Neige Sinno (Altos Alpes, 1977) es una escritora francesa residente en México. Con Triste tigre (publicada por Anagrama con versión al español de la propia autora) obtuvo el premio Femina 2023. En esta obra, Neige Sinno realiza una honda reflexión, abordada desde múltiples perspectivas, sobre la terrible experiencia que sufrió durante años en su infancia: los abusos sexuales por parte de su padrastro.
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—Triste tigre ha vendido más de 300.000 ejemplares en Francia, ha recibido varios premios —entre ellos el Femina— y se está traduciendo a más de veinte idiomas. Sin embargo, hay un momento en que dices del libro que estás escribiendo: «Aunque quiero que exista, no quiero que tenga muchos lectores. Sería una forma de existir en la literatura no a través de mi escritura, sino a través de mi tema, lo cual siempre ha sido una perspectiva angustiante». ¿Cómo llevas el que Triste tigre esté teniendo tanto éxito?
—Pues está muy claro en la cita el lado negativo de esta cosa maravillosa que me está ocurriendo con el éxito del libro. Por un lado, es genial y lo estoy disfrutando. Es un suceso fabuloso en la vida de una escritora que pase esto. Pero está esa sombra con la exposición que me dan y con la relación con los periodistas. ¿Cómo hablamos de este texto? A mí me gustaría que se hablara del libro, de mi trabajo como escritora. Pero se nota en el libro, incluso antes de publicarlo, que sé que existe ese peligro de que esto me haga existir a los ojos de la gente como una víctima de abuso sexual, como una persona que viene a dar su testimonio. Y todas estas contradicciones, estas cosas muy felices y muy duras, conviven. En este momento de mi vida no tengo un análisis de qué es lo que gana. Obviamente, creo que gana la felicidad de que este proyecto literario llegó a su fin y está llegando a muchos lectores. Pero no puedo negar que cuando escribo eso no es una impostura. Es algo que pienso de verdad y que hizo que durante mucho tiempo no quisiera escribir este libro.
—De hecho, en el libro hay un capítulo titulado «Razones que tengo para no querer escribir este libro». La primera razón es: «No quiero ser especialista en escritura sobre la violación». Y la tercera es: «Me gustaría hacer otra cosa, pensar en otra cosa, tener una vida en la que este tema no fuera central». ¿Te preocupa que toda tu vida la gente te pregunte por el tema de los abusos sexuales?
—Depende del momento, como se puede ver al leer el libro. Porque este libro intenta reflejar un proceso mental, y un proceso mental es una cosa viva, que cambia. Entonces, puedo decir una cosa y su opuesta en el mismo libro según el momento en el cual la pienso. Es cierto en algún momento que no quiero que sea central. Y hay otros momentos en que digo: “No puede sino ser central”. Intento ver todos esos aspectos porque, por otro lado, que no sea central quiere decir que yo también participo de ese silencio que rodea este fenómeno social que tengo la posibilidad de denunciar, así que ninguna posición se puede sostener durante mucho tiempo. Y lo que busco exponer en el libro es cómo convivo yo en mi mente, y cómo va a convivir el lector a partir del momento en que entra en esto, con estas cosas contradictorias.
—Un aspecto llamativo de este libro es que asumes que en los hechos que relatas puede haber incoherencias o que hay cosas de las que no estás segura. Hay un momento en que dices: «¿Con qué grado de certeza puedo decir que lo que recuerdo es lo que realmente sucedió?».
