, paradigma, no solo de la creación artística y literaria del siglo XX, también de una buena parte de su pensamiento.
Y es allí, en la página 60 de la célebre traducción de Por el camino de Swann (1913) debida a Pedro Salinas —que Alianza Editorial aún comercializaba en 1979, en una de aquellas ediciones de El Libro de Bolsillo tan entrañables como mal encuadernadas—, donde Proust escribe: “Hacía muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas (…), me llevé a los labios una cucharada de té, en el que había echado un trozo de magdalena”…
Aquel sabor, además de devolverle al de las magdalenas de Combray —el recuerdo que le reconfortó en horas de desaliento—, es uno de los pasajes más conocidos de la Recherche —que la llaman los eruditos—. De hecho, es el que nos descubre todo el procedimiento de la búsqueda. Incluso ha dado nombre a un procedimiento de la memoria, merced al cual un sabor o u olor nos devuelven un recuerdo.
El viaje a la Normandía de Marcel Proust es el viaje literario por excelencia. Yendo a ella desde París, Illiers-Combray es la primera localidad que sorprende al viajero y le sorprende porque se diría que todo sigue tal y como el escritor lo dejara. El campanario de la iglesia de Saint-Jacques hará evocar al turista el de Saint-Hilaire, que el escritor reconocía desde muy lejos, antes de llegar al pueblo.
Una vez en la villa, pese a que el desembarco aliado en Normandía durante la Segunda Guerra Mundial causó estragos en el epicentro de la cosmología del novelista, en la plaza de Lemoine, aún puede visitarse la casa de la tía Léonie. Es más, incluso puede entrarse en ella por la cancela por donde lo hacía Swann. El jardín ornamental, creado por el tío del escritor, Jules Amiot —la finca de Swann en la novela— también aguarda al visitante con sus templetes, sus palmeras enanas, su gruta artificial y sus insólitos palomares.
La costa de Balbec se extiende desde Deauville hasta Luc-sur-mer. El recorrido de un sugerente ferrocarril discurre en paralelo a ella. Los nombres de las estaciones que el tren va dejando atrás, le resultarán familiares al lector viajero: Marie-Antoinette, Saint Vaast, Gonneville, Riva Bella, son pueblos que aparecen en las páginas de En busca del tiempo perdido y que aquí se ofrecen al visitante. Merece especial atención el Gran Hotel de Cabourg, el Gran Hotel de Balbec en A la sombra de las muchachas en flor (1919) y en Sodoma y Gomorra (1922-1923). Será en él donde el escritor recibirá la llamada telefónica que le anuncia que la abuela está a punto de caer. Actualmente, todo lo reformado que cabe suponer al cabo de casi cien años, el establecimiento sigue en pie para deleite de cuantos quieran pasar allí unos días.
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