Alicante, julio de 2002. Jorge, alias Ruina, está en un concierto de Estopa cuando recibe un aviso: los marroquíes han tomado el islote de Perejil y a él, joven sargento, lo movilizan para preparar la operación destinada a recuperarlo. Junto a Jorge y sus tres compañeros viviremos el asalto al islote, que nos descubre la existencia de la unidad de élite a la que pertenecen y que es sólo el preámbulo de veinte años de operaciones. Desde la batalla de Nayaf, en Irak, en 2004, hasta la peligrosa y comprometida evacuación del aeropuerto de Kabul en 2021, en la que los protagonistas son los jóvenes a los que Jorge y sus compañeros dan el relevo y que ellos, ya maduros y al borde del retiro, tienen que conformarse con observar en la distancia.
Zenda ofrece un adelanto de Nadie por delante, de Lorenzo Silva.
I
La furia del Mahdi
Nayaf, 2004
No debe dormir toda la noche el varón
[que tiene las decisiones.
Homero,
Ilíada, II, 24
1
El avispero
Es domingo, y como todos los domingos desde que están allí, en la base de Diwaniya, en Irak, Mofeta ha cocinado para el grupo una paella que a la hora de la digestión le provoca un invencible sopor. Varios meses después de iniciarla, y cuando ya se acerca a su fin, aquella misión no parece que vaya a depararle grandes emociones. El Irak post Sadam Huseín dista de ser un territorio plácido, pero el movimiento está en otro sitio y Mofeta, como los demás miembros de la unidad de operaciones especiales adscrita a la Plus Ultra, una brigada multinacional bajo mando español y compuesta además por soldados hondureños, salvadoreños, dominicanos y nicaragüenses, tiene la sensación de que se desaprovechan sus capacidades. Pese a sus esfuerzos por promover operaciones más ambiciosas, al final se limitan a acompañar a los efectivos de la policía iraquí en registros rutinarios, encaminados a someter a marcaje a una insurgencia chií que enreda y maniobra para ganar terreno pero que, a esas alturas de abril de 2004, tampoco llega a provocar grandes problemas.
Por eso le cuesta dar crédito cuando le llega la noticia: la base Al Ándalus, en Nayaf, está cercada por insurgentes del denominado Ejército del Mahdi, que intentan entrar en fuerza en el recinto. Son los seguidores del clérigo Muqtada al Sáder, que desde la mezquita de Nayaf, donde se halla el sepulcro de Alí, el gran imán de los chiíes, tratan de imponer la ley islámica. El Mahdi, o lo que es lo mismo, el Guiado, es una figura mítica que según los chiíes vendrá poco antes del fin del mundo para restaurar la verdadera fe. Hasta el momento, las milicias alistadas bajo su nombre se habían limitado a ejercer una sinuosa extorsión armada sobre la población, pero esto es un ataque frontal a las fuerzas de la coalición multinacional.
Lo siguiente que le dicen a Mofeta es que tiene que subirse a un helicóptero con un par de tiradores y acudir a la base para reforzar su defensa. Los in surgentes están batiéndola con francotiradores, que ya han alcanzado con sus disparos a un oficial estadounidense y un soldado salvadoreño. Por eso se necesita con urgencia a alguien que esté entrenado para neutralizarlos. Si quería acción, ya la tiene, de la forma que menos podía imaginarse: sumándose a una posición rodeada y bajo el fuego enemigo. Busca a los tiradores, Guindilla y Tirotenso, soldado y cabo primero, respectivamente. Son dos tipos cuajados y de pocas palabras, como es común en su oficio. Les dice que preparen las armas y cojan la mochila que tienen siempre lista con comida, agua, ropa y munición para un día. No hay tiempo para mucho más. La salida es tan precipitada que ni se llevan ropa de abrigo ni muda para el tiempo que puedan estar allí, y que nadie les dice, al embarcarse, cuánto va a ser. Lo último que en ese instante alcanzan a imaginar es que se va a alargar hasta las dos semanas.
En el mismo helicóptero viaja el general jefe de la brigada para dirigir sobre el terreno las operaciones. En el estrecho espacio del aparato, Mofeta y sus hombres ven tan cerca como nunca antes al máximo responsable de las tropas españolas en Irak, que en esos momentos se mantiene sumido en sus pensamientos. Aunque trata de disimularlo ante sus subordinados, está furioso, porque le consta cuál ha sido el desencadenante del ataque. La noche anterior, un equipo de operaciones especiales de la Marina de Estados Unidos ha secuestrado a Mustafa al Yacubi, que oficia como lugarteniente de Muqtada al Sáder en Nayaf. Y lo peor es que el general tiene bien presentes los antecedentes de esa maniobra, con la que se ha agitado el avispero de la ciudad y de la que nadie ha tenido la deferencia de avisarle. Lleva semanas tratando de hacerle entender al general en jefe estadounidense que no puede organizar un ata que contra la mezquita donde tienen su cuartel ge eral los de Muqtada, como se le pide con insistencia: ni dispone de recursos ni, sobre todo, cuenta con la autorización del Gobierno español, en funciones después de haber perdido las elecciones, para ordenar una operación que con toda probabilidad costará bajas entre los suyos y los iraquíes.
