Jueves, 13 de julio
Hace dos años fui jurado del Memorial Silverio Cañada y tanto yo como los otros dos miembros del sanedrín nos llevamos una grata sorpresa al descubrir a David Llorente, cuya novela premiamos entonces por unanimidad. Presento esta tarde su última novela, Madrid: frontera (Alrevés) y me resulta grato comprobar que no sólo ha sabido mantener el listón, sino que incluso lo ha subido. La narración en torno a la cual charlamos durante media hora bajo la carpa del Espacio A Quemarropa es un potentísimo cuestionamiento al actual contexto sociopolítico español, presentado bajo la máscara de una distopía que se va desvaneciendo a medida que el lector pasa las páginas y comprueba que aquello que desde el principio se le plantea como una hipótesis seudofuturista le recuerda demasiado a determinados aspectos del día a día que nos hemos acostumbrado a padecer a lo largo de la última década. David no sólo tiene bien meditado el trasfondo de sus obras, sino que también es muy consciente de la tradición en que se encuadra y las herramientas de las que dispone para romperla o transgredirla. «Los géneros se rompen por sus costuras», dice en un momento de la conversación. Y también: «Todo lo que digo, lo firmo; es decir, que me lo tatúo».
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Apenas tengo tiempo para digerir la presentación, porque en cuanto termino debo desplazarme a la carpa vecina, la del Encuentro, para hacerle los honores a Luis García Jambrina, que trae bajo el brazo su novela La corte de los engaños (Espasa), sobre la que escribí aquí hace algunos meses. Luis y yo nos conocimos hace ya unos cuantos años, en otra Semana Negra a la que vino con El manuscrito de piedra, y desde entonces se ha ido convirtiendo en un gran amigo y confidente. Se me olvida decir en el acto que le tengo un especial cariño a la novela que ahora presentamos porque yo participé sin saberlo, aunque de manera muy testimonial, en su nacimiento. Ocurrió en el invierno de 2013. Jambrina estaba en Barcelona porque participaba en el festival BCNegra, hermano pequeño del evento gijonés, y yo me encontraba en la ciudad para asistir como invitado al fallo del Biblioteca Breve. Nos vimos con una jornada vacía por delante y ocupamos el tiempo recorriendo los escenarios más recurrentes de la Barcelona medieval. Yo lo hacía por puro placer. Él, según me confesó, se movía empujado por el afán de «escribir algo» que no quiso precisar y que se acabó concretando en esta novela de la que hoy hablamos, la mejor de todas las que ha escrito y una narración portentosa en torno a un año, 1492, que resultó crucial para el devenir de España.
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La programación de la Semana Negra es tan abundante que muchas veces una tiene que elegir o entregarse a una suerte de zapping cultural que le obliga a andar como pollo sin cabeza por el recinto. Es justo lo que ocurre ahora. En la Carpa del Encuentro, Ramón Pernas presenta El libro de Jonás (Espasa), una estupenda novela en la que el autor ha puesto mucho de sí mismo, y de su memoria sentimental, en cada página. En el Espacio A Quemarropa, mientras tanto, Claudia Neira y Fernando López mantienen una interesante conversación acerca de Centroamérica Cuenta y Córdoba Mata, los dos eventos literarios que dirigen respectivamente al otro lado del Atlántico. Me saca de tan agitada dialéctica Jambrina, que vuelve al recinto acompañado de su hija Alba, que tiene 21 años y ha querido acompañar a su padre para conocer este aquelarre que se desenvuelve a orillas del Cantábrico. Juntos vamos a recoger a Sofía para cenar en el Baizán, un restaurante que hasta hace unos pocos años era una taberna estrecha y acogedora del barrio del Carmen y ocupa ahora un local con ventanales hopperianos en una esquina próxima a la Casa del Libro, en el corazón de la calle Corrida. No había visitado el restaurante desde que se mudó a este nuevo espacio. Me alegra comprobar que, pese al cambio de escenario, sus manjares mantienen las virtudes que les dieron fama en la ciudad.
