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Navidad en Venecia

A la memoria de Sonia Kaliensky*

Hubo una vez una chica que quiso morir en Venecia, ese pez bizantino que se pudre lentamente sobre el mar. Lo decidió en mitad del silencio del hombre que ya no estaba a su lado, sabiendo que antes tendría que cumplir con los vivos en algunas cosas. Pagar la última noche del lujoso albergo era una de ellas. Su amante se había marchado creyendo que ella lo haría poco después, pero no fue así. Desde la habitación de fumador con la king size bed orientada al Gran Canal, lo vio guardar la desorbitante factura en el bolsillo interior de la chaqueta de lana Harris bajo la nieve del muelle con gesto inexpresivo, casi displicente, sin volver la vista atrás.Uno no debe vivir dejando deudas pendientes; esa es la primera regla del soldado que regresa con vida y remordimientos, pequeña mía”, solía decirle siempre. Ahora comprendía que no solo se refería a las cuentas de hotel.

"La salpicadura del agua como metralla fría en el rostro les hizo desviar la atención a la verdadera belleza"

La llegada a la Venecia invernal siempre era atropellada, porque él imponía un ritmo marcial que de ninguna manera podía ser desobedecido por quienes formaban parte de su mundo. Caminaba a grandes zancadas a lo largo del corredor que conectaba el aeropuerto Marco Polo con la zona de los taxis acuáticos, seguido, unos pasos más atrás, por aquella chica con flamantes botas de tacón alto y un abrigo de pieles heredado de su madre, un poco anticuado, que la hacía sentirse cálida y culpable, abrazada por todos aquellos pequeños cadáveres de visón. El avispado piloto de la Riva, entrenado desde niño en la inferencia lógica como método de supervivencia, había apostado por lo seguro al verlos llegar: I signori alloggiano all’hotel Danieli, vero?

Los sillones de cuero blanco, la suave caoba color avellana y el rugido inconfundible del motor Chrysler convertían aquella lancha en un objeto irreal y cinematográfico. “Tan hermosa como la Venus de Milo”, le decía ella guiñándole el ojo. “Eres una snob”, se burlaba él. “Por eso te amo”. Ambos mentían con descaro en sus afirmaciones, pero el juego frívolo de las citas había creado desde el principio entre ellos una complicidad singular.

"Aquel coronel Cantwell bebedor y enamorado disparó a los últimos mientras esperaba su propia muerte al otro lado del río y bajo los árboles"

La salpicadura del agua como metralla fría en el rostro les hizo desviar la atención a la verdadera belleza; aquel mar construido recibía a los amantes con la diminuta isla de Tessera a babor y el cementerio de San Michele al otro lado del oleaje y los altos cipreses. Algunas gaviotas los miraban inmóviles en sus sessolas, vigías malhumoradas de los huesos de Stravinsky y Diaghilev. “Ya no quedan patos”, pensó la chica absurdamente. Aquel coronel Cantwell bebedor y enamorado disparó a los últimos mientras esperaba su propia muerte al otro lado del río y bajo los árboles. Sintió una punzada similar a la que mató al cazador y cerró los ojos. El hombre que la acompañaba la besó larga, dulcemente. Un ánade azul pasó, contradiciéndola, por encima de la Isla de los Esqueletos cuando la lancha alcanzó la Riva degli Schiavoni.

Nunca le gustó aquel hotel. Era excesivo en todo; en columnas, casetones, chimeneas, arañas de cristal; en alfombras espesas, en mármoles veteados de Turquía, blancos de Carrara, negros, jaspeados, rojizos; un hotel excesivo en siglos y en fantasmas, y por supuesto, en precio. Una vuelta de tuerca del lujo veneciano que su listo fundador, Giuseppe Dal Niel de Friuli, más conocido como Danieli, supo moldear con todo el dorado que fue capaz de encontrar hasta asfixiar la austera nobleza medieval de los Dandolo, primeros habitantes del palazzo. De ellos quedaba el recuerdo en el nombre del bar, donde la Navidad anterior él se había dejado fotografiar bebiendo un cóctel de champaña. Se la hizo llegar por mail, y era de las pocas imágenes que tenía de su amante, quien detestaba ser objetivo del foco. La estudió tan detenidamente y durante tanto tiempo que incluso llegó a ser capaz de percibir, en el invisible ojo azul de la esposa que encuadraba, una mezcla singular de admiración distante, costumbre y amor. Imaginaba al matrimonio después de hacer aquella foto, apurando el aperitivo antes de subir a la terraza cubierta con aires de transatlántico de la White Star Line, sentados en una mesa estratégicamente elegida con la cubertería de plata a la derecha, el Palazzo Ducale a la izquierda, y la copa de Barolo al frente, tiñendo de rojo las vistas de la Chiesa di San Giorgio Maggiore, mientras el nuevo año iluminaba con fuegos artificiales sus manos enlazadas sobre el mantel de lino.

