Lunes, 10 de julio
Son las once de la mañana cuando encuentro a Paco Ignacio Taibo II sentado en la terraza del hotel Don Manuel. Fuma uno de esos cigarrillos negros, negrísimos —como si el tabaco fuese una prolongación de su propia literatura—, que una vez se llamaron Habanos y hoy se comercializan con el nombre de Herencia. Nos hemos citado para mantener una entrevista, pero comienza hablándome de su padre. No deja de preguntarse por qué su obra nunca ha sido publicada seriamente. Conviene recordar aquí que Paco Ignacio Taibo fue un periodista seguido y respetado que pronto se convirtió en un referente de su oficio en México, país al que emigró desde su Gijón natal tras comprender que aquí las circunstancias dificultaban, o directamente impedían, su crecimiento profesional. A Taibo padre se le deben algunos textos grandiosos, como Siempre Dolores o el Breviario de la fabada, recuperado hace algunos años por Trea, pero resulta complicado seguirle la pista por las librerías españolas. Su hijo asegura que en su tierra de adopción ocurre algo parecido. «Papá escribió una novela negra muy divertida que tituló Flor de la tontería», me cuenta, «y también otra que se llama Fuga, hierro y fuego, sobre la rebelión de las monjas de Puebla, y que quizá sea su novela más elaborada, más estructurada como tal». Yo digo que, por lo poco que pude conocerle, tengo la impresión de que el primer Taibo se tomaba muy en serio su escritura, pero muy poco en serio a sí mismo. «Él era un desastre firmando contratos de edición», me corrobora su hijo, «concebía la literatura como una especie de divertimento mayor, porque para él su oficio era el periodismo; solía decirme: «¡Fíjate qué suerte tenemos, que hasta nos pagan por hacer lo que nos gusta!»». Cuando falleció, en 2008, dejó en el cajón una novela inacabada. «Benito y yo (se refiere a su hermano, Benito Taibo) la hojeamos de vez en cuando, la corregimos, cambiamos cosas por ver si nos decidimos a publicarla, pero no acabamos de dar el paso».
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A Javier Almena yo siempre le llamo Javi el Heavy, por sus melenas y por su cara de permanente mala leche que esconde (suele ocurrir) un corazón bien noblote. Fue durante años conductor de la Semana Negra y en este ejercicio ha causado baja por una razón de peso: ha sido padre hace sólo cuatro meses. Lo encuentro por el recinto a media tarde —hoy llueve y el cielo no está nada amigable, hay negros nubarrones encapotando la atmósfera y la más leve brisa llega a parecer el anticipo del diluvio— y me enseña, orgulloso, a su criatura. «Ahora es ella la que manda», dice mientras le veo alejarse, feliz, por la calle del ingeniero Palafox. También se ha acercado esta tarde Fran, otro de los clásicos que no andan por aquí en este verano. Sólo al verles repara uno en lo raro que resulta que el festival se esté desarrollando sin ellos.
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Presento en el Espacio A Quemarropa la nueva novela de Tatiana Goransky. A Tatiana la conocí hace uno o dos veranos, en otra Semana Negra. Paseaba yo por el recinto tranquilamente, con las manos a la espalda, cuando vi venir hacia mí a una chica pálida y delgadísima que me preguntó si me subía con ella a la montaña rusa cuyos coches veía yo desplazarse a toda velocidad allá a lo lejos, en los dominios de las atracciones. Como es lógico, le respondí que bajo ningún concepto. Pese a las calabazas, empezamos a hablar cada vez que nos tropezábamos y hace unos meses me envió el manuscrito de Fade out antes de que tuviese cerrada su publicación en España, que finalmente corrió a cargo de Comba. Me gustó tanto que le dije que no tendría ningún problema en presentársela si la invitaban a Gijón, y cuando recibió los billetes me tomó la palabra. Presentar un libro es siempre una gran responsabilidad. Por suerte, Tatiana, que además de escritora es cantante de jazz, tiene recursos y le basta con leer un párrafo de su libro para meterse en el bolsillo al respetable. El escritor Eduardo Goldman, que andaba a la escucha en la primera fila, lo resumió con un solo adjetivo: «Magistral».
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Mi compadre Jaime Rodríguez viene a presentarme a Luis Sepúlveda, que acaba de presentar en la Carpa del Encuentro su último libro, El fin de la historia (Tusquets). Sepúlveda está muy vinculado a Asturias, en parte por voluntad propia —reside desde hace años en Gijón— y en parte porque el azar quiso que su trayectoria despegase en la vecina Oviedo, cuando su novela Un viejo que leía novelas de amor se alzó con el premio Tigre Juan. Nos cuenta que un par de horas atrás, al llegar al recinto de la Semana Negra, con el cielo derramando abundante lluvia, se cruzó con una pareja de franceses y la mujer le preguntó si aquí, en el norte de España, hacía siempre este tiempo. «No, señora», respondió él, «a veces hace malo».
