Tras un viaje en autobús a través de la lluvia aterrizo en mi casa y en mi ducha. Como en casa de uno, ni hablar, asegura Salomón en los Salmos. Hace casi treinta horas que salí del hotel en Cracovia, y tras mi diálogo en Copenhague con don Jaime Torres del Burgo-Usandizaga y González Sarmiento soy incapaz de pensar en otra cosa que no sea el capitán Alatriste. Embutido por fin en el batín y descansando ya espada y vizcaína en el perchero del recibidor, amén de los doce apóstoles más el sombrero y el coleto de piel de búfalo, me acomodo en el escritorio y abro mi Todo Alatriste, lleno de notas y subrayados entre los que andará la frase que da título a estas consideraciones; se la dice Balboa a su mentor, y a la vez personaje, en algún momento de Limpieza de sangre. Aunque la frase no es exactamente como la he transcrito: en mi obcecación cité de memoria, qué se le va a hacer. Mientras hojeo el libro en busca de la expresión literal, me digo que el diálogo que articula la saga, el que mantiene el autor-pupilo con la figura de su personaje-mentor, constituiría un excelente punto de partida para un cursillo… si pudiéramos contar en Cahill con el ingenio que lo creó.
Lo tengo que proponer en la próxima reunión del Consejo, aunque ya me huelo la respuesta, trufada de argumentos económicos: la actualización del dichoso sistema de prevención de incendios, que en los últimos cinco años se ha mejorado ya diez o doce veces. Y me digo que lo que necesita esta universidad es un sistema de prevención de idiocias. Aunque no sé de qué me quejo: al fin y al cabo es fidelísima maqueta del mundo que la rodea. Lo cierto, en cualquier caso, es que como no dejemos de traer figurones para empezar a traer figuras, esta institución nunca saldrá del marasmo ni de los últimos puestos del ranking nacional. Eso sí, nos beneficiaremos de un plausible sistema de prevención de incendios.
Decía, en fin, que como muy bien señaló la otra noche don Jaime en Copenhagen-Kastrup, el diálogo interior que Balboa mantiene con Alatriste, un monólogo en realidad, es el verdadero tema de la serie. Balboa no crea a Alatriste, que ya existía antes de que él se pusiera a escribir y a interrogar a esa figura capital de su juventud, cuestionándose sus propias certezas sobre ella. Balboa, en definitiva, se pasa las novelas desmontando a Alatriste como un niño desmontaría el reloj del salón para descubrir cómo funciona mientras el protagonismo se va desplazando lentamente hacia él: del reloj al niño.
Pudiera ser, me digo, que el verdadero autor nunca se propusiera a priori y de manera consciente esa deriva que toma el relato de Balboa, sino que bien pudo aparecer sobre la marcha, como si el texto, al ir creándose, creara la armazón que lo sostiene. Vaya usted a saber, aunque las obras de don Arturo Pérez-Reverte, que no Pérez-Andújar, siempre se me antojan más intensas cuando el novelista parece no premeditar en exceso las trochas formales por las que se adentra. Un antojo que tampoco significa que las cosas sean verdaderamente así. En cualquier caso, si la idea es idiota por atrevida, e inútil por indemostrable, no es gratuita.