—Claro, es algo que nos pasa a todos. Si a ti te pregunto qué hacías a los seis años me vas a decir algo de lo que tal vez te acuerdas, pero luego hablas con tu madre y te dice: “No, tú tenías ocho”. Es algo que sale en todos los trabajos sobre la memoria. La memoria es fluctuante, es difícil tener una certeza. Y en un caso en el cual se necesita tener certeza para poder denunciar o para poder tener una relación de confianza con un lector y que sepa que no estoy mintiendo, que no estoy inventando esos hechos, necesito ser precisa y tener los hechos. Pero no voy a poder, porque la única fuente confiable es mi memoria, que me da una información, y yo sé que a pesar de tener la sensación profunda de que fue así, tal vez fue un poco diferente. Es algo interesante. Estoy leyendo el libro La llamada, de Leila Guerriero, y ella tiene una versión, que es la de su protagonista, que busca ser honesta con ella y está segura de ciertas cosas, pero luego tiene que cotejarla con otros amigos y hay contradicciones. De la misma historia cada quien tiene un recuerdo distinto, y es natural, pero en algunos momentos se vuelve problemático, como en un caso de un delito, que es también el caso que yo estoy exponiendo, que tiene que ver con mi memoria personal, con la memoria en general, y ahí se cruza con muchos otros temas.
—Escribes que esa es precisamente una de las ventajas de la no ficción: que puedes exponer hechos que pueden parecer incoherentes. Pero al mismo tiempo, en otro pasaje del libro, dices: “La ficción es lo que más me interesa del mundo, siempre lo ha sido”. ¿En algún momento te planteaste abordar este asunto desde la ficción?
—Sí, lo hice mucho.
—¿Y no resultó?
—(Risas) A veces resultó, a veces no. Lo que pasa es que mi vida como escritora es como la de la mayoría de la gente: escribo mucho, intento publicar mis cosas y no encuentro editor, y entonces no me aferro y empiezo otro proyecto. Tengo muchos manuscritos sin publicar, que es lo más normal cuando no eres de este medio. Tengo muchas amigas a las que les pasa lo mismo. Así que esa obra existe y no existe. Para mí existe. O sea, conozco esas tentativas mías y es muy curioso, porque puedo ver que no es lo mismo. Esta misma historia en forma de ficción, en forma de autoficción y en forma de no ficción tiene una diferencia profunda en muchos aspectos, y me parece interesante indagar en ella porque no estoy segura exactamente de qué es. Mi hipótesis es que la principal diferencia es el contrato de lectura: que como soy consciente del lector o de la lectora desde el principio, escribo con la conciencia de esa diferencia, de que ahí trabajamos con hechos reales. Es una hipótesis; seguramente hay otras diferencias.
—Hay un momento en que hablas de Lolita y dices que la condición para que sea un libro hermoso es que Nabókov no haya sido él mismo un pedófilo. Y en varios momentos del libro muestras esa constricción que sientes como escritora de no embellecer en exceso tu prosa, porque dices: «Hacer arte de mi historia me da asco. […] ¿Hacer belleza del horror no es simplemente fabricar horror?». En aquellas tentativas que hiciste con la ficción, ¿te permitiste embellecer más la frase? ¿Es esta una prosa más desnuda que la de aquellas obras?
—Creo que sí. Pero no es solo la frase. Es que hay momentos en que compones una narración en que a nivel estético sería más interesante hacer algo de otra forma. En la ficción puedo distorsionar, puedo inventar una escena que no tuvo lugar, o puedo combinar varias escenas que se parecen un poco para no repetirlas, o poner en una escena algo que ocurrió en otro momento, o mezclar mi historia con otros testimonios que he escuchado. Son cosas que me parecen interesantes a nivel estético y narrativo, y que puedo usar en la ficción, pero en la no ficción no puedo. A mí me gustaría tener… no sé… ¿qué podría ser interesante? (Se queda pensando) Una conversación entre mis dos padres biológicos, por ejemplo. Me invento esto, pero imagino el potencial de esta conversación en la ficción, porque ella fue quien se lo dijo a él, pero yo no estuve en esa conversación. No puedo hacerlo en este libro de no ficción. A veces lo hago, como cuando hablo de la parte en que mi padrastro rehace su vida, y digo: “Aquí tengo que inventar, porque no estuve ahí. Vamos a hacer un pequeño paréntesis, porque esto