Por una rendija nos colamos al viejo caserón destartalado, parte de la techumbre hundida, las traviesas de madera tronzadas, hierbajos, zarzas y arbolillos creciendo ensortijados entre las piedras de algunas paredes desmoronadas. Voces perdidas iban y venían con el viento leve del mediodía, al desgaire. La casona era más grande que la imagen que tenía de ella en fotos, cuando los poetas jóvenes se acercaban a visitar al maestro que recibía siempre sentado, apoltronado en un sillón de orejas, sus ojos azulísimos, como de cielo de mayo tras una tormenta, las manos delicadas, finas, los dedos afilados, las uñas de cristal esmerilado, el bigotito recortado y la sonrisa serena. Eso era antes, hace ya décadas, cuando el chalet de las afueras era cobijo y esperanza, consuelo ante la incertidumbre.
Ahora la maleza se había enseñoreado de las puertas, las ventanas abiertas mostraban cristales rotos, las bisagras herrumbrosas, la pintura mohosa. Todo era desconcierto. Algunos muebles desportillados mostraban lomos de libros que al abrirlos aparecían con las hojas sueltas, faltaban páginas. Como si alguien ya hubiera estado allí y se hubiera llevado los mejores títulos, los poemas más preciados.
Oía la voz de Antonio a lo lejos que se solapaba con las de algunos vecinos que habíamos acudido a desmantelar lo que ya había sido desmantelado. Nos urgía el ansia de robar algo, teníamos que llevarnos lo que fuera, un plato desportillado de la alacena, una jarra de agua de cerámica descolorida, alguna cajita de madera con un cierre dorado (ojalá hubiera allí dentro alguna carta, recados, postales, avisos, teléfonos, estampas).
Nos podía la codicia. No nos mirábamos entre nosotros. Éramos extraños en un paraíso abandonado. Percheros vencidos, armarios al aire, el goteo persistente, rítmico sobre la bañera con verdín. Algo tenía que haber que nos gustara. Aunque fuera un cuadro sin marco, una lámpara de mesilla sin bombilla, una chaqueta apolillada, un lápiz, cualquier detalle que más tarde pudiéramos contemplar.
Como entramos nos fuimos al caer la tarde de febrero. Huimos los ladrones de sombras, volvió el silencio y la noche fue arropando al membrillo del patio, el brocal del pozo, el cubo del que surgía agua limpia y fresca en los días de esplendor.
Yo era como todos. Descubrí que no era diferente. Estaba atravesado por la urgencia del ansia, del robo, del pillaje. Huí con temor y vergüenza. Escapaba de mí mismo.
Entré en mi casa, cerré la puerta con llave, me apoyé sobre la puerta y me di pena, una pena sin remedio. Y desperté.
Me levanté con sabor a hiel. Tenía que nadar para sacudirme el vinagre del recuerdo. La piscina había sido tomada por un enjambre de niños y nadé entre llamas que titubeaban en la superficie, intermitente. Avanzaba entre un mar de aceite con fuego. Todo se fue nublando. Estaba solo en un océano de fuego. Nadaba hacia la nada, venía de la nada y debajo del agua habitaba la nada. Nadaba con un brazo de madera, cada vez más denso. Del brazo izquierdo se fue extendiendo por el interior, como las raíces de un enorme abeto, por el interior de las venas hacia las arterias. Unas brazadas después, las piernas, el cuello y la cabeza los sentía como si yo fuera un árbol a la deriva. Solo los ojos y el corazón se mantenían como antes. Era un viejo tronco a la deriva, en medio del fulgor resplandeciente, húmedas y ardientes de un hombre adormecido por la marea hacia ninguna parte.
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