Caffè Quadri

"La cubertería de plata a la derecha, el Palazzo Ducale a la izquierda, y la copa de Barolo al frente, tiñendo de rojo las vistas de la Chiesa di San Giorgio Maggiore"

Tras salvar la imponente escalera gótica, los amantes sintieron la urgencia de la soledad. Rodeados por todos aquellos espejos redundantes, se amaron durante horas en mitad de un festín de piel bronceada mil veces multiplicada en el reflejo de otros cuerpos similares a los suyos, de los que también disfrutaban, emborrachando de sexo la mirada. Con los últimos restos de conciencia, la chica arrojó el recuerdo de aquella fotografía a las aguas de la Laguna para concentrarse en la orgía oscura, desesperada, voraz, paciente, enamorada e inagotable que habría hecho sonrojar al mismísimo Casanova y a su hermosa Francesca Bruschini, desnudos y barrocos, en la buhardilla del número 6673 de la Barbaria de le Tole.

Barón Corvo

Casanova

Dos damas venecianas, Carpaccio

La Piazza de San Marcos comenzaba a llenarse de turistas a aquellas horas de la mañana. Olía a cappuccino y a salitre, y el vaho empañaba los escaparates de las tiendas. Ella pegaba la nariz al cristal helado de la joyería Nardi. “Son maravillosos los Moretti, pero ¿has visto qué precioso es ese pequeño ferro hecho de oro? Si viviésemos juntos en Venecia yo sería tu gondolera, como la joven Zildo”.

“Bueno, me temo que yo no soy el Barón Corvo, pero veremos qué se puede hacer”.

"Se amaron durante horas en mitad de un festín de piel bronceada mil veces multiplicada en el reflejo"

Arrebujados sobre el terciopelo dieciochesco del café Florian devoraban sus cornettos, todavía tibios, mirándose a los ojos. El ferro brillaba en el cuello cálido de la chica. “Ahora no pareces una gondolera, pequeña mía. Sonríes como la mismísima contessa Renata”.

El frío de diciembre cortaba las piedras, pero no les importaba. Como toda ciudad medieval, Venecia había sido diseñada para engañar a la intemperie. Las calles secundarias, dobladas y equívocas que se desplegaban en torno a los concurridos espacios turísticos, recompensaban con insólita soledad a los viajeros que se atrevían a desafiar su laberinto. Aquel hombre experto en mapas sabía orientarse sin dificultad. Ella le había visto moverse por el zoco de Orán, el Gran Bazar de Estambul, las callejuelas de la vieja Tiro, la selva de El Salvador o las carreteras nevadas de los Cárpatos con la naturalidad del que sabe que le va la vida en ello. Sobrevivir era su profesión, y la ejercía incluso cuando no era necesario.

Retrato de caballero, Lorenzo Lotto

“Aprende a identificar el recorrido del sol, a localizar las posibles salidas antes de entrar en cualquier lugar, a doblar el plano de manera estratégica para que, desde el bolsillo, puedas sacarlo y echar una ojeada rápida sin llamar la atención y, sobre todo, pequeña, no confíes nunca tu suerte a la tecnología, porque tarde o temprano fallará”.

"Habría hecho sonrojar al mismísimo Casanova y a su hermosa Francesca Bruschini, desnudos y barrocos, en la buhardilla del número 6673 de la Barbaria de le Tole"

Evitando las calles principales, cruzaban algunos campi con puestos de frutas y verduras, numerosos campielli con los gatos de Corto Maltese dormitando en pozos de mármol de cuatrocientos años de antigüedad; húmedos sotoportegos, ramos oscuros donde siempre se besaban, cortiles, fondamente, rio-terras, rugas y viejos puentes con nombres deliciosos: Puente de los Asesinos; Puente de las Peleas, del Paraíso, de la Muñeca, del Tuerto, y el singular Ponte Chiodo, sin barandilla. Ella adoraba cruzar ese puente, porque era el único lugar público de Venecia donde él le cogía la mano.

Peggy Guggenheim

"Como toda ciudad medieval, Venecia había sido diseñada para engañar a la intemperie"

El recorrido, en realidad, era una excusa para visitar a los conocidos de siempre: en la Galleria della Academia, al Caballero Joven pintado por Lorenzo Lotto, al que los íntimos llamaban cariñosamente duque de Bomarzo por obra y gracia de Mujica Lainez y la editorial Seix Barral; en el Ca’Venier dei Leoni, a la incomparable Peggy Guggenheim, que quizás hizo de ella misma la obra de arte más auténtica, más costosa y más duradera de su increíble colección. En el museo Correr, imposible evitar el reencuentro con las dos damas del enigmático Carpaccio a las que Ruskin, ese “sacerdote del arte”, convertiría en prostitutas venecianas; y en Ca’Pesaro siempre les esperaba la belleza modernista de la hermana de Boccioni, eternamente oculta entre sombras color pastel. Terminaban su largo paseo en la punta de la Dogana donde aguardaban, tiritando bajo la farola, para saludar a un viejo amigo; un joven flaco y aventurero que solía aparecer por allí con la última luz de la tarde, mochila al hombro, a leer un rato en soledad un librito desconocido de Fruttero y Lucentini.

