Volver a Montevideo
Recibo un mensaje de Jaime Clara, en el que me adjunta unas fotografías donde se ven mis últimas novelas en uno de los anaqueles de la Feria Internacional del Libro de Montevideo, y recuerdo cómo hace cuatro años, más o menos por estas mismas fechas, él mismo me llevó en su coche hasta las puertas del edificio en cuyo interior se celebraba el certamen. Habíamos circulado despacio por la 18 de julio —llovió mucho aquellos días en la ciudad, hacía un frio inhóspito y una niebla tenue difuminaba los contornos de las calles, era como si el invierno se resistiera a claudicar del todo y exhalase un último suspiro antes de desertar del calendario— y durante el viaje le había hecho preguntas acerca del Palacio Salvo, atenazado como me encontraba por una idea que nacía, pero que no acababa de concretarse, y de la que al cabo de unos meses comenzaría a emerger uno de esos libros que ahora él me muestra desde su lejanía transoceánica. Esa visión brumosa impregna mi recuerdo de Montevideo. La pareció anticipar el propio Jaime en una advertencia premonitoria —«vas a ver que esta ciudad es muy Onetti»— que me lanzó cuando yo aún estaba en Buenos Aires y le escribí para hacerle saber la hora de mi llegada y que empezó a hacerse evidencia cuando la travesía por el Río de la Plata concluyó con un atardecer anticipado que advertía de la inminencia de las sombras. Me recuerdo observando la rambla desde la puerta del hotel —había a mi izquierda una iglesia anglicana con hechuras de templo griego; a mi derecha, un edificio del que nunca supe su función y cuyo tejado se remataba con la imagen de un santo o una virgen— y también viendo llover por los ventanales de mi cuarto o del salón habilitado para los desayunos, el mástil del Palacio de Correos despuntando sobre las techumbres de la Ciudad Vieja y los campanarios de la catedral, algo más lejanos, asomando tímidos su apostura colonial. El presente se disolvía en un eco de melancolías futuras que resonaba con la languidez de los pasos perdidos por los andenes de la abandonada Estación Central o con la apacibilidad despierta de las mañanas desperdigadas por los portales de la calle Sarandí o en el vestíbulo del hospedaje donde el personaje de Cortázar creyó escuchar el llanto de un niño y que todavía subsiste en una calle secundaria en la que pasa prácticamente inadvertido salvo para quienes llegamos ante sus puertas atraídos por los rescoldos del misterio. Ocupan otro plano las visiones incompletas de la noche, los paisajes entrevistos por la ventanilla de un coche cuando los edificios eran un laberinto de ventanas encendidas y apenas se discernían movimientos por los caminos inexplorados del Parque Rodó. Me pregunto si puedo decir que conozco Montevideo, dado que sólo puedo recuperar con mi memoria los retales inconexos de algo que sólo tuve ocasión de contemplar a medias, o si aquello que de Montevideo guardo no es más que una invención que han urdido a medias el tiempo transcurrido y la distancia que me separa de ella, un ensueño en el que se anuda lo que vi con lo que quise o creí ver y donde el poso de las lecturas convive con el regusto acogedor de aquellos días en que la vida se detuvo por sus calles. Se puede regresar a un lugar, pero difícilmente lo puede hacer uno a un recuerdo, y no sé qué será más reconfortante, si volver allí donde apenas llegué a vislumbrar unas pocas pinceladas o detenerme en el deambular imaginario en el que llevo sumido desde que recibí las fotografías de Jaime, la evocación inexacta de una Montevideo que acaso no se parezca demasiado a la real, pero con la que he concebido un refugio a salvo de cualquier desarraigo.
Bacon en Madrid
Francis Bacon tenía ochenta y dos años, y estaba muy enfermo, cuando decidió contravenir las indicaciones de su médico y regresar a Madrid para reencontrarse con su amante en la ciudad. Moriría allí, de manera relativamente inesperada, a finales del mes de abril. Era el año 1992, el de los fastos olímpicos y la puesta de largo de una España reluciente que se quiso creer eterna, lo cual dota a la fabulación acerca de aquellas jornadas finales de una contundente consistencia metafórica. Hace un par de años, en el que fue uno de nuestros últimos encuentros, Fernando Beltrán aludió como de pasada a un libro que andaba ultimando, o que acababa de terminar, en torno a esos días finales de Bacon, que él imaginaba como un vagar de alucinada lucidez por unas calles que eran a la vez extrañas y familiares, una recapitulación invocatoria que partiera de la experiencia individual de quien la esgrime para adquirir trazas de reflexión general. El libro ha salido hace unas semanas y su autor me hace llegar un ejemplar que abro con la fruición de quien sabe que está a punto de enfrentarse a algo que no lo defraudará ni le resultará ajeno en ningún caso. En Bacon sin bacon —la edición, muy delicada, corre a cargo de Árdora Ediciones— se suceden párrafos escuetamente inconexos y líneas viudas que tan pronto sirven de epígrafes como se antojan versos sueltos, y todo ello compone un monumental juego de espejos en el que se enfrentan la percepción y la conciencia, el recuerdo y el delirio, lo espectral y lo corpóreo. Fernando vuelve a convertir las entrañas de Madrid en el escenario de un peculiar aquelarre que es ahora más individual que colectivo, pero en cuya ceremonia vuelven a resonar con fuerza los estragos y la incongruencia de la vida, la realidad hecha metáfora de aquello que ni se oye ni se ve, pero se palpa. No es un poema en prosa ni es una novela, es un texto que arrasa con cualquier convención genérica para levantar un monólogo interior que ni siquiera lo es del todo, porque dialoga con la voz del propio autor, soterrada tras las resonancias de ese Bacon claudicante, y con la agradecida estupefacción de quien asiste, a la vez desde fuera y desde dentro, a una perorata hipnótica en la que se deslizan perlas que resuenan con la solemnidad de un frontispicio: «Nada es como pensamos ni como pensaron los demás cuando pensaron en nosotros.»
¿Aquel tiempo feliz?
De repente hay recurrencias insospechadas. Cierro el libro de Fernando Beltrán y abro la última novela de Enrique Llamas, que se titula Lo nuestro y ambienta su trama precisamente en aquel 1992 que se quiso síntoma o demostración de tantas cosas. En Un tal González, Sergio del Molino lo situaba como la demostración más acabada de la transformación de un país que había comenzado la década anterior bajo los designios póstumos de una dictadura y alcanzaba los fastuosos noventa como miembro de pleno derecho de una Europa que se anunciaba como garantía de un futuro ilusionante. En su libro, Enrique no desmiente ese propósito institucional, pero sí se sirve de la ficción y de ciertos acontecimientos que no obtuvieron la visibilidad de los Juegos Olímpicos de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla, pero evidenciaban para quien la prestaba atención que en aquel país y en aquel tiempo las cosas no estaban tan bien como se pretendía hacer creer. En su novela vuelve a hacer gala de las dos virtudes que ya había exhibido en sus títulos anteriores y que resultan ciertamente envidiables: su capacidad para recrear épocas que no conoció —contaba dos años de edad cuando sucedieron los hechos de los que se ocupa— y la habilidad con que hila unas tramas que saltan hacia adelante y hacia atrás y se prodigan en personajes a los que sabe dotar de cuerpo y alma. También esa vocación de indagar como sin querer en las penumbras, de destacar con delicadeza y sin piedad las costuras que siempre intentamos camuflar bajo el brillo de los oropeles. El derrumbe que se vaticinaba, quién se lo iba a decir a tantos, tras el fulgor del año de los descubrimientos.
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