Ignacio Fornés (Albacete, 1974), más conocido como Nach, entendió que el significante “RAP” albergaba unas siglas plenas de significado. El popular rapero desmigajó el vocablo entendiendo que la “R” significaba “Revolución”; la “A”, “Actitud”, y la “P”, “Poesía”. Criado en Alicante, licenciado en Sociología, no sabe si fue un MC que se creyó poeta o si fue un poeta que se creyó MC. Cuenta con nueve discos en su haber musical —el último, Almanauta—, con una legión de admiradores fiel y efervescente y, desde hace un par de meses, con dos poemarios publicados: el primero, Hambriento (2016); el segundo, Silencios vivos (Planeta, 2019), libro que justifica esta entrevista.
De la última obra de Nach cabe destacar su voluntad literaria, su discurso reconocible, su línea clara. Aquí, el autor se abre en canal, invita al lector a bajar al sótano más profundo de su intimidad y, si bien en ocasiones se ocupa de las sombras, también lo hace de las luces: lo vitalista prima sobre lo cenizo, y eso es cosa que se agradece en un mundo saturado de una tristeza impostada, como de plástico, más instagrammer que trágica: “Donde otros vieron un paso desequilibrado, / yo vi una danza incansable. (…) Donde otros vieron un deshecho, yo vi una historia aún no contada”.
Zenda conversa con Nach en el Hotel de las Letras para encontrar la respuesta a una pregunta que brota en uno de sus versos: “¿Quién será mi refugio indefinido?”.
Y sobre otros asuntos, claro:
—Nach, ¿vivimos en un tiempo en el que hay demasiado ruido?
—Creo que sí. Creo que, muchas veces, ese ruido no nos permite relajarnos, absorber las cosas que realmente importan. Y a mí eso me preocupa. Porque lo noto en mí también, no digo que el resto sea así. Muchas veces quiero pasar de una cosa a otra y, realmente, cuando reflexiono sobre todo ese proceso anterior que he hecho, ya sea de trabajo o personal, me doy cuenta de que la mitad de las cosas no me han aportado mucho y de que estoy constantemente recibiendo ruido de un sitio, y de otro, y de otro, y veo a mucha gente en esa situación.
—¿Hay que reivindicar espacios de silencio?
—Más que de silencio, espacios de poder tener un poco más de orden a la hora de pensar qué cosas importan y qué cosas no importan tanto, qué cosas nos hacen bien y qué cosas no nos hacen tanto bien. Y que no nos dé igual eso. Tenemos que buscar un espacio donde poder escucharnos, saber quiénes somos, y a partir de ahí, saber qué cosas nos hacen bien.
—¿Y para qué habría que alzar la voz?
—Por muchas cosas. La música, la poesía o el arte tienen un peso importante para alzar la voz, hacer crítica y hablar de un montón de cosas que no están bien. Ese pensamiento crítico, a veces, en la música, me falta un poco más que antes. Veo mucha música que es demasiado para entretener, pasar el rato o reírse sin hablar de problemas que suceden, y en algunas vertientes artísticas también lo veo. Hay que alzar la voz por las cosas que importan: estamos demasiado obcecados con nuestro día a día, y en ese ruido no nos damos cuenta verdaderamente… (Piensa) Ahora, con lo del cambio climático, que está muy en boga: nos damos cuenta de que lo que realmente importa es que estamos siendo depredadores de cosas que son las que nos dan la vida. Nos hemos desconectado un poco de la vida. Y hay que alzar la voz por eso. Y hay que alzar la voz para que dejemos de generalizar tanto con otros y empaticemos más con otras personas e, igualmente, dentro de esa empatía, acercarnos un poquito más, querernos un poquito más, ayudarnos un poquito más.
—Hace unas semanas, el maestro César Bona me decía: “¿La empatía es buena? Depende. Con ética sí; sin ética, te puedes aprovechar de las personas”. ¿Lo comparte?