Retrato, Uberto Boccioni

Luego cenaban en la Antica Carbonera o en l’Osteria di Santa Marina, devorando los espaguetis con botarga y el fegato con polenta mientras se miraban a los ojos deseando estar desnudos otra vez.

"Se detuvo y los saludó en mitad de la Marcha Radetzky, tocándose el ala de su sombrero de gabardina"

Llovía a cántaros en la Piazza desierta, pero a los músicos del café Quadri parecía no incomodarles, desempeñando, solemnes, su papel de impasible orquesta de un Titanic de piedra. “Lord Byron, Goethe, Stendhal, Henry James y tantos otros ilustres parroquianos se habrían sentido orgullosos, como ella lo estaba aquella noche, de ese elegante e inútil gesto”, pensó la chica. “¡Beau Geste, caballeros!” El hombre que caminaba a su lado parecía leerle el pensamiento; se detuvo y los saludó en mitad de la Marcha Radetzky, tocándose el ala de su sombrero de gabardina. Luego se volvió a besarla. “No tan inútil, pequeña. No tan inútil”.

La noche descorría las cortinas del teatro de Venecia modificando la sólida escenografía de Canaletto. La ciudad se abría como una cortesana asomada al Gran Canal, exhibiendo su vulnerable belleza de vidrio de Murano iluminado, mientras la góndola de los amantes avanzaba por canales recónditos. Bajo una áspera manta militar, él la acariciaba suavemente, un gesto inusual en aquel hombre cuyas manos estaban hechas para maniobrar el timón, leer viejos libros, montar a ciegas un kalashnikov, brindar el placer brutal de unas pocas horas de hotel, o matar. Amaba tanto a aquel hombre egoísta, valiente, injusto y desconocido que deseó con todas sus fuerzas que muriese allí, entre sus brazos, sobre aquel ingenio oscuro y asimétrico que, a pesar de sus doscientas ochenta piezas y sus ocho tipos diferentes de madera, era capaz de flotar con la elegancia de un bucintoro fúnebre.

"La ciudad se abría como una cortesana asomada al Gran Canal, exhibiendo su vulnerable belleza de vidrio de Murano"

De repente se dio cuenta de que estaba tremendamente cansada. Nunca tendría una forcola de nogal en la biblioteca, ni un gonfalone veneciano ondeando en la driza de babor, ni una Navidad en el Danieli o un anillo de bodas. Pero tenía aquella noche en la góndola y la súbita aparición del condottiero Colleoni con su imponente ferocidad de bronce; el reflejo de La Fenice en el agua sucia; una magnífica colección de fotografías de camas revueltas en casi todos los hoteles del mundo y el anillo de plata saharaui de un muerto. Eso tal vez justificara una vida.

También tenía aquella pulsera de oro que él le regaló una Navidad; finísima, como un filamento amarillo, que se doblaba siempre al apoyar la muñeca en la mesa.

"Afuera, los fuegos artificiales como trazadoras lejanas anunciaban la llegada del nuevo año"

Sola, en aquella enorme habitación, sintió mucho frío. Se quitó la pulsera con cuidado y la dejó sobre la colcha. Estaba un poco deformada y no brillaba demasiado, pero sumada al anillo de plata podría valer como pago por la habitación. Lo sacó con dificultad. En el dedo anular se distinguía la marca más clara, como otro anillo de piel que nadie podría arrancarle. Esbozó una sonrisa al pensar en las oportunas palabras que acompañaban la biografía de aquel regalo: “Dime, Maharabi, ¿qué es para ti la muerte?”. “Nunca lo había pensado, sahafiin. Supongo que alguien coge tu fusil; alguien te quita el anillo; alguien se acuesta con tu mujer… Baraka”.

Miró a su alrededor. Todo estaba ordenado y silencioso. Afuera, los fuegos artificiales como trazadoras lejanas anunciaban la llegada del nuevo año. La bañera de mármol brillaba con sobria elegancia de columbario pompeyano, y ella agradeció el calor del agua casi hirviendo cubriéndole la piel. Palpó el pequeño ferro de oro y sonrió al pensar en el ambicioso Caronte. Luego cogió la cuchilla afilada. Y no pensó en nada más.

La bella dormida, de Butto

*Conocida por los venecianos como La Bella Dormida, era una aristócrata rusa que se suicidó durante los Carnavales de 1907 por un desengaño amoroso. Sus padres encargaron al artista Butto que la representase tal y como falleció, en camisón en su habitación de un hotel veneciano. Dos siglos después, allí sigue, en el cementerio de San Michele, mostrando su hermosa muerte congelada en bronce, aunque ya nadie recuerde aquel tremendo acto de amor.

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