La semana pasada tropecé con el capitán Alatriste en el aeropuerto de Copenhague. Venía yo de Cracovia, donde había participado en un apasionante curso de postgrado sobre la mística española, y de vuelta a Cahill, vía Glasgow, encallé en el aeropuerto internacional de la capital de Jutlandia. Llovía a cántaros, un rayo había estropeado algo en alguna parte y, embutido en una muchedumbre desamparada y con los pelos churretosos, desembarqué en un lugar siniestro, tan anodino como cualquier otro aeropuerto internacional del mundo. Mientras contemplábamos los altavoces silenciosos como el pueblo hebreo debió contemplar la cumbre del Sinaí, una marejada de maletas y bultos anegó los escasos rincones libres de la inhóspita sala de espera. La empujaba una corte de zombies uniformada con los distintivos de la autoridad aeroportuaria danesa. ‘Oiga, joven, soy británico’, grazné en inglés dirigiéndome a un zuavo que maltrataba sin criterio el baúl con mis libros, apuntes y útiles de trabajo. Él me dedicó una mirada bovina que significaba ‘váyase a dar la tabarra a su pueblo’ y yo, una amabilísima sonrisa que significaba ‘imbécil’. Por lo demás, fue todo la mar de cordial. Alterado, me dejé caer sobre un asiento de color naranja que debía haber diseñado un primo de Almodóvar. Frente a mí, un caballero leía, ajeno al apocalipsis, un libro grueso y oscuro con aspecto de biblia. Pulcro, trajeado y de calzado impoluto, parecía un dios ajeno a las tragedias que abrumaban a los mortales que lo rodeábamos en aquel lugar de pesadilla. Citas aplazadas, enlaces perdidos, reuniones anuladas, parientes angustiados que aguardaban diseminados por aeropuertos de cinco continentes… En fin. El mundo se derrumbaba entre niños cansados, madres histéricas y un cada vez más penetrante olor a potito que a él le traía al pairo, según todos los indicios. Me pregunté por su circunstancia. ¿Tal vez un ejecutivo francés? ¿Quizá un coronel italiano de la OTAN en viaje de inspección? ¿Un profesor americano de bolos por Europa? Pues no. Español. Calculen mi sorpresa. Me di cuenta al descubrir que el tocho que leía con tanto interés era el Todo Alatriste recientemente aparecido en el mercado español. Un potente volumen de dos mil páginas que no es precisamente un manejable libro de bolsillo. ‘Vaya tipo raro’.
‘Pasajeros con destino a Liubliana’, anunció la megafonía en inglés, ‘embarquen por puerta tres’. Y repitió el mensaje en francés y también en árabe, cosa que me llamó la atención, pese a que a aquellas alturas ya me sorprendían pocas cosas. Hacía catorce horas que había salido de mi hotel en Cracovia, eran las dos de la mañana, seguía en el continente, varado a mil kilómetros de casa, mar del Norte por medio, en un lugar absurdo llamado Copenhagen-Kastrup, necesitaba con urgencia una ducha y una cama y empecé a dar cabezadas, cuando en mis oídos sonó una voz grave y apacible en español. ‘No sé quién dijo que sólo leemos lo que tenemos en la cabeza’. Desconcertado, abrí un ojo. ‘Y si no lo dijo, debiera haberlo dicho, porque es cierto, ¿no cree?’ Yo no creía nada, pero el caballero que leía Alatriste me miraba esperando una respuesta y lamenté haber abierto el ojo. Dado que mi cara de pajarraco hosco no delataba emoción alguna, y aún menos intención de responder, el caballero siguió hablándome. ‘Lo que no está en la cabeza, ya podemos leerlo cien veces, que pasa a través de las neuronas sin hacer mella. Lo mismo que si estuviera en chino’. Razón no le faltaba y asentí con una sonrisa que no comprometía. Aún así vi horrorizado cómo se levantaba y venía hacia mí arrastrando el alatristesco tomo de la editorial Alfaguara. ‘Parece usted hombre de cultura’, dijo. Deseé que me tragara la tierra, pero no me tragó, y el fulano se sentó a mi lado. ‘¿Sabe? Vuelvo a leer las novelas de la saga Alatriste aquí reunidas y se me antojan muy distintas de las afortunadas novelas de capa y espada que leí en su momento, según iban apareciendo en el mercado’. Yo emití un ruido que interpretó como aquiescencia y siguió hablando con la soltura de un conferenciante. ‘Unas simpáticas novelitas llenas de lances mecánicos que entusiasmaban a los niños’. Había en lo de ‘novelitas’ una suerte de condescendencia impostada que me revolvió por dentro; intenté protestar, pero no tenía fuerzas. El caballero, sin duda sevillano por su acento, sonrió. ‘¿Usted vio la películita que sobre las novelas de Alatriste protagonizó Viggo Mortensen?’ Ya me estaba cargando su pasión por los diminutivos. ‘¿Quién? ¿Un danés? No joda…’ En aquel momento odiaba Dinamarca, me ciscaba en la madre de Hans Christian Andersen y hubiera destrozado la Sirenita a martillazos. El patricio de las riberas del Betis estalló en carcajadas. ‘Veo que no está usted en el mundo’. Pues no. En aquel momento estaba en la mismísima Luna y me agredía un selenita empeñado en instruirme sobre chismes cinematográficos, quizá lo más alejado de mis intereses, sobre todo en aquel histórico momento. ‘Mortensen es una estrella americana. Bueno, y Aragorn en la adaptación cinematográfica de El señor de los anillos’. Asentí medio dormido y, sin poderlo evitar, mi imaginación voló añorante a St Giles’ Street, una de las calles más apacibles del mundo; allí, en The Eagle and Child, pillamos una vez Bobby McGee y yo memorable melopea. Bob, que enseña literatura por aquellos lares mientras en los ratos libres se deja las pestañas desentrañando los papiros del Mar Muerto, se había empeñado en mostrarme los Santos Lugares de su amado Tolkien. ‘Habría que beatificarlo’. Ya. Lo que habría es que matizar eso. Buen prenda debió ser John Ronald Reuel, pensaba yo para mi coleto, trasegando Guinness como si fuera a acabarse. Un místico es lo que era. Eso sí, sin saberlo. Mientras los Messerschmitts ensombrecían el cielo de Oxfordshire camino de Londres, sin dejar caer siquiera una bombita en un praderío sin nombre, J.R.R. se encerraba en su despacho del Pembroke a parir una demencia propia de su alma extraviada, una idealización, en el fondo, de la guerra brutal y sin cuartel que se cebaba en aquel momento sobre tres continentes, mas no sobre Oxford, esa pecera. De nuevo en el Copenhagen-Kastrup International Airport, que Dios confunda, miré al sevillano. ‘¿Usted sabe por qué Hitler nunca bombardeó Oxford?’ El individuo de Sevilla meneó negativamente la cabeza y me relamí. Se iba a enterar aquel plasta. Pero no abrí la boca. La pesadilla dantesca de la Bodleiana en llamas, que jamás se produjo, por fortuna, aunque bien pudo haberlo hecho, engullendo de paso los papiros del mar Muerto, me abismó.
El sevillano aprovechó mi ensimismamiento para adueñarse de mi silencio. ‘Cuando irrumpió en escena la película protagonizada por Viggo Mortensen, mi percepción sobre las novelas de Alatriste cambió’. Decididamente estaba loco. ‘¿Usted sabe qué hora es?’ inquirí amenazador. Pero a él le dio igual. ‘Las dos. En aquella película de 2006’, prosiguió triunfal, ‘la estrella internacional ponía carne mortal al héroe que las novelas calificaban de cansado’. Yo bostecé sin poderlo remediar. ‘¿De veras?’ murmuré. Y él. ‘Pues sí. Y aún le diré más. Esta nueva mirada sobre Alatriste que introdujo la película iluminó mi lectura de los tres títulos que aparecieron posteriormente’. Es sorprendente la clase de especímenes humanos que puede llegar a encontrar uno en los aeropuertos del mundo. Aunque siempre será mejor que en esos encuentros azarosos e impremeditados, los especímenes hablen de literatura y no de fútbol. ¡Qué pesadilla lo del fútbol! Yo mismo soy bastante futbolero y hasta seguidor razonable del Celtic en la Isla y del Atleti en la Península, cuyas respectivas liturgias cumplen para mí la función de los rituales religiosos que no practico. Aún así, la omnipresencia del fútbol llega a resultarme en ocasiones insufrible. Sobre todo en España, donde llena tal vez demasiadas horas, megas y metros cuadrados en los medios.