no es lo que yo vi”. Siempre lo tengo que dejar muy claro. No puede estar en un flujo como estaría en una ficción, en que pondría cualquier escena que me parezca interesante a nivel narrativo, haya existido o no. Así que, por un lado, me limita mi libertad creativa y me obliga a apegarme a los hechos y a cierta actitud. No tiene por qué ser verosímil o coherente, pero no puedo exagerar, ni esconder cierto tipo de información. Me comprometo con una deontología, con una forma de honestidad, que es un contrato, como yo lo interpreto, de la no ficción. Cuando leo no ficción, no soportaría la idea de descubrir que de repente me meten ahí una escena inventada sin decírmelo. Yo respeto lo más que puedo este contrato en este libro. A nivel estético me quita posibilidades, pero me pone en una relación de intensidad con el lector, con esta idea de que va a ser duro, porque si yo pudiera realmente usar toda esta creatividad sería también para controlar el nivel emocional. Y ahí hay cosas que sé que voy a tener que controlar, pero voy a tener que trabajar con otras armas. No voy a inventar, pero voy a usar las herramientas que tengo de haber escrito tanta ficción. En los cursos de no ficción la definen así: que son trabajos con hechos reales, pero con las herramientas de la ficción, que son una gran variedad de técnicas narrativas y especulativas que me permiten no estar todo el tiempo en esta sensación de encierro que me provoca el tener que relatar esto. Son cosas muy sencillas, como por ejemplo un diálogo. En general, no hay muchos diálogos en los libros de no ficción. Pero se puede poner un diálogo, un documento de archivo, o hacer un comentario literario. Hago todas estas cosas que para mí le dan ligereza a esa trama, y la ligereza te permite salir un poco del horror y tomar un poco de distancia.
—Has hablado de tus problemas para publicar, y precisamente cuentas en el libro que un editor rechazó tu manuscrito por no ser una ficción y que te dijo que su editorial solo publicaba literatura. ¿Se considera la no ficción una literatura de segunda categoría?
—En Francia creo que sí. Creo que en español es otra cosa. Tengo la sensación de que se mezclan mucho más los géneros y de que lo testimonial no se ve como una literatura de segunda.
—Pero en Francia se publica mucha autoficción.
—Autoficción sí, pero testimonio no. El testimonio está en otra colección incluso. También se entiende la diferencia que ellos ven. En un testimonio lo más importante es la historia. Y en una autoficción es el trabajo literario, el arte. Entonces yo, que tengo la ambición de ser escritora y de hacer arte, si me pongo a mí misma en una colección o en un género que es considerado como un arte menor, ¿qué pasa ahí? Y construí un poco este razonamiento en el libro de que a veces escribo en contra de mí misma y me pregunto: “¿Por qué piensas esto? ¿Por qué tantos años rechazando lo autobiográfico como si fuera inferior, cuando tú misma lees a Primo Levi y a Imre Kertész, lees literatura testimonial y la valoras como literatura importante y no estás pensando en esto cuando se trata de otros?”. Esto me vino un poco también cuando vi el trabajo de Didi-Huberman, que es un filósofo francés que publicó hace unos años un libro titulado Le témoin jusqu’au bout (El testigo hasta el final) y que trata de Victor Klemperer, que estuvo en un campo de concentración. Es un libro que trabaja esa idea del testimonio como una tarea noble y que no importa si es o no artística, y define al testigo como alguien que fue al fondo de la oscuridad, que vio algo que nadie ve, o que nadie quiere ver, y que con su fuerza de trabajo, de voluntad, de arte, lo trae a la luz para los otros. Si yo logro convencerme a mí misma de que un testimonio también es eso, también es arte, y no solo la historia que no decidí, ahí sí puedo hacer las paces con mi propio deseo de escribir este libro. Todo esto lo quería dejar sobre la mesa porque me parece que también es interesante para un lector. Son preguntas que yo me hago, pero me doy cuenta de que mucha gente se las hace por razones distintas.
—Hay un momento en que dices: «¿Puede salvarnos la literatura? Escribir como terapia es una visión que siempre he encontrado dudosa». Y hay otra página en que dices: «La literatura no me salvó. No estoy a salvo». ¿Para qué sirve entonces la literatura?
