[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, XXXII: NÁYADE
—Abuela, cuéntame lo de la niña Doria.
—¿Otra vez? Pero, criatura, ¿es que no te cansas nunca de oírlo?
Nunca me cansaba de oírlo. Los veranos en el pueblo eran como un regalo que tenía algo de ritual. Los paseos por el bosque con mi tío Juan; los juegos brutales con mis primos, que eran oriundos e intentaban impresionar a aquel ratón de ciudad que era yo; los canturreos de la tía Virginia, que siempre fue un poco a la buena pero muy simpática, casi como una chiquilla grande; los olores que emanaban de las cazuelas de la tía Hortensia, que hacían que mis tripas clamaran con un hambre que solo era posible en aquel rincón del mundo. Los rezongos de la abuela, su rosario eterno musitado en un “bisbisbis” que me hacía dar cabezadas de sueño, sus caricias torpes que parecían más bien pescozones. Y los cuentos. Porque, esto lo aprendí pronto, aquella mujer diminuta y hosca era una narradora prodigiosa. Alguien que, de haber tenido otra suerte y otra vida, quizá habría logrado hacerse un nombre en el mundo de las letras. Quizá.
Estaba el cuento de Los Tres Soldados; el de la ninfa que lloraba en la fuente; el de la cabra que hacía milagros, aunque todos tenían truco; el de la vieja lavandera que, en realidad, era una bruja sabia; el del príncipe que se perdía y acababa encontrando un castillo embrujado; el de las ánimas que acosaban al pobre panadero… y mi favorito: el de la niña Doria. Aquel no le gustaba a la abuela, eso se notaba enseguida. Tal vez por eso yo insistía en oírlo cada noche, maravillado por un secreto que solo alcanzaba a vislumbrar, pero que permanecía tercamente resguardado entre los misterios familiares. No era más que un niño. Nunca entendí que mi empeño abrumaba a la pobre anciana.
—El de la niña Doria, abuela, por favor —me empecinaba.
Ella suspiraba, ajustándose la gruesa chaqueta de lana, estremecida por recuerdos solo suyos. Y claudicaba, siempre.
—Ismael era el hermano de mi padre —relataba entonces, con voz queda—. Muy buen mozo, rubio, como si hubiera nacido lejos. Tenía unos ojos azules que te dejaban sin aire. No quiso aprender el oficio de carpintero, y mi abuelo Damián se llevó un buen disgusto. Ismael no valía para el campo, ni para la madera. Este pueblo se le quedaba pequeño. Quería ver el mundo. Así que se su madre le preparó un saco, porque de pobres que éramos entonces ni maletas teníamos, y él se marchó silbando a coger el tren de la costa. Lloré cuando le despedimos. Lo quería mucho.
Una pausa, ineludible. Un par de minutos de silencio, para recobrarse de las penas antiguas. El pañuelito blanco, extraído de su escondrijo en la manga, para secar una lágrima que nunca pude ver, que no estaba allí, pero que la abuela aún podía sentir rodando por su mejilla. Una sonrisa pequeña, como una promesa.
—Durante años solo supimos de él por las cartas —seguía entonces—. No contaba gran cosa, aborrecía escribir y no se le daba bien. Le bailaban las letras. Aún así, aquellas cuartillas eran como un tesoro en esta casa. Yo era bastante espabilada en la escuela, así que me tocaba a mí leerlas en voz alta. El abuelo siempre meneaba la cabeza, como enfadado, pero sé bien que estaba orgulloso a su manera. La abuela lloraba de pena y de alivio, y decía “gracias a Dios, gracias a Dios, ay, este hijo mío perdido por el mundo”. Entonces, dejamos de tener noticias. Y llegamos a temernos lo peor. La abuela se metió en la cama y ya no salió. Se consumió de angustia. Tres años después de enterrarla, Ismael apareció por el camino del molino viejo. Con menos pelo, con más arrugas, con los mismos ojos de trasgo. Y con la niña Doria de la mano.
—… con la niña Doria de la mano… —repetía yo, embelesado.
—Era tan guapa que no parecía real —musitaba ella, casi con temor—. Como una aparición. Como una Virgen pequeña. Por más que Damián le preguntó, Ismael no quiso decir nada sobre la madre de aquella criatura. La dejó aquí y se fue en plena noche, sin una explicación, sin despedirse. Y ya no volvió nunca, ni escribió más cartas. La niña Doria era distinta. No jugaba, no sonreía, apenas hablaba. Andaba siempre como melancólica, caminando despacio, como los fantasmas. Cantaba por lo bajo una música extraña, sin palabras.
—La misma que canta la tía Virginia… —apuntaba yo, como si lo hubiera descubierto en un alarde de genialidad.
—La misma, sí —asentía mi abuela—. A fuerza de oír esa canción se nos quedó a todos atravesada en la cabeza. La niña Doria la repetía de principio a fin, como si estuviera atrapada en ella. Nunca aprendió a hacer las cosas de casa, ni tuvo interés en nada. Solo se escapaba al río a meter las manos en el agua, y volvía como ausente, alelada, inquieta. “Es una inútil”, protestaba mi padre. “Tiene la cabeza vacía”. La tía Hortensia la quería con locura. Le trenzaba aquel pelo negro que parecía seda, le hablaba de las cosas del pueblo y de los vecinos, pero la niña Doria no respondía. Era como si no estuviera allí. Y entonces, cuando debía tener unos dieciséis años, aunque nunca supimos qué día nació, ni en qué año, la niña Doria echó a andar hacia el río, como hacía cada día. Y no la vimos más.
—¿Y a dónde fue? —preguntaba yo, pese a que ya conocía la respuesta.
Mi abuela se inclinaba entonces hacia mí, en la penumbra del dormitorio, con un gesto enigmático en su cara llena de surcos.
—Al mar —sentenciaba—. Eso dicen. Que escapó de esta aldea de tierra y de bosques. Que volvió con los suyos.
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