La caída de la Monarquía Católica: Crónica de 1808-1837
España nunca fue un imperio.
Esa es la buena noticia.
De hecho, hasta el siglo XIX España ni siquiera fue un reino, sino que formaba parte de un enorme poder supranacional de carácter patrimonial, originado por una unión dinástica y ampliado luego por un proceso de conquista.
Carlos de Habsburgo aglutinó la herencia de su madre Juana (reino de Castilla, León, Toledo, Navarra, Murcia, Sevilla, Señorío de Vizcaya…), la de su abuelo Fernando (reino de Aragón, condado de Barcelona, reino de Valencia, Mallorca, Sicilia, Cerdeña, Nápoles…) y la de su padre Felipe (ducado de Borgoña, Brabante, Limburgo, Luxemburgo, condado de Flandes, Habsburgo, Henao, Holanda, Zelanda, Tirol y Artois, y los señoríos de Amberes y Malinas), además de los derechos sobre el Sacro Imperio. A este vastísimo patrimonio se sumarán por conquista el ducado de Milán, en pleno corazón de Europa, y los territorios que Castilla irá descubriendo e incorporando como virreinatos en las Indias y Asia: Nueva España, Perú, Nueva Granada, Filipinas, Río de la Plata… Porque fue Castilla, no España, el reino que emprendió la conquista y colonización de las Indias, y el que luego las administró hasta el siglo XVIII. Durante dos siglos Castilla fue el corazón de la Corona, por su capacidad de avalar los grandes empréstitos que el rey necesitaba para conservar y mantener su patrimonio, gracias a las remesas de oro y plata que periódicamente recibía de las Indias. Esa circunstancia alimentó el error de confundir a Castilla con España, y a España con la Corona al completo, como si hubiera un gobierno unitario. En realidad, cada uno de los reinos, principados y señoríos que componían ese enorme conglomerado patrimonial conservaba su propia administración, lengua, derechos, deberes, fueros y privilegios. A todos los efectos, italianos, valones, tudescos o flamencos eran tan servidores y súbditos de la Corona como un castellano, un aragonés o un catalán, porque lo que unía a todos era la fidelidad al mismo rey y a la misma religión.
Los historiadores se refieren a este conjunto de territorios como Monarquía Hispánica, Imperio Español, reino de España, dado que, por razones financieras, la capital se fijó en Castilla, o Monarquía Católica, por hacer de la defensa del catolicismo su principal razón de Estado. Yo he decidido utilizar esta última denominación en la crónica que sigue para evitar confusiones y mantener el concepto de España y lo hispánico apartados del fundamento del poder de la Monarquía, porque hasta el siglo XIX el nombre de «España» debe adscribirse, ante todo, a un espacio geográfico.
De «Hispania» hablan Estrabón, Pompeyo Trogo, Tito Livio… Los godos la llaman «Spania», o «Spaniae», como aparece en los textos de San Isidoro, y Alfonso VI, rey de León, de Galicia y de Castilla , usa el título de «Imperator Totius Hispaniae». En el siglo XIII, Ximénez de Rada escribió una historia de la Península, titulada De rebus Hispaniae, texto que luego utilizó como fuente Alfonso X para su Primera Estoria general de Espanna. También hay que entender el término de forma geográfica cuando Dante cita a España y a Marruecos —Península Ibérica y el Magreb— en la Divina Comedia, o se refiere al rey de Castilla Fernando IV como «rey de España». Es cierto que en los siglos XV y XVI las referencias a España o a los españoles aparecen en las obras de Francisco Delicado, López de Gómara, Ercilla, Acuña, Herrera, Camoens… En 1605 se publican las Flores de poetas ilustres de España, y a ella hacen alusión también en múltiples escritos Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Saavedra Fajardo… Pero en esas mismas obras también se cita a Italia, que no aparecerá como nación hasta 1861; a Grecia, que contará por primera vez con un Estado propio en 1827 y a Alemania, que nacerá en 1871. Por otra parte, la identificación de España con la Península Ibérica se refuerza al comprobar que Portugal también es España, como dice Camoens en Os Lusiadas en el siglo XVI, y en el XVII resalta Quevedo cuando en su España defendida aclara que ésta está formada por tres reinos: Portugal, Castilla y Aragón. Es cierto que resulta confuso el hecho de que a los reyes de la Monarquía Católica se los conozca como «reyes de España», reduciendo el total a una de las partes, algo así como le ocurre a Holanda, que es como popularmente se conoce a la República de las Provincias Unidas, siete en total, reconocida como Estado en 1648.
