En esa obra maestra que es el Fouché de Stefan Zweig, aparece retratado de manera audaz el genio político que fue Napoleón, como el más enconado enemigo del protagonista del ensayo, y como el punto de inflexión que esa mano escondida en el chaleco supuso para la historia. Y digo bien: genio político, porque habrá quien ahora los discuta en pos de otras variables hoy hegemónicas. Pero volviendo al ensayo, al analizar el talante de le Petit Caporal, Zweig le da una especial importancia a su época previa al consulado con su posterior auge y caída. Su fracaso en Egipto y Siria, esa especie de destierro forzado por las derrotas, ese silencio en la pirámide, esa cárcel de arena. Como todas las grandes mentes, ha conocido el presidio literal o figurado, como Cervantes en Sevilla, como Dostoievski en Siberia, como Lutero en el castillo de Wartburg, como Dante en Ravenna o Nietzsche en Engadina. De aquellos encierros surgió parte de su intelecto.
Pienso en que esos mismos genios de la historia pisan hoy otra cárcel: la del revisionismo patético y absurdo a manos de una sociedad tendenciosa y fanática. Se cumplen ahora dos siglos de la muerte de Napoleón, y Francia vive sumida en una constante encrucijada: o bien resaltan su papel histórico, o bien condenan de manera anacrónica las actitudes reprochables. En unos días, Macron debe dirigir los actos oficiales sin saber muy bien el papel que la República debe tener en ellos. Hay quien se limita a tacharlo de colonialista, homófobo o racista; hay quien piensa que su aparición expandió los valores de una Ilustración que había hormigueado durante un siglo. Si lo compara uno con España, por ejemplo, pienso en su papel regulador de la enseñanza, arrebatándosela a la Iglesia, independizándola de credos, logro que aquí tardaría más de un siglo en instaurarse. Pienso en su código civil, que promueve conceptos como la igualdad ante la ley, la libertad de trabajo, la laicidad, etc. Mientras, aquí, seguía provocando su gustillo el tacto de las caenas.
Más allá de si uno es afrancesado o no, si comparte las ideas ilustradas en el contexto en el que surgieron y su posterior imperialismo, posicionarte en contra de la Revolución Francesa o del posterior consulado napoleónico es como oponerse a la expansión de Roma, con su derecho, sus calzadas y su civilización, por el carácter imperialista del cónsul; es como oponerse a la llegada de Colón a América, con sus universidades, su comercio o sus hospitales, por el carácter tiránico del conquistador; es como oponerse a la revolución industrial por el carácter explotador del patrón o a la aparición de internet por lo enganchado que está el niño al Fortnite. Son hitos en la historia, figuras sin las cuales hoy no seríamos lo que somos; y sin las cuales, por cierto, hoy no juzgaríamos con la moral con la que los juzgamos. En este centenario, pesarán más los pecados coyunturales que los logros presentes. Mal día para cumplir dos siglos, Bonaparte.
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