La proa cabecea entre las olas, mojando ambas amuras, mientras el viento proyecta el agua con fuerza hacia la popa del velero, donde la gran cabina protege al navegante. Sabe que es hora de regresar a ese infierno blanco de espuma y rociones, de sentir cómo el agua helada le golpea y le recuerda que no hay vuelta atrás posible. Tras comprobar que todo está bajo control, lee la previsión meteorológica y estima cuánto tiempo va a durar la pesadilla. Los rociones quedan al otro lado del plexiglás, que le permite ver el estado de las velas. Aprovecha un momento de calma para hacer un vídeo y mostrar lo que significa dar la vuelta al mundo a vela, en solitario y sin escalas.
Gracias a internet podemos seguir su periplo en tiempo real, pero antes no teníamos más remedio que recurrir a los libros si queríamos acercarnos a la crónica de unas sensaciones al alcance de unos pocos. Por suerte, a los privilegiados aventureros siempre les ha gustado relatar sus hazañas por escrito, para que su experiencia sirva a quienes quieran llegar más lejos sin cometer los mismos errores. Un buen ejemplo es el libro El último desafío, de José Luis de Ugarte, el primer español en tomar la salida en Les Sables d’Olonne, que seguramente haya leído Didac Costa, participante de la actual edición y cuarto español en embarcarse en esta regata.
El relato forma parte de la mítica colección amarilla de la Editorial Juventud, que ha saciado la curiosidad aventurera de varias generaciones de lectores con títulos imprescindibles, escritos en mayúsculas sobre fondo amarillo, tapa dura y fotografía evocadora en la portada. Mi padre los coleccionaba, y me han visto crecer desde la estantería más alta del salón, inalcanzables cuando era un niño y los veía desde lejos, alzando la cabeza como quien observa el lugar al que un día espera llegar. Ahí estaban, y siguen estando, Navegando en solitario alrededor del mundo, de Joshua Slocum; El largo viaje, de Bernard Moitessier, y La expedición de la “Kon-Tiki”, de Thor Heyerdahl, entre otros. Gracias a su lectura aprendí mucho sobre la navegación, pero también sobre la vida, porque, al fin y al cabo, toda singladura es un viaje al centro de nosotros mismos, de nuestros miedos, de nuestros anhelos, de nuestra capacidad de afrontar problemas y encontrar soluciones.
La mayoría son crudos relatos en primera persona, sin florituras, en los que la realidad se muestra tal y como es. A veces no son fáciles de leer, pero en esa descarnada condición reside su interés, en su capacidad de situarnos en el centro de una acción real, cuyos detalles nos desvelan secretos solo accesibles a quienes osan llegar hasta allí. Tal vez los actuales marinos recurran a esos libros para enfrentarse a la soledad, cuando las condiciones meteorológicas y el mantenimiento del barco les den el respiro que les permita apreciar la verdadera dimensión de su aventura.
Los veleros que todavía navegan por esas páginas poco tienen que ver con los que ahora dan la vuelta al mundo, maravillas tecnológicas que alcanzan velocidades inimaginables con la simple fuerza del viento. Los últimos ingenios en incorporarse son los foils, unas “alas” capaces de elevar la carena por encima del agua, reducir el rozamiento y aumentar la velocidad. Seguramente estos barcos voladores batirán el actual récord de la Vendée Globe. De momento, sus vídeos y sus escritos hacen soñar a quienes vivimos confinados e imaginamos que un día despertamos a su lado, mecidos por el mar y el viento, viendo cómo el sol despunta entre las olas.
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