Los ejemplos de identidad geográfica de las naciones que irán apareciendo a lo largo del siglo XIX son abundantes. En 1807 el poeta Manuel Quintana también cita a Italia con naturalidad mucho antes de su fundación como Estado, y Jaime Balmes, hablando de gobiernos representativos casi a mediados de siglo, dice que existen en «varios países de Alemania». El mismo Príncipe de Metternich tenía muy claro en 1849 que «Italia es una noción geográfica (…) y lo mismo puede decirse de Alemania». Para él, Austria también era un nombre ficticio que no representaba ni a un pueblo, ni a una nación ni a un país. Era una designación convencional de un conjunto de nacionalidades absolutamente distintas unas de otras —alemanes, italianos, eslavos y húngaros— que reunidos constituían el Imperio de Austria, pero que no existía la nación austríaca. Lo mismo podría haber dicho de España y de la Monarquía Católica.
Pero a pesar de que la Monarquía Católica fue un poder que se mantuvo asombrosamente estable durante casi trescientos años, muchos de sus gobernantes fueron conscientes de la debilidad que suponía su estructura. Ya el duque de Lerma —por consejo de Pedro de Valencia en 1618— y el Conde-Duque de Olivares —»unión de Armas» en 1625— intentaron sin éxito que Felipe III y Felipe IV reunieran en uno todos sus títulos y establecieran el de «rey de España». Pero fue Felipe V de Borbón quien, como hiciera Carlos con Castilla dos siglos antes, aprovechó su victoria en la Guerra de Sucesión para dar un paso más y suprimir los privilegios de los territorios que le habían traicionado en la lucha. Eliminó entonces los fueros de la Corona de Aragón y promulgó los llamados «decretos de Nueva Planta», con idea de crear una base legislativa y jurídica uniforme. Como consecuencia nacieron las Cortes comunes de Castilla y Aragón, pero la auténtica unificación de códigos jurídicos fue relegada, se mantuvieron los señoríos jurisdiccionales y muchos de sus privilegios territoriales, y las oligarquías locales siguieron controlando los gobiernos municipales. Además, en el caso de las Vascongadas y Navarra, el rey premió su fidelidad permitiendo la supervivencia de sus privilegios y exenciones arancelarias. En definitiva, en los aspectos jurídico e institucional, la Monarquía mantuvo su constitución de carácter jurisdiccional al servicio de sus intereses dinásticos. Prueba de ello es, por ejemplo, que recuperase los reinos de Nápoles y Sicilia a costa del patrimonio de la Corona, con el único objeto de fundar una nueva monarquía para uno de los infantes de la familia.
Por otra parte, no se puede negar una real comunidad de intereses y una fuerte identidad cultural compartida por todos los habitantes de la Península Ibérica.
En los siglos XVI y XVII ser español era una seña de identidad y pertenencia a un grupo que se definía a partir de la fidelidad a la monarquía y al Dios católico ante todo, por encima de lenguas, leyes y costumbres. Ese carácter colectivo contrarreformista que definía a los peninsulares fue alimentado por intelectuales como Calderón, Lope de vega o el Padre Mariana, y reconocido fácilmente por sus enemigos europeos. Al igual que la identidad francesa, italiana, inglesa o alemana, la española se convirtió en una fuerza poderosa previa al surgimiento del nacionalismo. Con la llegada de los Borbones y su apuesta por unificar el Estado, se recurrió a esos atributos para fomentar una cultura nacional, y además se invirtió en la definición de una historia, una lengua y un arte común. A lo largo del siglo XVIII nacieron la Real Academia de la Lengua, las cátedras de Derecho Español, la Real Academia de la Historia y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, puntales de un proyecto cuya clave de bóveda siguió siendo la Monarquía, identificada con un pueblo que se extendía por ambos hemisferios, y entre cuyos reyes figuraban desde Ataúlfo a Felipe V, incluyendo a Moctezuma y Atahualpa, últimos emperadores mexica e inca.
