En su reciente obra El hijo del chófer (Tusquets, 2020), Jordi Amat afirma de Josep Pla que tenía “la diabólica manía de escribir” y que sus escritos eran “cuentos sobre geografía humana”. El autor catalán se inspiraba en cualquier cosa, pero siempre prefirió la realidad más próxima e inmediata: lo que veía, lo que estaba sucediendo en ese momento. Le gustaba escuchar a la gente, lo mismo a un pescador o a un payés que a Miguel de Unamuno o a José Ortega y Gasset. No distinguía entre unos y otros porque la esencia de su arte no está en el tema ni en la personalidad tratada sino en el arte de mirar.
Xavier Pla abunda en la idea descrita acerca de la indiferencia hacia los grandes temas en la literatura de Josep Pla: “Fue un escritor que entendió que lo cotidiano era una dimensión de la realidad susceptible de convertirse en el centro de su literatura”.
Conforme vuelvo a los escritos de Pla, me pregunto qué es lo que nos sigue seduciendo de ellos, por qué con el paso de las décadas siguen reeditándose ininterrumpidamente… Y la respuesta me la da David Trueba en el prólogo a Dietarios de Madrid (Madrid, 1921 y El advenimiento de la República) (Destino, 2020). Afirma Trueba: “Tras cien años de lectura continuada no terminamos de degustar a Pla, sino que continua siendo enigmático. Puede que algo tenga que ver en ello su ambigüedad. Sucede algo similar con la longevidad de la carrera de Bob Dylan, cuyas canciones, y no digamos él, siguen sin desentrañarse del todo, y eso los mantiene vivos. Hay algo en su modo de estar en el mundo que tiene que ver con su admirado Goya. Ambos miraron lo más próximo como si fueran extranjeros”.
Me interesa mucho esa idea de David Trueba sobre Pla y Goya: mirar lo propio como si fuera extranjero. Ayer veía una gran película china, Naturaleza muerta, de Jia Zhang-Ke (2006), y observaba el comportamiento de personas cuya cultura nada tiene que ver con la mía. Advertía que, en esencia, eran exactamente iguales a mí, pero los despojaba de los prejuicios que surgen de modo instintivo cuando miro a alguien de mi propia cultura. Esos prejuicios actúan como un visillo, como una tela de araña que me impide ver la esencia de lo real y me entrampa en mi propia visión. Me digo: “Alguien que vive en tal sitio, es mujer u hombre y tiene tal edad, debe pensar así…”. Y no me doy cuenta de que, sin advertirlo, estoy creando un relato que antecede a la observación de la realidad: que se anticipa a la verdad de lo observado.
Goya y Pla son capaces de abstraerse y mirar con ojos nuevos. Para ellos nada es conocido de antemano, atisban como si nunca antes hubieran visto. Y todo lo anterior lo pienso mientras bajo al kiosco y me encuentro con un número monográfico de la revista Muy Arte titulado “Goya: La razón de la pintura”. Lo abro y en la primera página leo una cita del pintor que parece interpelarme: “Nadie se conoce. El mundo es una farsa: caras, voces, disfraces; todo es mentira”. No dudo en comprar la revista, que comenzaré a leer esta misma tarde; pero, entre tanto, mientras escribo, busco el capítulo de Dietarios de Madrid donde Pla visita el Museo del Prado junto a su amigo, el escritor Joan Crexells. Ya lo leí hace días, pero quiero repasarlo por si encuentro alguna clave más, algún indicio que me permita seguir el hilo de mi discurso.
Ante la contemplación del retrato de Francisco Bayeu, se entabla un diálogo entre Crexells y Pla:
Crexells: Este pintor es un hombre peligroso…
Pla: ¿Por qué dice usted eso?
Crexells: Porque hace perder la serenidad. Ante esos retratos, ¿no le dan ganas de proclamar a los cuatro vientos que Goya es el mejor pintor del mundo, y después cerrar los ojos y negarse a ver nada más?
Pla: Dan ganas de eso y mucho más. Goya es fascinante y le obliga a uno a escoger (…). Para un filósofo, eso tiene que ser terrible, porque plantea el problema de la calidad. Los problemas de la calidad son los que la filosofía nunca podrá aprehender.
Crexells (molesto): Es verdad…
Pla: No se aflija. De hecho, siempre ocurre lo mismo: ante la realidad la filosofía es insuficiente, miserable…
El diálogo entre los dos amigos continúa, pero esta última sentencia es quizá el punto culminante. Luego continúan disertando sobre la grisalla del retrato de Bayeu, que a Pla le recuerda el espíritu francés. Y es entonces cuando afirma que “Goya se paseó por Francia como un extranjero, y eso explica lo pintoresco y la profundidad de su visión”.
Crexells, como buen intelectual, porfía en explicarse el porqué de su pasión por Goya, y la conversación concluye de este modo:
Crexells: Quiero ponerme a estudiar estas cosas. Conozco un poco las teorías de la estética, pero me parece que no tienen mucho que ver con el arte.
Pla (irónico): ¿Quiere usted estudiar más todavía? Tanto da… Es muy triste entrar en un museo y no poderlo disfrutar. ¿Qué necesidad hay, ante estas obras puramente empíricas e intuitivas de la pintura, de plantearse problemas de lógica y de sistema? Ahora saldremos del museo pesarosos y preocupados. ¿Es manera esta de salir de los museos? ¿Cree usted que vamos por buen camino?
