La interpretación cinematográfica no es una ciencia exacta. Hay actores que trabajan en base a la psicología de los personajes que representan, a otros les basta el fingimiento. A veces funciona la fotogenia; otras, la sensualidad. Y, como los descubrimientos del gran Robert Bresson nos demuestran —Dominique Sanda, Anne Wiazemsky…—, no es raro que el mejor intérprete de una película sea alguien que no tenía ni la más remota idea de técnicas actorales la noche que precedió al día en que un cineasta vio en él la personificación del protagonista del filme que se disponía a rodar. De hecho, hay toda una tradición fílmica —Ermanno Olmi, el Matteo Garrone de Gomorra (2008), Béla Tarr en sus primeros trabajos— que busca actores no profesionales en la idea de que la más mínima técnica interpretativa contamina la espontaneidad precisa para la verosimilitud del personaje.
Siempre recordaré a Najwa Nimri en su creación de la Nuria de Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997), preguntándole a César (Eduardo Noriega) si cree en Dios. Acto seguido estrella el coche en que los dos viajan. Esa Nuria, despreciada por César por el misterio que guarda —además de por ser la chica que sólo parece valerle para una cosa—, en cierto sentido viene a simbolizar la heterodoxia de la actriz que le da vida respecto a la ortodoxia del cine español. Esta intérprete que en las cintas de Julio Medem simboliza el misterio, en aquella de Amenábar se me figura una representación de su propia marginalidad respecto al resto de la producción nacional.
Najwa Nimri (Pamplona, 1972) irrumpió en el cine de los años 90 sin esa experiencia televisiva previa, que se diría preceptiva al resto de las actrices de su generación —Cristina Castaño, Leticia Dolera, Pilar López de Ayala, Lucía Jiménez…— en su mayoría provenientes de series como Al salir de clase (Antonio Cuadri, Elio Palencia, 1997-2002). Que se sepa, con anterioridad a darse a conocer con esas chicas, que se movían entre pistolas y papelinas interpretadas en sus primeras colaboraciones con Daniel Calparsoro —Álex en Salto al vacío (1995), Gabi en Pasajes (1996)— solo constan noticias de ella como integrante de un coro de soul y como vocalista de jazz.
El debut de Najwa Nimri en la pantalla fue sonado. Máxime si consideramos que, hasta entonces, la marginalidad urbana, en lo que a la cartelera española se refiere, no miraba más allá del cine quinqui, una auténtica abominación. Aquella degeneración del entrañable y queridísimo Spanish noir barcelonés de los años 50 y primeros 60 había obtenido el marchamo de autenticidad porque casi siempre estaba interpretada por auténticos quinquis y por la mitificación del marginado a la que la sociedad española asistía entonces, finales de los años 70.
Pero el cine quinqui no era ni bueno ni auténtico. Cuando el consumo de heroína comenzó a extenderse entre los jóvenes del extrarradio de las grandes ciudades, los espectadores supieron que los yonquis atracaban brutalmente a las ancianas para robarles la pensión y comprar caballo, el caballo de la muerte. Es probable que nunca nadie tomase muy en serio aquella pantalla que inspiraron. Desde luego, ya era algo olvidado cuando Calparsoro volvió a aquellos personajes. Lo hizo, además, con una maestría insospechada en un realizador debutante. Localizada en Baracaldo y Sestao, ya sin Altos Hornos, Salto al vacío, aunque brutal como un disparo, es una de las mejores películas españolas de los años 90. Ahora bien, en modo alguno fue una cinta popular.
Puede que aún quede alguien que recuerde a Jon Manteca, un tipo de Mondragón, el Cojo Manteca que le llamaron aquellos que le convirtieron en un icono mediático a finales de los años 80, cuando cobró notoriedad rompiendo el mobiliario urbano durante las revueltas estudiantiles que conoció el Madrid de 1987. Era un punki vagabundo que entraba y salía de prisión. Salto al vacío fue como si Calparsoro hubiese emplazado su cámara frente a los sintecho que robaron la muleta a Manteca sólo por hacerle daño. Nada que ver con el buen rollo al uso y la simpatía hacia aquellos que están en riesgo de exclusión del actual canon. La diferencia entre el cine quinqui y los dos primeros títulos del tándem Calparsoro-Nimri es tan grande como la que pueda haber entre Charlot, el vagabundo de Chaplin en el que todo es candor, y esos vagabundos de las novelas de Jean Genet que abusan sexualmente de los más débiles y hacen daño a todo aquel que pueden. Calparsoro nos mostró la auténtica marginalidad y Najwa Nimri, con la cabeza rapada, era su protagonista en aquel verdadero infierno. Nada que ver con esas actrices que gustan a todo el mundo desde su primera película. Si aquí hubiera habido una pantalla equivalente a ese nuevo extremismo francés —Léos Carax, Oliver Assayas, Bertrand Bonello— la joven navarra se hubiera convertido en una de sus musas.
Aunque la crítica, como no podía ser de otra manera, aplaudió Salto al vacío, ya en Pasajes comenzó a rebelarse contra aquel cineasta que se empeñaba en mostrarles lo que siempre se prefiere no ver: la brutalidad de la marginalidad. Fue entonces, tras aquel segundo título, cuando comenzó a acusarse a Najwa Nimri de estar siempre en un permanente estado de crispación, de no vocalizar correctamente y de dar una dureza impostada a sus creaciones.
A mí, que el realizador y la actriz me ganaron en aquel díptico brutal, siempre me ha parecido que los personajes que ella incorpora guardan invariablemente un misterio. Como esa concatenación de casualidades de Los amantes del Círculo Polar (Julio Medem, 1998), o el de los “nombres capicúas”, que dice Anna, su personaje en aquella cinta, a los palíndromos. No sé cómo lo hace, pero consigue dar la misma verosimilitud a las mujeres entregadas a los amores más poderosos que la vida que a las jóvenes de la marginalidad urbana.
Eso es, después de todo, lo que cuenta, la autenticidad de su trabajo. Solo por esa incógnita que siempre encierra, esos círculos como el que abre su Ana al correr tras la muerte de su padre, Najwa Nimri representa una suerte de heterodoxia frente a la ortodoxia interpretativa del cine español de nuestro tiempo, en el que todo resulta mucho más apacible que sus creaciones. Piedras (2002), de Ramón Salazar, fue otra de sus grandes cintas. Con los años, su filmografía se ha ido enriqueciendo con trabajos para algunos de los realizadores más destacados de la pantalla autóctona —Lucía y el sexo (Medem, 2001), Mataharis (Icíar Bollaín, 2007), Oviedo Express (Gonzalo Suárez, 2007)— sin olvidar al argentino Marcelo Piñeiro —El método (2004)— o al inglés Ken Loach —Route Irish (2010)—.
Recuerdo a Najwa Nimri en su creación de Ana en Los amantes del Círculo Polar, maquillándose frente al espejo, la Noche de San Juan, allí donde el Sol no se pone. Sabe mezclar la sensualidad con la violencia como pocas actrices, los videoclips de YouTube dan buena cuenta de ello. Heterodoxa siempre, a veces incluso alucinada. Pero yo me quedo con sus creaciones más tristes. A veces lo son tanto como esa canción finesa que acompaña los créditos de Los amantes del Círculo polar, una obra maestra.
Najwa Nimri, Daniel Calparsoro y demás malditos de pacotilla de nuestro casi siempre lamentable cine me recuerdan a aquellos versos de Bob Dylan: «Now, little boy lost, he takes himself so seriously.
He brags of his misery, he likes to live dangerously.»