—Gran pregunta. Luego la retomo, porque esta frase de «la literatura no me salvó» no la dejo sola. La frase siguiente es «no estoy a salvo», porque en esto lo principal para mí no es juzgar la literatura como incapaz de salvar. Lo que quiero decir es que nadie ni nada me ha salvado, que no me considero alguien que logró este proceso de salir adelante. No estoy acusando a la literatura. Yo creo que se nota que la literatura ha hecho mucho por mí, que es toda mi vida, la lectura más que la escritura. La lectura es para mí la felicidad mayor que me ha sido dada. Bueno, no la mayor, pero ha sido una cosa muy importante en mi vida, ha sido mi camino. Pero quiero acercarme a prejuicios que podrían ser los míos, y está este prejuicio, esta cosa de que mucha gente dice: “La literatura me ha salvado”, “el arte me ha salvado”, “el amor me ha salvado”. Y me gustaría poder decir eso. Si fuera cierto para mí, lo escribiría. No tengo prejuicios, no tengo la necesidad de defender una postura u otra. Cuando escucho esto en palabras de otros escritores que admiro, me digo: “¡Guau, qué magnífico!”. Y me pregunto: “¿Será cierto para mí?”. Y observo y digo: “No lo es”. Entonces voy a explorar sin juzgar por qué no lo es. Perdón, perdí tu pregunta.
—Te preguntaba para qué sirve la literatura. Aunque tal vez es una pregunta demasiado genérica.
—Ah, sí. Es un cliché, pero creo que es cierto que cada libro que se escribe es una respuesta o busca una respuesta a esta pregunta de qué es la literatura. Y creo que al final propongo una lectura posible de este libro. Este libro es una vivencia. Entonces, no sabemos si es o no literatura, pero lo que acabas de vivir ahí después de 250 páginas, ¿cómo lo llamas? ¿Lo llamas arte o no lo llamas arte? Y si no es arte, ¿qué es? Es la pregunta que hago al lector. Es un juego y está muy presente desde el principio esta pregunta: ¿este libro qué es? Al principio es una pregunta un poco más ligera: ¿de qué género es? Es un género híbrido, vemos que no es ficción, no es ensayo. ¿Qué es esto? Lo pregunto varias veces y dentro de esta pregunta está lo otro: ¿es literatura o no lo es? Y si no lo es, ¿entonces cómo llamas lo que estás ahí experimentando? La respuesta que propongo, pero que cada lector va a contestar a su manera, es que si realmente a través de esta construcción de palabras sales cambiado de alguna manera, sales con preguntas que no te habías hecho, sales con una sensación de haber atravesado algo diferente, de haber vivido algo, pues eso es lo que yo busco como lectora. Busco libros que me permiten vivir más, más vidas, más intensidad en la vida propia… Para mí, la lectura es una experiencia vital, y mi deseo en el momento de escribir es proponer esta experiencia, que no sabría calificar y tal vez no importa si es dura o triste. Es poder. Es algo que tiene la potencialidad de abrirte una puerta, de que vivas algo interior. Pero son hipótesis. Es muy especulativo el libro. Comparto con los críticos literarios el placer de la especulación, porque yo también disfruto con eso y me encanta traer al libro textos de otros autores y hacer mi comentario, porque es algo que me parece muy disfrutable. Es la relación humana más bella de lector a lector: que te interese un texto y decir cómo lo has leído. Es algo que me hace muy feliz. Me gusta mucho.
—En el libro cuentas que cuando denunciaste a tu padrastro, años después de que sucedieran los hechos, no fue para ti un acto de liberación, sino que lo hiciste para proteger a otros niños que pudieran ser sus víctimas, especialmente tu hermana pequeña. ¿La escritura de este libro es también un intento de proteger a más gente que pueda estar sufriendo lo que tú sufriste?