Tan claro se lo ha hecho ver que al final el americano ha forzado el enfrentamiento capturando al jefe de la insurgencia y exponiendo a la base española a las iras de la población, entre la que el Mahdi tiene no pocos partidarios y predicamento creciente. Y ahora no le queda otra que aprobar el uso de la fuerza, traiga eso lo que traiga. Lo que no puede contemplar de cara a una acción ofensiva, no tiene más remedio que aceptarlo para salvar las vidas de sus hombres.
Nada de esto comparte con ese sargento y esos dos tiradores de operaciones especiales que le acompañan en el viaje, volando a baja cota para evitar que los derriben. Los Cougar con que cuentan están lejos de ser los aparatos ideales para operar en un entorno hostil y hay que suplir su vulnerabilidad con la destreza de los pilotos. Lo sabe el general y lo saben también los que le acompañan. Mofeta ve pasar a toda velocidad el paisaje de la provincia que el ministro que los mandó allí ha descrito como hortofrutícola, sin pensar en ese otro rasgo que la distingue: ser el centro espiritual del islam chií. Así lo prueba el oceánico cementerio de Nayaf, donde están enterrados millones de fieles al lado de su imán. A los españoles, como quien no quiere la cosa, les han puesto entre las manos un polvorín, con una brigada sin tamaño ni recursos para alcanzar a controlarlo.
El aterrizaje, en la base adyacente de Camp Baker, es espectacular, por efecto del chaff y las ben galas que el aparato arroja para escapar a la acción de un posible misil enemigo. Un blindado los lleva desde el lugar de la toma hasta el puesto de mando español. Allí el general les imparte una orden categórica, que no les deja lugar a dudas:
—Abran fuego contra cualquiera que esté ata cando la base.
El ruido de disparos que se oye de fondo los persuade de que no se trata de una eventualidad remota. Veinte minutos después están en una azotea rodeada por un murete que les hace de parapeto, y en
la que se juntan militares salvadoreños, marines estadounidenses y contratistas privados al servicio de la autoridad de la coalición. Todos armados y disparando. En la tarde del 4 de abril de 2004 —el 4 del 4 del 4, para el recuerdo— Mofeta toma conciencia de dónde ha ido a caer: en medio de una batalla. En la hora de la verdad.
2
Soldados de fortuna
El ambiente en la azotea, Mofeta lo palpa a los pocos minutos de estar allí, es algo más que tenso. No por parte de los salvadoreños, soldados duros, curtidos y taciturnos, que se enfrentan a la balacera con la imperturbabilidad de quien ya ha vivido muchas, y mucho peores. Disponen de ametralladoras M-60, con las que escupen de vez en cuando rociadas no muy eficaces para alcanzar al enemigo, pero sí para aquietarlo. El foco principal de la tensión se estable
ce entre los marines y los contratistas, ambos estadounidenses. Unos son militares en activo —o más bien activados, porque varios de ellos son reservistas— y los otros, en su mayoría, exmilitares que, tras dejar atrás la disciplina castrense, han optado por vender sus destrezas marciales al mejor postor. Se jactan no sólo de ir por libre, sino también de saber más, por veteranos, que quienes ahora están alista dos bajo la bandera que ellos tuvieron cosida al hombro años atrás. Así, difícil es que se lleven bien. Hay otra diferencia entre ellos. Los marines están en la azotea con una misión bien precisa: son los observadores encargados de señalar blancos para los medios aéreos, los helicópteros y los aviones de combate que el mando de la brigada ha solicitado como apoyo ante la comprometida situación de la base. Los contratistas, en cambio, no tienen más misión que la que se autoasignan. En realidad, están allí para dar seguridad y escolta a los funcionarios de la Autoridad Provisional de la Coalición, la administración civil extranjera que las potencias occidentales bajo liderazgo estadounidense han instituido en reemplazo del Gobierno de Sadam. Bajo esa cobertura, se han sumado a la defensa de la base sin someterse a las instrucciones del coronel español que la manda, y al que, a diferencia de los marines, ignoran olímpica mente. Lo que los mueve, más allá de su cometido oficial, es el recuerdo de los cuatro contratistas a los que insurgentes iraquíes cazaron y quemaron en Faluya tan sólo cuatro días atrás, y a los que terminaron colgando cabeza abajo, en venganza por los abusos que se les imputan. Estos guerreros por la pasta, símbolo de la moderna privatización de la guerra, saben que no son queridos y están dispuestos a todo por no acabar como sus compañeros.
