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Narrativa médium

A veces sucede que una novela nace sin que se tengan los personajes ni la trama, sólo con el sustento de una voz que viene de alguna parte e insiste, febril, en pronunciarse, buscando las manos que la pongan en negro sobre blanco, como suele decirse.

Esto es exactamente lo que le pasó hace algunos años a Ottessa Moshfegh, cuando dio con un recorte de periódico en el que se explicaba sucintamente que en el Salem (Massachussets) de los 1850 un marinero había sido asesinado por un compañero de navío, cuyo juicio era inminente. La voz de este último, atrapada durante casi doscientos años en el papel microfilmado de una hemeroteca digital, logró saltar a la mente de la escritora norteamericana.

"La voz de este marino cautivo, desatada por la resaca, el síndrome de abstinencia y el delirio, se dedica al empeño, tan virgiliano, de narrarlo todo"

«Una vez que comencé a trabajar en el libro, pude oírle divagando en mi cerebro, impaciente y salvaje», ha dicho Moshfegh sobre McGlue, su personaje. De hecho, el propósito de esta novela epónima es remontar esa voz, esa impaciencia, para explorar más profundamente al personaje. McGlue es embarcado en un buque mercante y encerrado en su bodega, acusado de haber matado a su amigo Johnson. Todavía bajo los efectos de una larga borrachera y con una brecha en la cabeza, McGlue no puede recordar nada acerca de los hechos que se le imputan. Su mente, alcoholizada, bascula entre dos acicates: por un lado, indagar en el oscuro remolino de su memoria para recordar si realmente él mató a Johnson y, de ser así, entender por qué habría querido asesinar a su mejor amigo. Por otro lado, y mucho más acuciante, saber de qué manera va a convencer a sus centinelas para conseguir su siguiente trago.

Moshfegh sumerge al lector en esta terrible resaca que es el viaje de vuelta de McGlue, desde Zanzíbar a América, para ser sometido a juicio. La voz de este marino cautivo, desatada por la resaca, el síndrome de abstinencia y el delirio, se dedica al empeño, tan virgiliano, de narrarlo todo. Tan pronto está aquí y ahora, describiendo cuanto sucede a su alrededor, como es asaltada por recuerdos ubicuos. Una noche de juerga en el Nueva York de la segunda mitad del XIX, un enfrentamiento con prostitutas en Sevilla, un faquir tragando un sable en Calcuta. Los recuerdos, además, producen visiones, traen a fantasmas de visita. Así, al observar su vaho en la fría mazmorra de Salem le parecerá ver a antiguos compañeros de farra, como Dwelly (“mi vaho era blanco y Dwelly”). En varias ocasiones, será el propio Johnson el que se materialice junto a él para hablarle, haciéndole dudar de que esté realmente muerto.

A medida que la trama avanza de la bodega del buque a las cuatro paredes de una celda en tierra firme, la embriaguez va amainando y la prosa se hace más sobria. La confusión etílica, las visiones, los fantasmas invocados, dejan paso a las confesiones de su relación con Johnson, a la confrontación con el pasado turbulento, los precisos recuerdos de infancia y juventud que han llevado a McGlue a convertirse en la clase de persona que es.

"La libreta que el abogado le ha dejado sigue en la mesilla, en blanco. Los periódicos publican la voluntad popular de que McGlue sea sacrificado"

¿Y por qué ha matado a Johnson? Ahora es la libreta que el abogado asignado le ha entregado para que ponga en orden sus pensamientos la que le anima a indagar en su memoria. La relación entre ambos ha sido una historia de degradación. Del mismo modo en que el sombrío Rimbaud llevó al afable Verlaine al lado oscuro, McGlue ha llevado a Johnson al más puro nihilismo. McGlue es un bruto que pronto abandona la escuela, atormentado por la muerte temprana de su hermano, y la sustituye por un largo trago de alcohol que va encontrando de botella en botella, lo que acaba por convertirlo en un sucio y malhablado pendenciero. Johnson, en cambio, es un hombre rico, guapo y encantador, que salva a McGlue de morir congelado cuando lo encuentra tirado en una cuneta de New Haven (Connecticut) y lo sube a su caballo. Ese día, sin saberlo, su vida empezará a girar en torno al sumidero. Hasta entonces ha sido una persona alegre y con ilusión en el porvenir (“»Solía hablar del valor de las cosas, de lo que costaban frente a lo que costaba hacerlas. Relojes de bolsillo y abrigos elegantes, libros y sombreros, un buen vino. «Quiero saber de dónde provienen las cosas», me decía”). De hecho, es el propio Johnson el que convence a McGlue para hacerse marineros y ver mundo. Pero su relación con él lo llevará a su infierno de alcohol, sexo y locura que le obligará a abrazar su lado salvaje y oscuro y lo llevará al eventual final trágico cuyos motivos se nos escapan de las manos.

Las horas se consumen en la celda, la hora del juicio se acerca. La libreta que el abogado le ha dejado sigue en la mesilla, en blanco. Los periódicos publican la voluntad popular de que McGlue sea sacrificado. Pero la voz se ha pronunciado y, cuando el libro acabe y tenga que volver a encapsularse en la noticia microfilmada de un viejo periódico de Nueva Inglaterra, podrá, como el genio que vuelve a su lámpara, hacerlo con la esperanza de haber dejado aquí algunas cosas del otro lado.

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Autora: Ottessa Moshfegh. Título: McGlue. Traducción: Inmaculada C. Pérez Parra. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros.

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