Otro 10 de enero, el de 1929, hace hoy 95 años, la humanidad, más que a uno de sus momentos estelares —que también—, asiste a una auténtica epifanía. Es frecuente que la Historia haga pasar sus hitos por algo cotidiano, y hoy, que el mejor periodista del mundo se pone en marcha, nace una leyenda del siglo XX como si tal cosa fuera lo más normal.
Desde que se le recuerda, la ética del escultismo ha sido el código de honor del historietista. Católico practicante desde que abandonó la escuela laica de su enseñanza primaria y los Boys Scouts de Bélgica —también aconfesionales, como las primeras aulas en las que se formó—, Hergé tiene en Vallez a un auténtico director espiritual. El artista y su mentor, como los católicos del mundo entero, tienen verdadero pánico ante el comunismo doce años después de su implantación en la URSS. Saben que es igual de abominable que el zarismo: sus prisiones y sus torturas son las mismas, su llamada dictadura del proletariado no es sino la dictadura de los miserables, y el traído y llevado asalto de los cielos de los comunistas pasa por el exterminio físico de toda la burguesía.
Desde que, en 1848, Marx y Engels anunciaron en la primera frase de El manifiesto del partido comunista que el fantasma del comunismo recorría Europa, los burgueses esperaban que fueran a por ellos. En la Unión Soviética —Hergé no quiere ni decir el nombre de la supuesta patria de la famélica legión— han empezado a cambiar el curso de la historia con un baño de sangre que sobrepasa con creces el periodo del Terror de la Revolución Francesa. Tintín parte hacia Moscú con el firme propósito de contar a sus lectores todas las atrocidades de los soviéticos. Ya en la séptima viñeta, la última de la primera entrega —la publicación de la primera aventura de Tintín se prolongará en las páginas de Le Vingtième Siècle hasta el ocho de mayo de 1930—, un agente de la OGPU —la antigua checa, la temida policía política soviética, cuyas crueldades darán nombre a los centros de detención y tortura comunistas en medio mundo— coloca un artefacto en el tren y, ante la policía de Berlín, acusa al reportero de ser el responsable por que es “un pequeño burgués sucio”.
Aunque este Tintín temprano aún está muy lejos de ser ese heraldo de la línea clara que será —el dibujo de Hergé es sumamente rudimentario— y el personaje, en sí, está tan en ciernes que su célebre tupé aún luce en el sentido contrario. Será al final de la séptima entrega, huyendo de la policía alemana, que le persigue a consecuencia de las falsas acusaciones que los soviéticos han vertido contra él, cuando el tupé de Tintín adquiera la forma característica, esto es: de delante hacia atrás. Incluso antes de su rasgo más representativo, el reportero de Le petit… ya se muestra infatigable. Será aquí donde únicamente le veremos escribir, presto a denunciar lo que sus nuevos amos han hecho de Moscú. Manda sus crónicas manuscritas con estilográfica y toda la barbarie que ha traído la revolución, que, por supuesto no ha saciado el hambre de la famélica legión, requiere auténticas pilas de folios.
Cuando pasen los años y con los rigores de la posguerra falten tintas para las viñetas, durante la publicación seriada de El templo del Sol (1946), ya dentro de la revista Tintín, Hergé acompañará esas estampas reducidas de unas crónicas del mejor periodista del mundo, publicadas bajo el epígrafe de ¿Quiénes eran los incas? En ellas dará noticia de la historia de aquel pueblo precolombino. Para entonces, como la mayor parte de la burguesía católica tras la guerra, Tintín habrá dejado de ser ese furibundo anticomunista, que se dio a conocer un día como hoy, para convertirse en todo un indigenista que se muestra respetuoso con las culturas de todos los países que visita. En El Cetro de Ottokar (1938), su última aventura antes de la guerra, habrá denunciado la Anschluss —la anexión de Austria por parte de Alemania— y dos años antes, en El loto azul (1936), Tintín habrá sido el primer periodista occidental en denunciar la brutal invasión japonesa de China.
Ya en la última de sus aventuras, Tintín y los Pícaros (1976), para Tintín y sus compañeros de Moulinsart —el capitán Haddock, el profesor Tornasol…—, todas las dictaduras, sea cual sea el lado del espectro político desde el que tiranizan a cuantos las sufren, serán igual de despreciables. Como también lo serán para el común de los lectores que hayan vivido esos casi 50 años del siglo XX que separan a los soviéticos de los pícaros en el universo de Tintín. Ya convertido en toda una leyenda de la centuria pasada para todos los jóvenes de 7 a 77 años que hayan descubierto en la vuelta sistemática a sus viñetas —y a todas las miniaturas que de una u otra manera las reproducen— el don de la infancia infinita; para los estalinistas más recalcitrantes, Tintín seguirá siendo un racista y “un fascista en bombachos”, que aún titulaba, en la España de 1996, un viejo luchador por la dictadura de los miserables los artículos que le remitía un buen tintinófilo.
Diez años antes, el tres de marzo de 1983, tras la noticia de la muerte del gran Hergé, una izquierda menos cainita que la española —la que pueda estar representada en el diario parisino Libèration— ilustró todas y cada una de sus noticias con viñetas del maestro. En la portada, aquella de Tintín en el Tíbet (1958), en la que el fiel Milú aúlla junto al cuerpo de Tintín: el periodista yace desfallecido junto a la bufanda amarilla de Tchang. Habían cambiado el bocadillo: “Tintín ha muerto”, rezaba. En efecto, Tintín murió con Hergé, su álter ego y su autor. Así se escribe la Historia.
Tintín, no sólo era un TBO, enseñó más Historia y Cultura Mundial que todos los textos del bachillerato.
Hergè hace unos dibujos geniales, los ojos de las personas son puntos y la expresividad de las caras es perfecta. Los diálogos tienen gran sentido del humor, en mi familia utilizamos sus frases a menudo.
Mi favorito es el capitán Haddock.
Gracias Javier Admiro su homenaje a Tintin y siendo Franco-belga me emociona mas aún Cuantas horas pasadas con Tintin Haddock y Castafiore Inolvidable Muchas gracias