—Yo creo que la empatía en sí la veo desde el concepto de no aprovecharse de las personas, sino realmente ponerte en su lugar para conocerlas, entenderlas y, a partir de ahí, que eso te lleve a actuar de manera coherente. Cada uno tiene que tener muy claro qué es lo que debe hacer. La empatía siempre la veo positiva. Aprovecharse de otras personas no es empatía.
—¿A usted qué le escandaliza?
—La mala educación. Últimamente he tenido muchas experiencias de gente que habla demasiado alto (risas). Volvemos a alzar la voz, pero de la manera incorrecta. Me escandaliza que muchas minorías estén ninguneadas, que no se les den los mismos derechos o que no se les coloque en el mismo sitio. Me escandaliza cómo tendemos a ver a alguien que por estar más lejos geográficamente, por ser de otra religión o ser más oscuro de piel, no importa tanto su vida como la que pueda tener alguien más parecido a nosotros culturalmente. Somos capaces de abrir la mente para muchas cosas, pero para esas no. Me escandaliza el egoísmo y el cómo mucha gente se protege de una manera muy rápida, cuando muchas veces no hace falta, y eso limita a una persona. Te podría dar una lista de cosas que me escandalizan. Las intento llevar con bastante tranquilidad. En el fondo, hago así con la cabeza y digo “¡no puede ser!”. Pero también creo que hay muchas cosas que antes nos escandalizaban y hoy no tanto, en general, como sociedad. Eso es un avance. Poquito a poco, en muchas cosas se está avanzando. Se hace de abajo a arriba. Esa gente, con sus pequeños procesos o sus pequeñas revoluciones, en el sentido de dar amor a quien tiene alrededor, ayudar en lo que está en su mano… desde ahí es donde realmente veo esos cambios.
—¿Y qué le ofrece esperanza?
—Los buenos gestos de la gente sin pedir nada a cambio. Y cuando veo cómo gente a la que creía más plana y más vacía, de la que no esperaba grandes cosas, me demuestra mucha sabiduría. Me da esperanza la gente joven también. Viene con muchas ganas diciendo: “No nos vais a joder, no nos vais a maltratar, a manipular”. Y, sobre todo, me da ese núcleo de gente joven que se sale de la manada, que sale de la superficialidad de las redes sociales y de los tópicos.
—Centrémonos en su último poemario, Silencios vivos. Ahí leemos: “Si vas a escribir, / debes ser un polizonte / sin miedo a naufragar”. ¿Se ha lanzado a navegar sin miedo al naufragio?
—Sí, y si tenía algún tipo de miedo, durante el proceso de escritura me los he ido arrancando y quitando. Creo que el libro lo demuestra, que esa vulnerabilidad que ves, esa parte más pesada de mí, más oscura o más lúgubre, aparece porque me he quitado esos miedos.
—Silencios vivos es una invitación a convivir en su intimidad. Mi sensación es la de que, en algunos poemas, nos traslada a la planta -1, a la -2, a la -3, de esa intimidad suya. No sé si dirá la verdad, pero al menos sí resulta verídico.
—Es así, es así. De hecho, quería bajar a esas plantas y quería ver lo que había en ellas. Primero, por hacer terapia conmigo mismo. También por descubrir cosas de mí mismo que estaban desordenadas y que tenía muy difusas en la cabeza y a la hora de escribirlas se materializan, y ese diálogo conmigo mismo se hace muy claro. Y luego pasa que al compartirlo con otros, les llevas a tu intimidad y les dices: “Este es mi salón, no es nada lujoso, está desordenado, pero es mío”. Y luego lo vas bajando a los sótanos y, en otros momentos, al ático para ver el horizonte y la belleza del paisaje. Creo que, cuando escribo un libro, tengo que enseñar todas las habitaciones que hay en mi casa, incluidos los sótanos. Y es lo que le da al libro algo de verdad. Si conozco a una persona, adquiero la suficiente confianza, y al mismo tiempo que me habla de sus brillos y sus chispas, también me habla de sus momentos más vulnerables y sus miedos más persistentes, pues a mí esa persona me va a parecer muy de verdad y me voy a acercar más a ella que a alguien que venga con medias tintas. En mis libros, intento mostrarlo todo. Y creo que es la única manera de que se vea un libro con la profundidad que yo deseo que tenga. Este soy yo, para bien o para mal. Y que la gente identifique sus sótanos con los míos y, a partir de ahí, nos unamos un poquito más. Me parece increíble que, haciendo poesía, sucedan estas cosas.
