En el mundo de los videojuegos se hace distinción entre la parte de la historia que ocurre siempre de la misma manera (narrativa embebida) y aquella que es variable y depende del comportamiento del jugador (narrativa emergente).
Lo más interesante de la narrativa emergente es que no es exclusiva de los videojuegos. Dos personas no imaginan las mismas cosas cuando leen el mismo libro; hay algo único en cada una de ellas. Lo mismo podría decirse del cine, tal vez en menor medida: la suma de imagen y sonido se lo da casi todo pensado al cerebro, pero es indudable que dos espectadores no ven tampoco la misma película.
Se puede gastar una tarde encontrando ejemplos, pero el concepto central es que una parte de la experiencia depende de cada uno de nosotros.
Ahora nos encontramos en los albores de una tecnología que va a cambiarlo todo: la realidad virtual. Le está costando llegar —más de lo que se esperaba—, pero terminará por hacerlo, y cuando lo haga le pegará un vuelco tan brusco a la sociedad como lo dio en su momento la televisión.
Comenzará como algo exótico; ese es más o menos el punto en el que estamos. De momento se trata de un pasatiempo revolucionario que nos ausenta de nuestro espacio y de nuestro tiempo. Un juego.
Dentro de poco mejorará la tecnología, bajarán los precios y crecerá el número de aplicaciones. Empezaremos a usar las gafas con más frecuencia. Se convertirán en la vía de entrada a un mundo diferente o, mejor dicho, a varios, y sustituirán con rapidez a los teléfonos móviles. Primero dedicaremos los momentos de descanso a la conexión con el mundo virtual y, más adelante, haremos todo lo contrario: utilizaremos la realidad como refugio.
Pasaremos tantas horas conectados que llegaremos a hablar de dos maneras de medir el tiempo. Todo nos parecerá lento en el mundo real, mientras que en el virtual las horas parecerán minutos y los minutos segundos.
Nos engancharemos; es evidente. Y tendremos problemas. Surgirán nuevos tipos de adicción y trataremos de alejar a nuestros hijos de ellas. Trataremos de dosificar el uso que hacen del invento, mientras que nosotros nos esconderemos para utilizarlo sin que tomen mal ejemplo de nuestra actitud. Como parte del acompañamiento, entraremos con nuestros hijos dentro de los mundos virtuales. Y viajaremos menos, porque será más fácil llegar a los sitios sin desplazarnos hasta ellos.
Después la tecnología pegará el siguiente salto con la implantación definitiva de la realidad mixta: elementos virtuales que las gafas nos mostrarán sobre el mundo real. De esta manera ya no hará falta que nos las quitemos en ningún momento; las llevaremos puestas a todas horas y la supuesta ventaja será que podremos elegir cuándo queremos ver la realidad tal cual es y cuándo preferimos que las gafas la modifiquen. Entonces surgirá un problema mental y otro social. El mental será que nos acostumbraremos a ver la realidad transformada y se nos hará difícil verla como es de verdad. El problema social será que aprenderemos a fingir que estamos mirando a la gente que tenemos delante aunque, en realidad, estemos viendo lo que muestran nuestras gafas. De este modo nos sentiremos más cerca de personas que están lejos que de aquellas que están a nuestro lado.
Cuando alcancemos este nivel de conexión con la tecnología tendremos la impresión de que toda la narrativa es emergente; todo será lo que nosotros queramos que sea y los reductos invariables que aún queden serán mínimos. Estaremos convencidos de que la historia se ha dado la vuelta.
Este artículo es una mera conjetura, pero si algo de lo que he escrito en él te resulta familiar, significa que lo que está a punto de suceder ya ha sucedido antes. Significa que conocemos una parte de la narrativa: la base de la historia que es siempre la misma y que está embebida en nosotros.
Significa que llegará un momento en el que nos convertiremos en el único elemento del juego que no se pueda cambiar.
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