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Ya lo puedo contar: este año formo parte del jurado del Hammett, el galardón que premia la mejor novela de género negro publicada durante el año pasado. Han llegado a la ronda final cinco títulos. Los cinco reúnen virtudes suficientes para hacerse con el reconocimiento, pero sólo uno puede llevarse la victoria. Unos minutos antes de la medianoche, me reúno en las catacumbas del hotel Don Manuel, en la misma sala donde unas pocas horas después se procederá a la lectura del fallo, con los otros tres miembros del jurado: Paco Gómez Escribano, Juan Bolea y Noemí Sabugal. La calidad de las novelas que compiten entre sí por el premio es tan alta, y la elección tan difícil, que la deliberación se prolonga hasta cerca de las dos de la madrugada. Al final decidimos concedérselo a Madrid: frontera, la novela de David Llorente que he presentado esta misma tarde. Son raras estas situaciones. A la convicción de haber hecho justicia con un libro que se lo merecía se une la de estar siendo injustos con otros cuatro que presentan igualmente méritos de sobra para destacar. A mí, además de la ganadora, me habían gustado mucho otras dos, y me fastidia que sus autores tengan que volverse a casa de vacío, por más que ser finalista del Hammett constituya ya una razón bien sólida para confiar en un libro.
Viernes, 14 de julio
Pero el Hammett no es el único premio que se concede durante la Semana Negra. Hay otros cuatro. Entre ellos uno que premia la mejor obra de no ficción de género negro. Ese premio lleva el nombre de Rodolfo Walsh y esta vez yo soy uno de los finalistas. Por eso acudo al mediodía al sótano del Don Manuel, donde se leerán las actas de los jurados, con un pequeño nudo en el estómago, pero a la vez convencido de que esta fiesta no ha sido diseñada para mí. En la terna de finalistas me acompañan Manuel Jabois, con su espléndido Nos vemos en esta vida o en la otra (Planeta) —un portentoso trabajo periodístico alrededor de los preparativos del 11-M que yo mismo presenté en la Semana Negra el año pasado— y El libro rojo (Fondo de Cultura Económica), una antología de Gerardo Villadelángel en la que se reúnen las más destacadas crónicas de sucesos que han aparecido publicadas en la prensa mexicana. Hace unos días me lo dejó claro Ángel de la Calle: «Quizás otro año habrías tenido alguna posibilidad, pero en éste lo tienes complicado». De ahí que, cuando el propio Ángel lee el fallo del jurado correspondiente y escucho con sorpresa cómo pronuncia mi nombre, suceda algo extraño: de un lado, me parece absolutamente inverosímil que eso esté ocurriendo; del otro, creo que me siento avergonzado, como el impostor que logra hacer valer sus credenciales en una embajada extranjera. Los allí presentes lo celebran con fervor y sus aplausos rescatan al tímido que siempre he sido. El último sentimiento que aparece en escena es la emoción. El libro por el que me premian, La tinta del calamar (Trea) empezó a gestarse en otra Semana Negra, hace ya la friolera de diez años, y durante un tiempo estuvo tan enquistado que creí que nunca llegaría a terminarlo. Se habla en él de un homosexual, Rambal, que vivía en esta misma ciudad y que fue asesinado en abril de 1976 sin que se llegara a descubrir nunca el culpable. Es un libro tan deliberadamente local que no acabo de entender muy bien cómo ha logrado encaramarse al último eslabón del palmarés de un premio internacional. Alguien dijo una vez que, cuando uno se pone a describir su pueblo, en realidad está describiendo el mundo. Aun así, ni el bueno de Rambal ni yo podíamos suponer que terminaríamos llegando tan lejos.
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Ya he dicho que el premio Hammett se lo llevó David Llorente con su Madrid: frontera. Consigno el nombre de los galardonados en las otras convocatorias: José María Espinar, premio Memorial Silverio Cañada por El peso del alma (Edaf); Sofía Rhei, premio Celsius por Róndola (Minotauro); Javier Azpeitia, premio Espartaco por El impresor de Venecia (Tusquets).
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En el verano de 1995, la Semana Negra planteó una audacia que pronto se acabaría convirtiendo en tradición. Los responsables del festival plantearon una velada poética en plena calle, a las doce de la noche, como respuesta a las voces críticas que continuamente esgrimían que en el festival había demasiada fiesta y muy poca literatura. El encargado de liderar esa lectura fue Ángel González, que a partir de entonces estuvo en Gijón todos los meses de julio para liderar unos recitales en los que se le pudo ver leyendo junto a Juan Gelman, Joan Margarit, Luis García Montero, Benjamín Prado, Juan Bañuelos, Joaquín Sabina o Miguel Ríos. González estuvo por última vez en la Semana Negra en el verano de 2007. Murió unos meses después, en enero de 2008, y desde entonces dejó en el festival un vacío que no ha conseguido llenar nadie. Por eso los organizadores, al reparar en que este año se cumplía una década de su última actuación gijonesa, decidieron rendirle un homenaje. Ésa es la razón de que hayan venido hasta la Carpa del Encuentro los poetas Xuan Bello, José Luis Piquero y Manuel Rico. Me toca moderar una tertulia en la que ellos hablan durante tres cuartos de hora del poeta, de su valor literario, del papel que jugó dentro de la Generación del 50, del valor que su obra y su ejemplo han venido teniendo en las generaciones posteriores. Manuel Rico, que nunca antes había estado en la Semana Negra, se sorprende de que haya unas trescientas personas escuchándonos —es viernes, siete de la tarde, hace un calor que sofoca— y me pregunta en mitad de la tertulia si puede sacar el móvil para hacer una foto. Le respondo que puede hacer lo que quiera e inmortaliza allí mismo a los presentes. No se la ve en la imagen, pero por allí andaba Txani Rodríguez, periodista de El Correo a la que he desvirtualizado en estos días después de intercambiar chascarrillos por el Facebook en alguna que otra ocasión. Devota de la poesía de Ángel, ha publicado hoy mismo en el periódico una página sobre los fastos que le dedicamos a la Semana Negra. Aunque la moda en estos tiempos sea matar al mensajero, a algunos también nos gusta ponderarlo.