—Lo que más me gusta de su poesía, Nach, es su vitalismo, que reniegue de lo cenizo. “Sólo se vive una puta vez —escribe—, / y entre la nada antes de nacer / y la nada de después de morir hay un aleteo fugaz. / Te lo repito… / Solo se vive una puta vez”. ¿La infelicidad es más rentable que la felicidad?
—No lo sé. Es un trabajo vital que yo hago en mi día a día: más allá de aceptar mis sombras o mis partes más chungas, también mirar al otro lado. Y eso me lleva a cosas que me digo a mí mismo, y luego se las transmito a quien quiera leer el libro. Pero no me planteo si es más o menos cenizo. Creo que en esa escritura automática, al no forzar nada, van a salir esos pensamientos de mirar hacia arriba, de dar gracias. Hay un poema en el que hablo de la suerte que tengo.
—Da gracias por lo básico, que, al final, es lo más importante: la familia, los amigos…
—En el rap, las letras mías no eran de postureo. Había un sector de la música rap que venía a decir: “¡Qué blandengue! ¿No? Bah, no es calle”. Me planteo ser yo en todo momento. Porque es lo único que sé hacer: mirar mi vida, a mi familia, a mis hermanos, que han sido superimportantes para mí, mirar a mis colegas, el sitio donde he nacido, mi infancia… Todas esas reflexiones que pasan por la cabeza y luego se nos escapan, se nos olvidan cazarlas, pues las he puesto en el libro. Entonces, las que creo que valen la pena, las he atrapado y las he puesto en el libro. Sin ningún tipo de pensamiento de “uf, ¿qué va a pensar la gente?”. Alguno me dice: “Oh, ¡qué valiente eres!”. Esto no es ningún acto de valentía. Es un acto de mirarme al espejo y sincerarme conmigo mismo.
—¿A quién va dirigido el poema “Guerrero”?
—A mi padre. Escribí “Guerrera” para mi madre y, obviamente, mi padre merecía un escrito también. Mis padres tienen ya noventa años. Han vivido desde que eran niños de la guerra hasta hoy, un proceso de cambio que creo que en la Historia de la Humanidad no se había vivido nunca. Y mis padres lo han vivido íntegro y lo han sabido llevar muy bien, han sabido mantener una familia con ocho hijos, sacarnos adelante… Es un engranaje supercomplicado, tío. Siempre los he admirado mucho. Alguna vez, por los procesos vitales de uno, he estado más alejado de ellos de lo que debería, pero los he admirado y los admiro mucho. Entonces, no sé… Me salieron.
—¿Y quién es el Antonio de “En construcción”?
—Es una historia muy interesante, tío. Yo estaba rodando un videoclip en el cementerio de La Almudena, y en el momento en que cambiaban las cámaras e iban a hacer otros planos y tal, me paseé por el cementerio y, de repente, vi una foto de un chico con gafas, muy jovencito. Lo miré y ponía que había nacido en 1945 y que había muerto en 1963. ¡Qué putada! Porque dices: “Si estuvieras hoy vivo, tendrías 74 años, que no eres tan mayor. Y claro, mueres a los 18, y te pierdes una época, tanto a nivel global como a nivel de España, de pasar del blanco y negro al color, de salir de la dictadura, cómo todo empieza a cambiar…”. ¿Y por qué? Y me removió muchísimo. Era, obviamente, también una manera para hablar del cambio que ha habido en el país y en el mundo, cómo esto se ha ido coloreando, incluso a veces demasiado, y bueno, se lo escribí en el tren, cuando volvía de rodar el videoclip.
—¿Alguna vez “nosotros” llegaremos a saber realmente “quiénes son ellos”?