En todo caso no le dije nada, no fuera a encalabrinarse. Al ver que yo no afirmaba ni negaba, agitó las manos. ‘Gracias a la película, el héroe de las novelas adquirió una cara más adulta que, en honor a la verdad, estaba ya en las novelas desde el principio’. Yo le dediqué la misma expresión que le habría dedicado a un cocodrilo que hablara. ‘¿Ah, sí?’ Él asintió. ‘Sí, existía. Aunque este cura’, dijo, ‘no hubiese sabido verla. Y es que no le cabía en la cabeza’. La modestia de la afirmación humanizó a mi contertulio y la idea que expresaba se me antojó de pronto sugestiva. ‘Y no le cabía’, prosiguió, ‘por muchos motivos, no pocos achacables a la propia naturaleza de su pequeña cabecita, revuelta y un tanto dura de pelar’. Se refería a sí mismo en tercera persona, no sé si como inconsciente truco narrativo. O tal vez porque, pese a todo, se tenía por infalible, como el Papa.
Aquel tronado irredento siguió explicándome que no pocos de los motivos que en su momento le impidieron apreciar debidamente las novelas del capitán Alatriste se debieron a las circunstancias por las que atravesaba entonces y que lo mantuvieron ausente y concentrado en asuntos profesionales de envergadura que me ahorraré para no aburrirles. La confesión, eso sí, iluminó ante mí la figura de un ganadero de las marismas que rastreaba por Europa mercados para los productos de su finca. Su presencia ante mí, gracias a circunstancias improbables, dinamitaba cualquier estereotipo generalizador que pudiera yo tener sobre el señorito andaluz. Sólo por eso estuvo bien la charla. Aprender, al fin y al cabo, no pasa de ser un lento desprenderse de los tópicos, prejuicios y estereotipos que la Vida ha ido depositando sobre uno como una capa de mugre que conviene rascar de vez en cuando.
Por mi parte maticé que tampoco sería del todo justo, probablemente, ignorar el papel que bien pudo cumplir la manera como se empaquetó y vendió desde el principio ‘el producto’, muy bien, por cierto: al fin y al cabo se realzaron con indudable acierto sus mejores cualidades y éstas lo convirtieron en un clamoroso éxito de ventas, aunque tan destacadas cualidades me hubiesen mantenido a mí, lo mismo que a él, en un principio al menos, alejado del personaje y de los brillantes avatares concebidos por ese celebrado reportero cuyo nombre no consigo recordar ahora. Hernández-Mancha, Pérez-Andújar, Fernández-Montesinos, no sé. Algo así.
Asintió el andaluz y del bolsillo interior de la americana sacó una petaca. ‘Brandy. De Osborne, una holanda especial que de momento no se comercializa’. Acepté la invitación -‘de perdidos, al río’, me dije- y, tras beber él también, prosiguió la historia de su atormentada relación con el guerrero del tercio viejo de Cartagena. ‘Por suerte, mis hijos sí que se sintieron concernidos por aquella agresiva mercadotecnia editorial. A finales de los noventa, los alatristes empezaron a rodar por la finca entreverados de harripotters, mortadelos y dragonbols, así que los leí entre fascinado y divertido mientras asistía ausente a rotundas partidas de rol que un puñado de niños, algunos perfectamente desconocidos, libraban entre las cuatro paredes de nuestra casona de la marisma’. No me lo podía creer. ‘¿De verdad? ¿Sabe que el juego de rol de Alatriste lo concibió, diseñó y escribió un buen amigo mío, Ricard Ibáñez? Un gran tipo’. A él le dio igual. ‘Han sido veinte largos años con Alatriste, en el curso de los cuales he cambiado más de lo que jamás sospeché que cambiaría ni jamás imaginé que lo haría. Al cabo de veinte años y siete alatristes soy otra persona sin la más mínima relación con aquella que a finales del siglo XX se puso, tarde y mal, a leer los primeros títulos guiado por sus propios hijos, que habían abierto trocha y llenado el día a día de votos a tal, reproducciones de Teixeira y misteriosas conversaciones a media voz en las que la calle del Arcabuz se mezclaba con el sitio de Ostende’, suspiró. ‘Sin darme cuenta, me he hecho viejo al lado de un individuo peligroso que ha ido envejeciendo conmigo y que ya forma parte de mi propia historia, lo que no es decir mucho: a todos los lectores les pasará igual. ¿Quién, a estas alturas, sigue siendo el mismo?’