Según señala David Trueba, el camino de Josep Pla es el del observador desapasionado. El autor catalán afirma: “A mí, por descontado, me gusta la materia, más que nada: la realidad”. Toma partido por un microrrealismo proustiano —la lectura de En busca del tiempo perdido lo marcará de por vida—. Para Pla, la profundidad en la observación del mundo es una forma de ficción. Sus páginas se escriben al dictado de la vida cotidiana, y el periodismo es una forma de literatura idónea para su mirada.
Xavier Pla nos cuenta su ritmo vital, que no abandonará jamás: Josep Pla se levanta tarde, a veces a mediodía, y comienza a escribir o a leer durante la sobremesa. Lleva una intensa vida social al atardecer y vuelve a escribir de madrugada. Tiene una enorme capacidad de trabajo, aunque a veces sucumbe a la desesperación, se siente prisionero del periodismo, se siente obligado a escribir constantemente artículos, lo cual le impide disfrutar de la vida. Aunque quizá su mayor disfrute no sea la vida social, ni siquiera los viajes, sino la lectura porque, según afirma, “leer me hace vivir”. En las páginas de La vida lenta desvela cuáles eran sus lecturas preferidas.
Lee habitualmente prensa internacional en varios idiomas: The New Yorker, Le Nouvel Observateur, Il Corriere de la Sera, Le Monde… Pero también a los clásicos: Plauto y Terencio, El misántropo, de Molière. La vida de Samuel Johnson, de James Boswell, le parece inagotable. Del Journal Litteraire de Jean Leautaud dice que a veces es anodino pero también adictivo, no puede dejarlo… También lee la Historia de la Literatura Italiana, de Francesco de Sanctis. ¿Cuándo tendremos en España algo comparable?, se pregunta. Ama a Baroja y detesta a Galdós, que le resulta espeso y aburridísimo. En cambio, de Baroja destaca su aguda observación de la realidad y su estilo descuidado y digresivo, que se parece al suyo.
En este sentido, apunta David Trueba que Pla fue el escritor que Baroja no quiso ser; mientras el primero se centró en el periodismo, el segundo lo hizo en la novela, pero sus estilos se parecían mucho, observación en la cual coincido. En cuanto al estilo descuidado y digresivo, no hay más que observar El cuaderno gris (Destino, 2020), que es un auténtico montaje textual. Parte de un dietario juvenil de 1918 y mezcla este con textos publicados mucho más tarde en periódicos o revistas, escritos inéditos y fragmentos reelaborados. El libro, pese a su aparente unidad, es un auténtico collage.
Por la tarde, a la caída del sol, al fin puedo sentarme tranquilamente a leer la revista Muy Arte dedicada a Goya. La portada y la contraportada son una sugerente reproducción de la Maja desnuda. La portada termina en el ombligo y por la contraportada descienden sinuosas las caderas, las piernas y los pies. Buscando inspiración en los Dietarios de Madrid de Pla, me centro en un capítulo dedicado a los retratos goyescos, una de las formas más puras de observación de la realidad. Isidro Puig, historiador del Arte de Valencia, describe cómo en 1789, recién nombrado pintor de cámara, Goya tuvo que acometer el retrato oficial del nuevo rey Carlos IV. Era una labor de la máxima importancia, que debía acometerse con celeridad, porque de ella dependía la imagen oficial del monarca, un hombre que debía mostrarse afable y más próximo al pueblo para contrarrestar los efectos de la Revolución Francesa.
La rapidez no era ningún problema para Goya, porque precisamente era su modus operandi. Los pintores más académicos y neoclasicistas lo tachaban precisamente de descuidado y chapucero. En la mente de Goya estaba sin embargo la observación de lo real, la captación de la esencia del personaje. Poco le importaba que sus pinceladas fueran limpias y perfeccionistas. Una vez había expresado aquello que deseaba sobre la psicología del personaje, procuraba dar por terminada la pintura lo antes posible, sin gastar más tiempo en ella. Obsérvese en este punto el sutil parecido entre el realismo pictórico de Goya y el literario de Josep Pla o Pío Baroja.
Cuando Goya acomete su primer retrato de Carlos IV, hay otros pintores relevantes que compiten con él por conseguir esa primera imagen oficial del soberano ilustrado: su cuñado Francisco Bayeu —gracias al cual consiguió trepar desde Zaragoza a la Corte de Madrid—, Antonio Carnicero, Salvador Maella… Los retratos de los tres últimos parecen de cartón piedra ante la vivacidad del que ejecuta Goya, que parece estar vivo. El rostro goyesco del monarca se copiará decenas, cientos de veces, gracias al calco que se hizo del primer retrato de 1789. Las copias las ejecutará el propio Goya, o pintores de segunda fila que simplemente cambian la vestimenta del rey para distintas instituciones y organismos del Estado.
Y mientras me adentro en la web del Museo del Prado y viajo en detalle por el Retrato de Carlos IV de 1789, pienso en cómo poner fin a este artículo del modo más locuaz y menos abrupto… Pero no se me ocurre el modo de hacerlo. Prefiero recorrer una vez más el cuerpo de La maja desnuda en la portada y la contraportada de Muy Arte mientras pienso que, en realidad, mi artículo no necesita un final, porque tampoco tiene un principio… Todo él ha sido un mero narrar sin propósito.
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