Empiezo el día haciendo tertulia con Paco Ignacio Taibo II, Beatriz Rato y Rafa Marín, que acaba de llegar de Cádiz con su Don Juan (Dolmen) bajo el brazo. Por no sé qué ecuación, sale a relucir en la conversación el cainismo en las ciudades pequeñas. Taibo resume la cuestión con una frase que ciertamente se oye mucho por ahí y da la medida exacta del tema que estamos tratando: «¿Cómo va a ser éste tan bueno como dicen, si cuando era niño jugaba conmigo a la pelota?»
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Durante varios años, los que pasé en la redacción del A Quemarropa —decano de la prensa negra española y órgano de información y propaganda de la Semana Negra—, cada noche echábamos una o dos horas Ángel de la Calle y yo hablando del mundo y sus circunstancias. Ahora que él dirige el festival y que yo ando entrando y saliendo de sus predios, encontramos pocas ocasiones durante el certamen para detenernos y tomar aire. Esta tarde andamos desahogados y, a lo tonto, nos pilla el solazo de las seis en punto charlando sobre literatura latinoamericana al pie de la Carpa del Encuentro. Me habla de Osvaldo Lamborghini, un autor argentino al que yo no he leído, y me recomienda sus libros porque tiene «una prosa tan cojonuda que tendrás que parar a tomar aire cada dos páginas». Le haré caso porque las recomendaciones de Ángel nunca deben caer en saco roto. Hace ya unos cuantos años casi me obligó a que me echara a los ojos —a mí, que tantas reticencias albergo hacia la ciencia ficción— la portentosa El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, y desde entonces se convirtió en uno de mis libros favoritos. También fue él quien me aconsejó comprar determinados títulos de la extinta editorial Júcar que se saldan verano tras verano en el Supermercado del Libro, y nunca me arrepentí de hacerle caso. Decía Borges aquello tan famoso de que él no se jactaba de los libros que había escrito, sino de los que había leído. Yo, además, me enorgullezco de contar con determinados compañeros de viaje.
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En Gijón ocurrió un fenómeno curioso que, me consta, también sucedió en otras ciudades y que por eso creo oportuno consignar aquí, por si pudiese propiciar un estudio del fenómeno. A medida que algunas librerías fueron cerrando, incapaces de evitar el golpe de la crisis, iban abriendo otras que, lejos de escorarse hacia facetas más vinculadas al ocio o dedicar buena parte de su espacio a faenas de papelería, acentuaban e incluso radicalizaban su propuesta. Acompaño a Ángel a la caseta de una de ellas porque va a hacer una firma medio clandestina de sus Pinturas de guerra (Reino de Cordelia) en compañía de Tatiana Goransky, que interpreta mientras tanto un par de canciones. Esa librería de la que hablo es La Revoltosa, un invento de Verónica Piñera y Oriol Díez que, además de con sus libros, ha hecho fortuna en la Semana con sus camisetas de lemas incendiarios (La rebelión empieza leyendo, asevera una de ellas). Cuentan que Marta Robles, que triunfó aquí ayer con su A menos de cinco centímetros (Espasa), se llevó unas cuantas para darles cancha por Madrid. Está junto a ellos Fani, la responsable de 4 letras, otra librería de nuevo cuño abierta recientemente en el corazón de la ciudad. Anda cerca (siempre anda cerca) Rafa Gutiérrez, que inauguró en 2009 La Buena Letra, librería cuyo nombre rinde un merecido homenaje a su tocayo Chirbes y que se ha convertido ya en un referente para los letraheridos de la ciudad. Se echa en falta en las casetas del festival a Paradiso, el clásico indiscutible de la bibliofilia gijonesa, pero a cambio se agradece dar la bienvenida a SomNegra, que debuta este año en esta plaza. Siempre he dicho que mantener una librería en esta época tan desdichada para la cultura constituye una heroicidad en toda regla. No digamos ya plantearse abrir una. Puede que los compradores de libros no seamos muchos. De lo que no cabe duda es de que conformamos una secta informal y bien avenida. Quizás por eso nos reconozcamos pronto entre nosotros. María Inés Krimer, que acaba de llegar y es finalista del Hammett con su Noxa (Revólver), me lo dice en cuanto me ve revolver por las mesas: «¿Vos sos también uno de esos enfermos que no sabemos salir de una librería sin llevarnos nada?»