Creo que me voy a preparar un té. Dicen que es una bebida excitante, pero a mí me relaja. Me gusta poner las hierbas en el colador y verter el agua hirviendo en cierta taza de barro labrada con escenas de la vida de San Lesmes que adquirí en un puesto de cerámica popular durante unas fiestas en Burgos. Bien, decía que mi impresión sobre la intensidad del discurso revertino y las intenciones formales que lo articulan, nace del hecho de que el ex-reportero trate no sin displicencia -«lo escribí del tirón», «no me costó mucho», y expresiones similares- trabajos tan admirablemente construidos como Territorio Comanche o La sombra del águila. Son relatos aéreos, acogedores y sobrecogedores como una catedral gótica cuya increíble fábrica desapareciese pudorosa detrás de las emociones que provoca. Esa arquitectura “oculta”, supuestamente impremeditada, o “no demasiado trabajada”, según se desprendería de las declaraciones del autor, delata un profundo conocimiento del arte de contar, así como una trastienda con un formidable arsenal de recursos a su disposición, pues no otra cosa podría permitirle adoptar tan elegantes soluciones sobre la marcha. Es hasta tal punto así que cabe colegir incluso que ese arsenal comprenda toda la Literatura. Más: hace dos años, el profesor Capistrano, bien conocido por sus chascarrillos, me aseguró en Niza, donde nos encontrábamos con ocasión de unas memorables jornadas sobre la Mística de Sotosalbos, que Reverte no vive en una casa con biblioteca, sino en una biblioteca que acoge dentro una casa. Nos reímos mucho con la ocurrencia, pero hoy la risa se me hiela al imaginar esa legendaria biblioteca como mera proyección exterior de la cabeza de su propietario, un desmesurado reservorio de sabiduría sobre el arte de contar. Dicho de otro modo, Reverte viviría en el interior de una imagen de su propia cabeza. La idea es sugestiva porque ¿no vivimos todos el mundo como una imagen creada en nuestra cabeza y proyectada desde ella hacia el exterior? Lo malo es que en nuestros miserables cerebros no guardamos bibliotecas espectaculares ni ricos reservorios sobre el arte de contar, o sobre cualquier otra cosa igualmente interesante, sino recuerdos de programas televisivos, vacaciones en lugares infames y ensoñaciones adquiridas a plazos.
Como no hay cara sin cruz, imagino a veces también que tan formidable dominio técnico es lo que en otras ocasiones tal vez lleve al cartagenero por los senderos del virtuosismo. Sin alardes de pirotecnia verbal, según expresión de su admirado Juan Marsé, pero sí de exhibición de músculo: una suerte de pirotecnia estructural, vamos a decir, superpuesta al alma del relato y que termina traicionando la sobria “poética” marca de la casa. «Aquí una guerra, aquí un muerto, aquí un hijo-puta». Un interesante punto de partida para una tesis doctoral, me digo, que no estoy en condiciones de llevar a buen puerto. Exigiría un largo y entregado trabajo de relectura y cotejo de unos textos que además se apartan de mi especialidad. Semejante tesis, por otra parte, se refuta con facilidad aduciendo sólo datos de venta, unas cifras abrumadoras y apabullantes. Y es que una creencia muy arraigada dice que es imposible que un derroche de virtuosismo formal impuesto al contenido saque adelante cientos de miles de unidades en el mercado.
En este punto mi alma se relaja, los brazos caen y el Todo Alatriste se precipita blandamente al suelo. Me quedo como tantas veces dormido al arrimo del fuego en mi sillón favorito, calado el chapeo y la ferretería entre las manos. Por las circunvoluciones de mi cerebro corren Balboa y Alatriste en pos de nuevas aventuras. Y yo voy con ellos porque, como queda dicho, yo soy ellos y ellos, yo. Fuera, muy lejos, ulula el temporal rizando el brezo por las parameras de Escocia.
Buenas noches, señoras y señores.
PD: Reviso y entrego este artículo a Zenda la mañana del viernes 24 de junio y me niego a hacerlo sin que conste en él mi decepción. Acabo de saber que mi país se va de la CEE como un barco sin rumbo ni timón en pos de no sé qué ensueños: vivimos, en efecto, en el interior de nuestras cabezas. Tanto estudiar y tanto enseñar para cosechar este pepino. Si el futuro siempre es incierto por definición, esta mañana se me antoja aún más incierto todavía. Los locos han tomado el manicomio. Que Dios nos ayude a todos.
Cahill University (Scotland, GB), junio de 2016.
(Continuará).
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Título: Todo Alatriste. Autor: Arturo Pérez-Reverte. Editorial: Alfaguara. Páginas: 1792. Edición: papel
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