Recuérdese aquella observación de Harry Lime (Orson Welles) en la noria de la Viena de El tercer hombre (Carol Reed, 1949): “En la Italia de los Borgia, hubo mucho terror, guerras y matanzas; pero también fue la época de Miguel Ángel, de Leonardo da Vinci y del Renacimiento. En Suiza hubo quinientos años de amor, de democracia y de paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!”.
El más dotado de los cinco hermanos Médici lo fue de la república de Florencia en el tramo final de su esplendor y su magnificencia. Con su muerte en 1492 tocó a su fin aquella edad prodigiosa de la ciudad estado. Pero como en los momentos oscuros la creación artística florece, Lorenzo el Magnífico también es considerado el Padrino del Renacimiento. Dicen sus biógrafos más entusiastas que su mecenazgo alcanzó tales proporciones que solía enviar embajadas artísticas, con los creadores florentinos más destacados, a diversas cortes europeas. Se dice que en su Jardín de la escultura —el Jardín de San Marcos, entre las actuales Via Cavour y Via San Gallo— intentó recuperar la segunda de las artes mayores, práctica casi extinguida en la Florencia de su tiempo. Fue allí donde Miguel Ángel comenzó a interesarse por la tercera dimensión —ya se había hecho notar como dibujante prodigioso y pintor en el estudio de Domenico Ghirlandaio—; allí, en el Jardín de la escultura, descubrió con entusiasmo las piezas antiguas allí expuestas.
En aquel tiempo se alojaba en el Palacio de la Via Longa, también a expensas de Médici. Y será en esa residencia donde el futuro punto de inflexión entre el arte renacentista y el barroco —que podría ser otra de las formas con las que definir la inmensidad de Miguel Ángel—, entró en contacto con los humanistas que el Magnífico acogía en su casa. Se dice que fue entonces cuando descubrió a Platón, cuyo pensamiento habría de marcar de forma indeleble toda su existencia.
Todo eso será entre los trece y los 21 años del recién nacido de hoy, quien rayará tan alto en la historia de la humanidad que su venida al mundo marca uno de los momentos estelares de la especie.
Muerto Lorenzo de Médici, Miguel Ángel va en busca de su destino, que comienza en Bolonia, donde se familiarizará con el arte de Jacopo della Quercia. De vuelta a Florencia en 1495, ya no frecuenta —al menos no como antes— ni los palacios ni los jardines de los Médici. El nuevo interés del artista se encuentra en las noches del depósito de cadáveres. Al caer las sombras, el grande entre los grandes del Renacimiento parecerá un vulgar ladrón de cuerpos. Pero el artista cuya obra habría de proyectar su espíritu a través de todo un siglo no arrambla con los muertos. Peor aún: se aplica en disecciones con el objeto de descubrir cómo los músculos moldean el cuerpo humano.
Doce meses después, en 1946, “Michel Angelo, scultiore fiorentino”, que firmaba sus trabajos, trabaja en los altares. Instalado en la Ciudad Eterna, el Vaticano le encarga su famosa Pietà. El David se le encomienda durante un regreso a Florencia. Sabemos, por su correspondencia llegada hasta nosotros, que era un hombre de trato difícil. Ejercía de genio y hasta el papa le tenía miedo, comenta su amigo Sebastián del Piombo. Aunque también se nos dice que él mismo fue víctima de la vanidad de los pontífices, inconstantes en sus encargos, pero deseosos de exprimir su genio.
Al cabo de los siglos, el tormento de Miguel Ángel simboliza todo ese terror, esas guerras y esas matanzas, esa historia tumultuosa, pareja a la creación artística del Renacimiento.
Julio II será el papa con el que tendrá sus mayores enfrentamientos, pero también será quien en 1505 le encargará una fastuosa tumba. Tanto que sólo tendrá tiempo de acabar el Moisés y los esclavos. Protestaba por no ser más que un escultor mientras realizaba como un arquitecto genial las obras de la Basílica de San Pedro. Y también se quejaba diciendo que no era pintor, pero demostraba lo contrario —y de qué manera— pintando la Capilla Sixtina. A la sazón, simultáneamente, Rafael pintaba las habitaciones de Julio II.
Miguel Ángel vivió mucho. Los últimos 30 años trabajando en Roma, donde subió a la gloria de Dios en 1564 dejando escrita la Historia.
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