Razón llevaba. La última novela hasta ahora, El puente de los Asesinos, data de 2011. Son, pues, cinco años sin un nuevo Alatriste, el período más largo en barbecho desde la aparición de la primera entrega en 1996. Él me miró rotundo al centro de los ojos. ‘Y lo echamos de menos como quien echa de menos un pitillito, un vaso de vino o la espina de una pasión’. Y me siguió contando cómo, a lo largo de veinte años con Alatriste, había tenido ocasión de aprender que la saga narra la evolución de la mirada que Íñigo Balboa, narrador-testigo, deposita sobre la imponente figura de su mentor, el llamado ‘capitán’ Alatriste. Y que esa mirada cambia sutilmente con el paso de los años, novela a novela, lo mismo que cambia Balboa, que de tener doce años pasa a tener dieciocho. Y que esa mirada inmisericorde lo había arrastrado y lo había cambiado a él a la vez que cambiaba la inquisitiva mirada de Balboa mientras la vida, en pralelo, lo engullía y lo transformaba a su vez. ‘Ha sido muy fuerte’, exclamó en voz baja y no sin amargura. ‘Una batidora’. En este punto guardó silencio mirando hacia un lugar impreciso de su vida.
‘Se ruega al pasajero don Jaime Torres del Burgo-Usandizaga y González Sarmiento, con destino a Liubliana, pase ahora mismo con su tarjeta de embarque por la puerta tres porque se va a proceder a cerrar el vuelo’, clamó la megafonía en un impecable y contundente español. Y repitió. ‘Don Jaime Torres del Burgo-Usandizaga y González Sarmiento, con destino a Liubliana, pase ahora mismo por la puerta tres con su tarjeta de embarque’. La voz subrayaba, no sin impaciencia, lo de ‘ahora mismo’. Sólo le había faltado añadir ‘es una orden, coño’ y el sevillano se levantó. ‘Es una pena, pero me temo que debo abandonarle’. Y sacó la petaca de nuevo. ‘Tenga. Un recuerdo. Y gracias por su paciencia’. Me tendió la petaca, que me guardé agradecido, y enarbolando bajo el brazo su Todo Alatriste como quien despliega una bandera, se alejó rumbo a Liubliana y desapareció de mi vida para siempre.
Cuando, ya amanecido y vacía la petaca, logré volar para Glasgow, me dormí y sobre el mar del Norte soñé que don Jaime Torres del Burgo-Usandizaga y González Sarmiento, transformado en Íñigo Balboa, o puede que en Diego Alatriste y Tenorio, no sé, quizá en los dos a la vez, volaba conmigo y que ya nunca me abandonaría. También yo leí los alatristes en su momento y, como estaba haciendo él, acababa de tragármelos de nuevo en una aparatosa y voraz orgía lectora propiciada por el impactante volumen de Alfaguara. Y como le estaba sucediendo a él, Diego e Íñigo, transformados en mí mismo, se habían convertido conmigo en una sola persona para siempre. Señoras, señores. Vamos a aterrizar en el aeropuerto internacional de Glasgow. Por favor, abróchense los cinturones y no fumen. Gracias. Y me incorporé entumecido, pero feliz, buscando inconscientemente la empuñadura de la vizcaína para descansar en ella el brazo.
Había comprendido al fin que yo, y no otro, soy en realidad Alatriste.
(Continuará).
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Título: Todo Alatriste. Autor: Arturo Pérez-Reverte. Editorial: Alfaguara. Páginas: 1792. Edición: papel
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