Cornell Woolrich, quien, ya firmando con su nombre, ya con su seudónimo más frecuente —William Irish— escribió relatos criminales que inspiraron cintas de culto a Alfred Hitchcock —La ventana indiscreta (1954)— o al gran François Truffaut —La novia vestía de negro (1968), La sirena del Mississippi (1970)—, pasó a mejor vida el 25 de septiembre de 1968. Dos años después, Erich Maria Remarque —heraldo de toda esa literatura pacifista que sucedió a la Gran Guerra con la publicación de su primera novela, Sin novedad en el frente (1929)— alcanzaba la paz eterna también el 25 de septiembre. Y en el 72, en la misma fecha, Alejandra Pizarnik, abrumada por sus pesares, se quitaba la vida. Con ella se iba una de las grandes voces de la lírica argentina de su tiempo. Basándose en un estudio de Valentine Penrose de 1962 —La condesa sangrienta— concibió la mejor ficción que haya inspirado Erzsébet Báthory, la alimaña de Ecsed.
Nacido para alumbrar la cumbre de la novela gótica en los mismos días en que aún se conservaba un recuerdo nítido de las obras de Ann Radcliffe, Matthew G. Lewis o William Beckford, bien podemos decir que con Maturin nació la última sombra del Siglo de las Luces. En efecto, todo el auge del racionalismo que trajo la Ilustración tuvo su contrapunto en el onirismo —el sueño de la razón—, las oscuridades y los tenebrismos de la novela gótica. Y ésta tuvo en Melmoth el errabundo (1820), la obra cumbre de Maturin, la última —y acaso la mejor— novela del canon.
De vida breve, el escritor se sumió definitivamente en las sombras y entre los espectros en 1824, con tan solo 42 años. Un siglo después, Lovecraft, con el acierto que caracteriza casi todos sus juicios, referidos a cuantos le precedieron en el cultivo de la ficción concerniente a las sombras, apuntó en El horror en la Literatura (1925-1927): «fue el último y más grande de los góticos». Tras Maturin, el género no hizo sino iniciar un vertiginoso descenso que sólo remontaría con Poe. Admirado igualmente por los grandes románticos ingleses —Walter Scott y Byron fueron sus padrinos—, el gran Maturin murió pobre y arruinado. Aumentando así, si cabe, su grandeza.
Fue el padre de la última sombra del Siglo de las Luces un funcionario estatal cuya familia, de origen francés y hugonote, halló refugio en la capital irlandesa durante las guerras de religión que asolaron Francia en el siglo XVI. Educado en el Trinity College de su ciudad natal —cuyas aulas, cincuenta años después, acogerían a Bram Stoker— Maturin obtuvo el título de bachiller en artes en 1800.
Casado con Henriette Kingsbury en 1802, el matrimonio le impidió continuar los estudios, yéndose a ordenar ministro de la Iglesia de Irlanda en 1803. Su primer destino fue el de coadjutor en Longhrea, cargo que con posterioridad desempeñaría en la iglesia de Saint Peter de Dublín. Aquellos primeros años de matrimonio habrían de ser los últimos en que disfrutó de cierta estabilidad económica. Mucho era el tiempo libre de que disponía y lo empleaba en la que, junto con las mujeres, habría de ser su gran afición: la lectura.
Fruto de aquella pasión por las literaturas clásicas, sus favoritas, según se desprende de la relación de títulos que nos propone uno de los personajes de The Wilde Irish Boy (1808), nace su primera novela, La venganza fatal o la familia de Montorio, que da a la estampa en 1807 con el seudónimo de Dennis Jasper Murphy. El mismísimo Walter Scott no escatimará elogios al texto en la reseña que le dedica en la Quarterly Review. Tanto es el entusiasmo que Maturin despierta en el autor de Ivanhoe (1820) que viene a ratificar lo ya sabido: la narrativa romántica es gótica por excelencia.
Tras la muerte de su padre en 1809, perdida con su progenitor la renta que éste le dispensó, Maturin sabrá de esas estrecheces económicas, tan habituales en el muy noble —y a menudo improductivo— oficio de las letras. Ante este panorama se empleará como profesor particular. Pero las lecciones que imparte a domicilio a sus pupilos no tardarán en dar paso a una dedicación plena a la literatura. Tras una nueva novela —The Milesian Chief (1811)— aparecida con su seudónimo habitual, decide renunciar al nombre de pluma y escribe a Scott para ponerle al corriente de su verdadera identidad.
Entre los dos escritores no tardará en surgir una amistad que se mantendrá hasta la muerte del que nos ocupa. Por mediación directa de Scott y con el asesoramiento de Byron, Maturin estrena en 1816, en el New Theatre Royal de Londres, su drama Bertram o el castillo de San Aldobrand. Pero el aplauso que nuestro escritor recibe como autor dramático será breve. Sus siguientes piezas para la escena —Manuel (1817) y Fredolfo (1819)—, al igual que una nueva novela —Women (1818)— constituirán sonados fracasos.
Cuando todo el mundo parecía dar por terminada la carrera literaria de ese disoluto y extravagante clérigo que Maturin fue durante toda su vida, el escritor alumbra su obra maestra, Melmoth el errabundo. En sus páginas se nos refiere el dilatado periplo de John Melmoth a lo largo de dos siglos de inmortalidad. El clásico tema del pacto diabólico alcanza aquí una de sus cotas más altas.
Melmoth —para Balzac a la altura del Fausto (1808) de Goethe— en el terreno sobrenatural es una síntesis de Mefistófeles y el vampiro. En lo que a sus formas terrenas y a su libertinaje se refiere, se encuentra próximo al dandi byroniano. Aburrido por la vida eterna, que elimina el azar, Melmoth viaja de los siniestros manicomios ingleses, tan escalofriantes como Bedlam, a la España de la Inquisición. Le mueve el deseo de traspasar su triste destino a otro desdichado tan ambicioso como antaño lo fuera él.
Balzac, empero su realismo, retomó la figura de Melmoth en La piel de zapa (1831). Si bien aquí es una mera referencia al personaje de Maturin, a quien el francés compara con el Rafael de Valentín que protagoniza su pieza, también obligado por un terrible pacto con el Maligno, ya en Melmoth reconciliado (1835) redime al personaje de Maturin, quien consigue traspasar su maldición a Castanier, el cajero que se ha apropiado indebidamente de ciertos fondos.
Otro realista, admirador confeso de Maturin, fue William Makepeace Thackeray, así como el pintor y literato inglés Dante Gabriel Rossetti, tanto en su faceta realista como en la fantástica. Y por supuesto, los grandes alucinados de la historia de la literatura, Charles Baudelaire y Edgar Allan Poe. Ahora bien, ninguno de ellos llegó tan lejos como Oscar Wilde. En su exilio parisino, el antiguo recluso de la cárcel de Reading se hacía llamar Sebastian Melmoth en homenaje a Maturin.
Tamaño honor no le hubiera servido de mucho a nuestro singular religioso. El clérigo que habría de legarnos el más bello pacto con el Diablo que ha dado la literatura universal, entre otros horrores igualmente excelsos, murió en la pobreza, como tantos de los más grandes de la historia de la literatura. La última sombra del Siglo de las Luces entregó su alma a la pena eterna, de la que nunca se vuelve, el 30 de octubre de 1824. Así se escribe la historia.
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