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Ramón Lluís Bande ha hecho de su trayectoria un continuo hurgar de la memoria, que él interpreta no como un elemento adscrito al pasado, sino como el mismo sustrato del presente, y ha colaborado en buena medida para que no se extinga el recuerdo de quienes, una vez finalizada la Guerra Civil, siguieron luchando a mano armada contra Franco por más que intuyesen que la suya ya era una batalla perdida. Está aquí para presentar su Cuaderno del paisaje (Shangrila), un volumen que recoge los materiales que fue reuniendo durante la preparación de sus películas Estratexa, Equí y n’otru tiempu y El nome de los árboles —todas ellas en torno a la guerrilla—, y le acompaña el cantautor Nacho Vegas, que ha compuesto unas músicas para un poema que se recoge en el libro y que fue escrito por dos guerrilleros del maquis. La carpa está a rebosar y, como a veces ocurre en la Semana, me quedo sin ver el final porque al abandonar la carpa un momento me encuentro con un grupo de autores que se irán mañana, bien temprano —el festival, ya lo he dicho, es un continuo mudar—, y la ceremonia de despedidas se prolonga durante unos cuantos minutos.
Miércoles, 12 de julio
Ha llegado Luis Artigue. El poeta leonés es un polizón consentido en la Semana Negra. Forma parte de los comités de lectura, presenta libros y es, sobre todo, un gran urdidor de tertulias. Le conocí cuando hace unos años presenté su Club la Sorbona (Alianza), y desde entonces nos hemos venido viendo de verano en verano. Empezamos a charlar en la terraza del Don Manuel y poco a poco se nos van uniendo Rafa Marín y Paco Ignacio Taibo II, que regresa a México esta misma tarde. También viene el gran José Muñoz, cuya maestría con el lápiz nos deleita a todos mientras le vemos ejecutar unas dedicatorias en un viejo ejemplar de Totem. Los meandros de la conversación nos llevan de las tiras de Mafalda a la última novela gráfica española, y de ahí desembocamos (porque últimamente en España es imposible entablar una conversación sin que todo conduzca al mismo punto) en el panorama político de estos últimos tiempos. La charla se vigoriza tanto que Artigue y yo terminamos apostándonos una cena en una porra a propósito del resultado de las próximas elecciones generales. Tendrá que pagar él.
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Está en la Semana Negra Claudia Neira Bermúdez. Es la directora de Centroamérica Cuenta, un festival que en el último lustro ha convertido a Managua en la capital primaveral de las letras hispánicas. Al pie de la Carpa del Encuentro armamos una tertulia improvisada junto a Noemí Sabugal y Ramón Pernas. Ambos acaban de llegar a Gijón y sus obligaciones semaneras les mantendrán ocupados en el recinto durante estos próximos días. Hablamos de las complejidades y las satisfacciones de los certámenes literarios, del modo en que las administraciones públicas han de implicarse en la salvaguarda de la cultura, de cómo es necesario inventar mecanismos que inciten a las empresas privadas a invertir en un campo al que no siempre son todo lo receptivas que debieran. Claudia explica que cerca de Managua hay un volcán activo al que se asoman los escritores que lleva invitados a su festival para ver cómo arde en el fondo del cráter una lava que, de momento, se mantiene mansa en el cauce que le corresponde. Me parece una buena metáfora de este mundo de la literatura, en el que todos acabamos teniendo la impresión de ser algo parecido a la orquesta del Titanic: músicos empecinados en seguir tocando, porque es lo único que sabemos hacer, mientras el barco se hunde.
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En el Espacio A Quemarropa, María Ruisánchez Ortega presenta KAOS (Pez de Plata), su tercera novela. Parte en ella de la premisa de que el arte es una forma de activismo para desarrollar la historia de un grupo poético-terrorista que no duda en convertir la calle en el canal por el que discurren sus reivindicaciones. Es difícil describir esta novela en unas pocas líneas porque su estructura, fragmentaria y deliberadamente confusa, juega a emular ese caos que se anticipa en el título y que define las sociedades donde vivimos. A lo largo de capítulos de extensión variable (algunos meros apuntes), María va perfilando una narración en la que la acción brinca por las distintas formas del verbo y el texto se convierte en un arma de doble filo para elaborar, a partir de la trama, su propio manifiesto. El ritmo de la Semana Negra es vertiginoso. Justo antes de que llegara María, Beatriz Rato ha presentado Como una gota de miel en el corazón (Popum Books), una novela en torno a una joven marroquí obligada a plegarse a un matrimonio pactado en su país de origen. Bea llegó al festival hace unos años para hacerse cargo de la carpa de las bibliotecas —que este año, merced a una extraña decisión del Gobierno del Principado, rama Educación y Cultura, ha sido sustituida por un chiringuito— y este verano ha cogido bajo su tutela el Espacio A Quemarropa. Un ascenso en toda regla.
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Me doy cuenta, al abandonar el recinto, de que ya hemos sobrepasado el ecuador de la Semana Negra. El tiempo transcurre demasiado deprisa.
Fotos: Daniel Mordzinski
En foto de portada: Tatiana Goransky
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