A pesar de ser reconocida popularmente por todo el mundo como «Reino de España», y de las modificaciones borbónicas, la Monarquía Católica llegó al siglo XIX con la naturaleza de una monarquía compuesta, un agregado de reinos y señoríos con diferentes leyes, idiomas y sistemas tributarios. España todavía no era un reino, y tampoco existía un Estado español ni una nación española.
Lo que van a leer a lo largo de las próximas semanas son las quince primeras escenas de una serie que narra la crónica del colapso de ese gigante que era la Monarquía Católica, un proceso que abarca de 1808 a 1837, del motín de Aranjuez a la promulgación de la primera constitución realmente española. En ese período veremos las consecuencias del vacío de poder tras la invasión francesa; la lucha por imponer el derecho a la Soberanía Nacional; el intento fallido en 1812 de convertir a la Monarquía Católica en una nación —la Constitución de 1812 nació con la idea de ser una ley general para todos los territorios de la Monarquía Católica, no solo para España—; la resistencia del absolutismo; la enorme influencia de la Iglesia Católica; la guerra civil generalizada en la Península y en América; la emancipación de los territorios y el nacimiento de España al mismo tiempo que las naciones americanas, después que Grecia y un poco antes que Italia y Alemania. En resumidas cuentas, una revolución de casi treinta años que marcó el paso de una sociedad del Antiguo Régimen a una sociedad burguesa y a la identificación del pueblo español con la nación llamada España.
Sigo a Hobsbawm al decir que las naciones son construcciones históricas, «artefactos inventados», artificiales; son «comunidades imaginadas» a partir de afinidades étnicas, lingüísticas, históricas o míticas, culturales y religiosas, que se relacionan con un territorio determinado sobre el que creen tener el derecho de constituir un Estado. La nación española no es una excepción.
España nace en 1837 como una pequeña nación pobre y despoblada —constituida por los viejos reinos de la Península Ibérica menos Portugal, y las islas adyacentes de Baleares y Canarias—, enfrascada en una guerra civil, con graves problemas heredados de una gestión imperial que había sido devastadora para sus recursos y estructura social, pero con una serie de territorios dependientes en Ultramar (Cuba, Filipinas, Puerto Rico…), que por primera vez van a ser considerados colonias. Luego, sí, en contra de lo que he dicho arriba, España sí fue un imperio, pero de un cariz diferente al que estamos acostumbrados a pensar. De hecho, a mediados del siglo XIX contaba con el tercer imperio más poblado del mundo, por detrás de Gran Bretaña y los Países Bajos. Pero eso ya es historia de España, y queda fuera de nuestro alcance.
La Historia no es algo que se pueda tocar, no es una ciencia exacta, es tan solo un relato coherente, una razonada concatenación de causas y efectos que hacen comprensible el pasado. Y además, siempre se escribe al servicio de alguien, en este caso de una comunidad, por lo que es necesario hacerlo mirando al futuro. La narración que presentamos explica España tal y como ahora se conoce, pero liberada de dos lastres profundamente dañinos: el complejo cainita —los españoles no son más violentos entre ellos que cualquier otro pueblo— y el de la decadencia, un concepto fuera de lugar en la génesis de una nación joven que ha logrado llegar donde está gracias a un gran esfuerzo común.
Mi intención no es contar la «verdad», cosa que no existe, de modo que tampoco la busquen en mi relato. Ténganlo por lo que es: la descripción de un pasado apasionante y la propuesta de un futuro mejor.
Para muestra, la primera escena, que tiene lugar el 19 de marzo de 1808.
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1808 (19 de marzo). Madrid era una fiesta
La noche del 19 de marzo los vecinos de Madrid iluminan sus balcones con candeleros de peltre, velones de cuatro pábilos, quinqués y hasta candiles de cocina. Es Madrid un pueblo feo, sucio, de ventanas con vidrios pequeños y azulados que apenas dejan pasar la luz, pero esa noche la ciudad entera brilla en fiesta porque el Príncipe de la Paz, Manuel Godoy, el ladrón, el «Choricero» que había osado levantar su cabeza por encima de los Grandes, el amante de la reina María Luisa, el tirano por el que el reino llevaba veinte años penando, había caído al fin y estaba encerrado en un calabozo. El día anterior, una «turba» sabiamente dirigida había asaltado su casa en Aranjuez cuando se disponía a partir con los reyes a Cádiz y quién sabe si a las Indias. Por suerte, dicen, el Príncipe de Asturias había evitado primero la fuga y luego, en su magnanimidad, su muerte segura a manos de un pueblo que lo odia. Fernando el justo, Fernando el bueno. Fernando VII, ya rey, según cuentan en palacio, porque al parecer su padre, el viejo Carlos IV, enfermo y cansado, ha aprovechado la ocasión para abdicar en él la Corona y de ese modo dar paso a una nueva era de esperanza.