—Es muy difícil. Creo que a nivel corporativo, a nivel de quién está moviendo los hilos por encima de muchos de los presidentes, que somos a quienes les vemos las caras, se crean determinadas situaciones para que nosotros pidamos y exijamos lo que ellos quieren. Y ellos tienen que ver con determinadas sociedades, corporaciones, personas, que, realmente, pueden ser las mismas o van cambiando, pero están muy por encima de ese espectro que nosotros concebimos. Y eso me preocupa y me parece muy peligroso. Primero, porque nos educan para individualizarnos más y manipularnos más, y luego, cada vez el laberinto es más complejo como para que lleguemos a diferenciar quién hace algo que nos perjudica y quién no. Entonces, me preocupa.
—Escribe: “Si todos hacemos lo mismo, / si todos somos lo mismo, / ¿por qué estamos tan jodidamente solos?”. ¿Hasta qué punto el rebaño protege de la soledad?
—Protege de una manera superficial. Todos necesitamos pertenecer a un grupo, todos necesitamos saber que pertenecemos a algo para no sentirnos fuera del sistema, pero hay muchas veces en que eso es una farsa, esa manada. Y pertenecer a esa manada sí que nos protege de alguna manera pero, al mismo tiempo, nos quita esa porción de nuestra persona que, realmente, dejamos de escuchar para pertenecer a esa manada. Eso nos disminuye, nos empequeñece como personas. Es algo que yo, como persona que primero sufría por no pertenecer a la manada en muchos aspectos y luego me empezó a dar un poquito más igual, sí que he visto en gente de mi entorno ese tipo de situaciones. Me di cuenta de que en cuanto estás dentro de la manada y tienes ese momento de lucidez contigo mismo, ahí sí que hay un sentimiento de soledad mucho más brusco que, si desde el primer momento, empiezas a decir: “No pertenezco, no pertenezco”, y buscas tu propio lugar donde sentirte tú mismo.
—Me han sorprendido gratamente las menciones a David Bowie y a Leonard Cohen en “Generaciones”.
—Leonard Cohen me influyó mucho desde pequeño. A Cohen, entre otros, lo escuchaba mi hermano. Y me llamaba mucho la atención su voz, su presencia, el rollo que tenía. Cuando era más chaval no entendía muy bien sus letras, luego me fui interesando y me pareció que era increíble todo lo que hacía y lo que representaba. Y Bowie, cuando era más chaval, era demasiado raro para mí. Pero cuando fui creciendo, me atrajo mucho esa rareza. En aquella época, trascendió y rompió muchas barreras. Siempre fue un adelantado a su tiempo, en muchas formas. Y, musicalmente, tiene una calidad brutal. Hay un disco de Bowie con un cuarteto de jazz…
—Blackstar.
—Me flipó ese disco. Tanto Cohen como Bowie son artistas que me han llamado la atención a lo largo de mi vida. He tenido la suerte de que mis hermanos mayores siempre han escuchado música, y me dieron cultura musical sin yo darme cuenta.
—Blackstar fue publicado un par de días antes de que Bowie muriera. En algunos poemas de Silencios vivos ronda la sombra de la muerte. ¿Ha reflexionado sobre ella?
—Sí, desde que era chaval. Quizá porque mi hermano falleció cuando tenía catorce años, porque vi envejecer a mis padres cuando era muy crío, porque murió un amigo de siete años cuando yo era muy niño… Son circunstancias que uno se encuentra y tiene una sensibilidad determinada y se empieza a hacer preguntas y a cuestionar. Y siempre ha estado en mi cabeza. De hecho, es una obsesión constante.
—Y para finalizar, ¿cree que alguna vez encontrará a su “refugio indefinido”?
—Esto se refiere a esos recuerdos que, aunque no están muy claros, me llevan a un lugar de paz al recordarlos. Cuantos más refugios indefinidos tenga en el futuro, mejor. Son esos recuerdos que no son imágenes de verdad, porque nosotros las distorsionamos, pero son un refugio de la infancia, de la adolescencia, de la época en la que me estoy dedicando a lo que me gusta, y de una madurez que espero que sea lo más tranquila posible, aunque no estoy seguro.
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