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Los tres poetas que participaron en la tertulia participan en la velada poética de la medianoche junto a Nuria Barrios, que casi acaba de llegar a Gijón acompañada por su marido, Tomás Bárbulo, que mañana presentará en esta misma carpa su primera novela, La asamblea de los muertos (Salamandra). Hace de anfitrión Ángel de la Calle, a quien se le da muy bien esto de introducir actos estelares, y durante cerca de una hora se suceden los poemas en la boca de los cuatro intervinientes. Nuria opta por cantar algunos versos, en vez de leerlos, y cuando lo hace una rara melancolía se adueña del espacio. Xuan desgrana algunos de los poemas que componen El llibru vieyu (Saltadera), el esperado poemario que publicó tras veinte años de silencio, y Piquero anticipa algunos textos de un libro que aparecerá en el otoño. Manuel Rico finaliza las intervenciones con un poema tan hermoso como estremecedor en memoria de su padre. Tras los aplausos de rigor, un joven se acerca a él llorando para darle las gracias y contarle cuánto le ha conmovido. ¿Para qué sirve la literatura?, preguntan alguna que otra vez esos que nunca entienden nada. Para cosas como ésta, les respondería yo si los tuviera ahora mismo a mano.
Sábado, 15 de julio
La Semana Negra empezó el año pasado a estrechar lazos con Oviedo. Fue Petros Márkaris el autor que estableció el primer vínculo entre el festival gijonés y la capital asturiana, en un encuentro con lectores que se celebró en la Biblioteca de la Granja. En esta ocasión, y teniendo en cuenta que Ángel González es el gran homenajeado, se optó por celebrar allí un acto que recordara al que sin duda fue (y es) el poeta más querido por la ciudad. Nos reunimos en la plaza del Paraguas en torno a la una del mediodía. Además de Nuria Barrios, Manuel Rico, José Luis Piquero y Xuan Bello, se unen a la fiesta José Luis García Martín y Nacho Vegas. Ayer supimos, por pura casualidad, que se encuentra estos días en Oviedo Susana Rivera, la viuda de Ángel, y cuando nos la encontramos en la plaza la invitamos a que suba también ella al escenario, para tomar la palabra y leer uno de los poemas de su marido que durante años fue una especie de himno sin música de la Semana Negra. Rechaza el ofrecimiento y prefiere permanecer entre el público, asistiendo al espectáculo desde la primera fila. Quien sí se anima es Fernando, fundador y propietario durante mucho tiempo del histórico bar El Paragües. Además de glosar sus recuerdos compartidos junto a Ángel González, recita una «Oda a la patata» que compuso él mismo años atrás, respondiendo a una petición del autor de Otoños y otras luces. La ceremonia se revela hermosa. Nacho cierra el acto interpretando «Me lo dijo un Ángel», una canción que dejó relegada en la cara B de un viejo single y en la que interpreta sus lecturas del poeta. Antes de subir al escenario, ha corregido a mano, y rotulador en ristre, un pequeño desliz. Tras los poetas, luce un cartel en el que el nombre propio del homenajeado aparece sin la tilde preceptiva. Susana Rivera, que se fija en el detalle, se acerca después del acto a Nacho para agradecerle su corrección y explicarle que su marido le tenía especial cariño al acento que coronaba esa A mayúscula: «Él decía que era el clavo de la resaca».