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Próxima publicación: 1808 (24 de marzo) Los hijos de Saturno, y 1808 (25 de marzo) Ajipedobes
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Autor: Alfonso Mateo-Sagasta. Título: Nación: La caída de la Monarquía Católica. Crónica de 1808-1837. Ilustraciones: Emilia. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: a partir del 4 de abril de 2022.
Enhorabuena al autor por dejar al lector con unas ganas infinitas de seguir leyendo.
Muchas gracias, pronto habrá más.
Me gusta el planteamiento y la lectura ágil. Cómo bien dice el autor, en Historia no se trata de contar “ la verdad”, no hay verdad, hay hechos El optimismo del autor al pensar que hay un futuro mejor… Es un punto importante para leerlo.
Lo voy a recomendar ..!
Me ha encantado la ilustración.
Gracias, creo que hay un futuro a construir y un pasado apasionante
Empieza usted mal diciendo que la verdad no existe, por lo que ya, de entrada, le califico de relativista posmoderno. ¡Claro que existe! Otra cosa es que no seamos capaces o no queramos hallarla o solo queramos tamizarla a través de filtros partidistas e ideológicos. Lo leeré pero con reticencias y reparos y porque es necesario leer incluso, o sobre todo, aquello con lo que no estamos de acuerdo. Pero, bueno, la moda es el revisionismo. De entrada, calificar Madrid de «un pueblo feo y sucio» (tengo que decir que no he nacido en Madrid), como comienzo de su relato, me parece ofensivo. Puede ser que lo fuera en aquella época, cosa que parece ser que a usted le consta (deberíamos disponer de las fuentes que ha manejado), puede ser que lo fuera en algunas zonas, puede ser. Pero también puede ser que no fuera más sucio y feo que cualquier otra capital de provincia española. A principios del XIX, creo que no es correcto calificar Madrid de feo, de sucio y de pueblo. Y creo detectar, ya desde el inicio una actitud despectiva y una intención peyorativa. Desde hacía tiempo era ya la capital de España (término que parece producirle urticaria) y residencia real y del gobierno. Pero, bueno, esto está dentro de la actual corriente de atacar y desprestigiar Madrid por determinados sectores ideológicos. ¿A quien quiere usted contentar con estos relatos? Yo le recomiendo, encarecidemente, leer los libros de Fernando Garcia de Cortazar, de la académica Angeles Lario, de Álvarez Junco y algunos otros historiadores de prestigio. Y si lo que pretende hacer usted es emular las excelentes visiones especiales de la historia de Arturo Pérez-Reverte, la ha c…
Gracias, espero sus comentarios con interés, seguro que lo pasamos bien.
Por lo menos hay que admitirle una actitud de deportividad ante la crítica. Enhorabuena. No todos lo hacen.
Cuando la opinión se basa en el estudio y en el conocimiento es otra cosa, la historia tiene muchas formas de verse pero solo la que está bien datada y se cuenta desde el trabajo merece la pena. Gracias
En efecto, pero los datos por sí mismos carecen de valor, la historia que deseamos contar es la que les da relevancia o los eclipsa. Muchas gracias por su lectura.
Por cierto, mencionar al excelente historiador Hobsbawm respecto al concepto de Nación sin decir que su visión de la historia es ideológica y que lo da desde el materialismo histórico comunista y su concepción internacionalista, me parece torticero. Haberlo elegido dentro de la amplia panoplia de historiadores e intelectuales que se han referido al concepto desde Renan o hasta el propio Alvarez Junco me parece plenamente tendencioso.
Me alegra comprobar que estamos de acuerdo en que la historia no es una ciencia y hay muchas formas de abordar la narración del pasado. Lo importante es decidir cuál nos conviene y nos explica mejor.