En cualquier caso, la llegada de los españoles pone en primer término una cuestión que preocupa a todos por igual. Frente a la base hay un edificio de cinco plantas, un hospital materno-infantil levantado con dinero de la ayuda internacional y que es el único que en la ciudad merece tal nombre. Por su posición dominante, se ha convertido en el principal puesto para los francotiradores enemigos y desde él se han hecho los disparos que ya les han causado dos bajas. La oferta del mando estadounidense, echarlo abajo con un bombazo arrojado por un F-15, la ha rechazado el coronel español porque sabe que es una infraestructura vital para la población y que tiraría por tierra todos los esfuerzos que han hecho para ganársela. En su lugar, ha dado orden de contener la amenaza con las ametralladoras situadas en lo alto del edificio central de la base y el cañón de 25 mm del blindado de Caballería que defiende la puerta principal, pero a las primeras les falta precisión y al segundo, además, se le amontona el trabajo. Ninguno de los que están en la azotea junto a Mofeta y los suyos dispone de armamento eficaz para disuadir a los tiradores del Mahdi, por eso se fijan en uno de los fusiles que ellos traen: un Barrett de calibre 12,70. Por alcance y potencia, es la herramienta ideal.
De modo que ya tienen su primera misión. El equipo de tiradores prepara el arma y se aplica a observar la fachada del hospital que da a la base. Se encaraman para ello a un cajón que alguien ha apoya do contra el pie del muro y aprovechan como improvisadas troneras las aberturas cuadrangulares que tiene este a modo de ornamento en la parte superior. Piensa Mofeta en los albañiles iraquíes que en su día levantaron aquel edificio en el interior de una base del ejército de Sadam, que es lo que el recinto fue antes de que se izara sobre él la bandera de España. A ellos, y al arquitecto que lo concibió y que no podía imaginar la utilidad que acabaría teniendo, les deben ahora disponer de una posición protegida de observación y tiro.
El primer tirador no tarda demasiado en aparecer en su campo de visión. Mofeta lo ve asomar, disparar y luego ocultarse en el costado izquierdo de una ventana situada en una de las plantas superiores. Les indica la posición a sus hombres, que se aplican a vigilar sus movimientos en adelante. El observador le facilita al tirador todos los datos que necesita para afinar el tiro: humedad relativa del aire, velocidad y dirección del viento. Es el cabo primero, que hace honor a su apodo, Tirotenso, quien prepara el arma para hacer el disparo. No es una distancia excesiva para el Barrett, que puede alcanzar con eficacia, si está en unas manos avezadas, blancos situados a más de un kilómetro. Espera el tirador con la respiración contenida hasta que la figura vuelve a aparecer en el rectángulo de la fachada y en ese mismo instante aprieta el gatillo. El retroceso del arma lo sacude hacia atrás al tiempo que suena el estampido del disparo. Este casi deja sordo a uno de los contratistas, que ha cedido a la imprudente curiosidad de acercarse demasiado al español. Mofeta le advierte:
—Si tienes cariño a tus tímpanos, apártate un poco, tío.
El otro no le entiende, o no le oye, o las dos cosas. Mientras tanto, Mofeta le pregunta a Guindilla si puede confirmar el blanco. Este, tras un silencio que aprovecha para cerciorarse, responde:
—No puedo confirmarlo. Si ha caído, ha sido hacia dentro.
Es un tipo serio, como su compañero. No son de presumir, ni uno ni otro, y menos de lo que saben que puede depararles su oficio, esto es, quitarle la vida a un ser humano, por muy enemigo que sea. A Mofeta le complace esa contención, frente al vacile y la bravuconería de los soldados de fortuna que los juzgan. Alguno de ellos arruga la nariz, como dudando de la competencia del tirador español. Sin embargo, a medida que se acerca la noche, una reveladora evidencia se va imponiendo: no les vuelven a hacer fuego desde el hospital. Aun si ese tirador vive para contarlo, el mensaje lo han recibido: ahí abajo hay alguien que convierte el ejercicio de disparar sobre la base, hasta entonces apetecible e impune, en un peligroso pasatiempo.
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Autor: Lorenzo Silva. Título: Nadie por delante. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros
Polvareda de una guerra polvorienta. Qué lástima que no haya quien investigue y escriba a niveles más altos, donde se jugaba la verdadera partida, o mejor, bacanal. Calígula era un párvulo a su lado.