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Nos llevan a comer a El Ovetense, uno de los templos de la gastronomía popular en la ciudad. Me siento en medio de José Luis García Martín y Manuel Rico y a veces tengo la impresión de haberme convertido en el juez de un duelo, porque enseguida se enfrascan en una discusión en torno a sus autores preferidos y sus labores críticas que, si no fuera porque ambos son unos caballeros y saben separar perfectamente lo personal de lo profesional, podría desembocar en una disputa a primera sangre. «No hay peor cosa que dos poetas juntos», bromeo yo de vez en cuando para relajar el ambiente. A la salida del restaurante, el gran Eduardo Goldman nos cuenta, feliz, que ha conseguido hacerse la foto junto a la estatua de Woody Allen, su gran ídolo. Le cuento que muy cerca, en el interior de la confitería Camilo de Blas, rodó una secuencia en interiores de Vicky Cristina Barcelona, y que en esa misma película aparece la iglesia prerrománica de San Julián de los Prados, que veremos muy pronto, en cuanto el autobús que ha de llevarnos a Gijón tome la salida de la autopista. Se lamenta por no tener más tiempo para seguir las huellas del cineasta por la ciudad e ir sacándose fotos en todos y cada uno de los lugares inmortalizados por su cámara. «Soy tan fetichista que la mejor pareja que tuve fue un corpiño, pero se me rompió al tercer lavado», dice entre risas, y yo le comento a Nacho Vegas que ahí tiene un buen argumento para una próxima canción.
Domingo, 16 de julio
Esto se ha acabado. A media tarde presento en la Carpa del Encuentro la obra de teatro Mamá Eloína (KRK), que ha escrito mi paisano Carlos Barros San José inspirándose en una terrible anécdota del pasado de su familia. Al finalizar el acto me cuentan algo que yo desconocía: el autor es primo de Víctor Manuel y la mujer que protagoniza el libro no es otra que la abuela del cantautor. El libro y la presentación sirven de excusa para charlar en torno a la memoria histórica, las fosas comunes y el dolor y las penurias de unas familias que vieron cómo, después de 1939, la Historia les pasaba por encima. Luego llega el momento de las despedidas. He hablado poco o nada de ellos en este diario, pero fueron mis acompañantes más fieles en las largas jornadas semaneras: Beatriz Rato, Carmen Molina, José Manuel Estébanez, Rafa González, Germán Menéndez, Pablo Batalla, José Luis Morilla, Lorena Nosti, Marta Menéndez… Son ellos quienes realmente hacen que la Semana salga adelante, y pese a ser indispensables casi siempre terminan pasando inadvertidos. De todos ellos me voy despidiendo poco a poco a lo largo de la tarde. También de Merche Medina y José Ramón Alarcón, que desde que hace unos años desembarcaron por aquí trayendo a cuestas desde Valencia su editorial Versos y Trazos se han convertido en parte irrenunciable del paisaje. También aprovecho para hacer cosas que no he tenido tiempo a hacer. Una es dar un paseo sosegado por las librerías. Otra, visitar la exposición Visualizando el maltrato, que ha comisariado Norman Fernández y recorre el trato que el mundo del cómic ha dado a la violencia machista en los últimos años. Sobre tal exposición el festival ha editado un libro que se regaló al público el sábado pasado, en un acto al que no pude asistir. Consigo un ejemplar en las oficinas y me propongo echarle un ojo la próxima semana. Es una pena que la Semana Negra termine, pero al menos queda el consuelo de que se dispondrá de horas suficientes para procesar todo aquello que la propia Semana Negra ha generado.
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Desde la Cuesta del Cholo, a los pies del barrio de pescadores de Cimadevilla, la Semana Negra parece un espejismo que pinta de fiesta la cara, normalmente cenicienta, de los barrios obreros cuyo perfil se divisa al fondo, al otro lado de la bahía. Los neones de las varillas de la noria van cambiando de color siguiendo los compases de una coreografía hipnótica que me mantiene embelesado unos cuantos minutos, los que tardo en asumir que mañana nada de todo eso estará ya donde estuvo durante estos diez días. Este mediodía, mientras comía con Ángel de la Calle y su familia en el Boccalino, el mismo lugar donde comencé esta Semana Negra, hacíamos recuento de alegrías y disgustos. También de lo vivido en anteriores veranos. Recordamos los carteles que él diseñaba para anunciar el certamen y de cómo colaba un poema de Ángel González, siempre el mismo, en los rincones más inesperados del afiche. Era el poema que quisimos que Susana Rivera recitara ayer en Oviedo. Fue el que el propio Ángel leyó allí, bajo el inmenso paragüas de la plaza, para culminar una íntima celebración que nos dejó un excelente sabor de boca. Es uno de los textos que, de algún modo, mejor define la esencia de este festival que ahora termina:
Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
«Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas».Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí; por lo que muero.
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