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Narrar a gritos

El grito es el título de cuatro cuadros del noruego Edvard Munch, quien los pintó alrededor de 1893. De los cuatro, el más famoso se conserva en la Galería Nacional Noruega. Hay dos versiones del cuadro en el Museo Munch, también en Oslo, y la cuarta versión la tiene un coleccionista que en el año 2012 pagó por él la tontería de 112 millones de euros, con los que no sabía qué hacer.

El cuadro no está pintado sobre lienzo, sino sobre cartón, soporte más perecedero que un buen lienzo como los que usaban El Greco, Velázquez, Goya y otros muchos, o las tablas de madera de roble, sobre las que pintaba Pedro Berruguete, el artista de Paredes de Nava que tanta gloria dio al Renacimiento Español y tanto gustaba a Eric el Belga (René Alphonse van der Berghe, muerto en 2020 en Málaga, donde vivía retirado este famoso ladrón y falsificador que anduvo por nuestras tierras afanando lo que no era suyo).

A lo que íbamos, a El grito. Gritar no está bien. No se debe gritar ni a un niño ni a un adulto para reprenderle. Los directores de teatro suelen decir que el actor que grita es un mal actor.

El grito —cuadro— es un tío en un puente tapándose los oídos con las manos mientras grita no se sabe qué. El hombre, en los cuatro cuadros, tiene cara de bombilla Osram de 100 watios. La enfermedad mental de su autor, Edvard Munch, le hizo renegar de ser su autor, alegando que “solo un loco puede haber pintado esta obra”. A los “cuatro gritos” les falta una cosa fundamental para ser considerada una obra de arte: no es bella, no transmite más que desasosiego, desazón, zozobra, angustia. ¡Vamos, que es desagradable de ver y resulta imposible disfrutar de su contemplación, cosa necesaria que deben transmitir las obras de arte!

"Tenemos uno en las retransmisiones futboleras de la televisión que suele utilizar un tono agudo, profundamente nasal, para aguantar todo el partido sin fatigarse y manteniendo ese mismo tono durante toda la narración"

Todo lo antedicho aplíquenlo ustedes a esos comentaristas, especialmente radiofónicos, que narran un partido de fútbol gritando y alargando el sonido de la letra “o” cuando se mete un gol. Hace años era moda obligada. Ahora se observa cierta contención para evitar semejante y pueril ridículo. Dar con un tono brillante —y una vez encontrado mantenerlo— es una de las cosas más meritorias de un locutor.

Tenemos uno en las retransmisiones futboleras de la televisión que suele utilizar un tono agudo, profundamente nasal, para aguantar todo el partido sin fatigarse y manteniendo ese mismo tono durante toda la narración. Nos ofrece al oyente inflexiones que parecen zancadillas o tropiezos imprevistos, frases salidas a impulsos nasales muy eficaces. Nos parece el mejor. Parece hablar a gritos por la alta frecuencia de su voz, que no pasa por el estómago, sino que sale directamente de la cabeza. Es fenomenalmente un gritón contenido, magistral. En seguida hará escuela y aparecerán discípulos. Procuren éstos coger lo mejor que tiene y olviden el contencioso que tiene últimamente con la fonética, concretamente con la letra “u”, pues cuando tiene que decir Bernabéu dice Bernabeo, cuando Joselu Joselo, cuando Vinicius Vinicio.

En fin, tics de maestro.

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