—Creo que sí, pero no es tan claro en el momento de escribir. En ese momento es un proyecto de escritura, pero a posteriori, si lo analizo un poco, ¿por qué hago esto ahora? La intención política no es tan obvia. No hago esta obra para hablar con la sociedad, porque además mi contexto de no tener un editor no me permite visualizar realmente esto así. Pero es cierto que estoy en un momento de mi vida y que estoy en un país extremadamente violento —vivo en México desde hace mucho tiempo— en el cual desde hace cinco o seis años tenemos una esperanza muy grande de un cambio. Y no estoy en los círculos de la capital, estoy en un pueblo, y con mis amigas y mis conocidos tenemos esas conversaciones, esa esperanza de que con la nueva oleada de feminismo y con la conversación social que se está dando, las cosas cambien. Entonces, si soy honesta conmigo misma, es muy probable que el proyecto de este libro se conciba inconscientemente o no tan claramente como: “Sí, voy a hacer este libro político”. Pero estoy en un contexto mental en que está muy presente esto. Está presente en que soy una adulta, no soy esta niña, soy una persona que tiene poder porque voto, porque soy madre, porque soy profe, porque estoy en una posición en la cual puedo tomar decisiones, puedo hablar y me toca la responsabilidad de proteger. Te contesto sí y no siempre a todo, pero si vuelvo a leer el libro y me pregunto desde qué lugar escribo, es muy obvio para mí que es este lugar: el de quien tiene que tomar esa responsabilidad de hacer lo que puede.
—Actualmente está siendo noticia en Francia el caso de Gisèle Pelicot, a quien su marido drogó durante años para que decenas de hombres la violaran, y una de las cosas que más ha llamado la atención a la gente es que ella quiso que el juicio fuese público. Tú en su momento, como cuentas en el libro, también pediste que el juicio fuese público. ¿Este libro es también una forma de hacer más público ese juicio?
—No lo veo así, aunque es verdad que hay paralelismos con la cuestión del juicio. Pero en el juicio no tengo control. El juicio es un acto político que es muy peligroso para mí y para Gisèle Pelicot, porque ella se expone y se sacrifica de algún modo, que fue lo que yo hice también, porque no es agradable estar ahí expuesta a tantas fuerzas y a tanta violencia. Hay algo humillante, aunque también hay algo de valentía y que enaltece tu dignidad. Es algo muy doloroso, pero te sacrificas por el bien común, que es un poco la idea del juicio público. ¿El libro qué tiene que ver con esto? El libro es una construcción en la cual yo no controlo todo, pero controlo mucho. Digo lo que quiero decir, digo lo que necesito decir y muchas cosas no las digo porque no me sirven para ese artefacto artístico que yo estoy haciendo. No miento, pero tampoco voy a decir todo. En un juicio, no tiene nada que ver. Tienes que decir todo y tú no haces las preguntas; te las hacen a ti. Aquí en el libro estoy en una frontera en que tengo este contrato de que tengo que atenerme a esos hechos, pero los voy a contar desde los puntos de vista que yo decido, en el momento en que yo decido y no necesito contar todo. Así que es muy diferente. No lo estoy haciendo público porque ya es público, ya hubo juicio, nadie descubre mi historia.
—Bueno, mucha gente sí que descubre…
—Sí, claro, pero todo esto en el momento de escribir no estaba planeado porque no era posible… (Se queda pensando) Sí era posible. Tampoco rechacé nunca la posibilidad de que esta bomba explotara de verdad. Yo sentía al escribir el libro que era como un fuego. Sentía la fuerza de este libro. Y sí yo como lectora veo esto, existe esa posibilidad de que otros lo vean, pero era muy poco probable.
—En el libro se habla mucho de la víctima y el verdugo, y de la diferente consideración social que tienen. Dices de tu padrastro: «Siempre tuvo mucho carisma. Hasta en la cárcel recibía cartas, visitas de mujeres desconocidas. Ya desde que estaba en prisión preventiva tenía admiradoras, o aliadas, no sé cómo llamarlas, mujeres que se interesaban en él, en su historia, y querían ayudarlo o salvarlo o qué sé yo. Después de su condena siguió siendo así». En cambio, a ti hubo mucha gente en el pueblo que dejó de saludarte. ¿Por qué hay gente que siente mayor fascinación por el verdugo que compasión por la víctima?
—Es una pregunta del libro. No estoy segura, pero eso es lo más común y es muy triste. En Francia hay un eslogan que cantan en las marchas: “Que la vergüenza cambie de bando”, porque la vergüenza recae sobre quien habla, sobre quien denuncia, y no sobre el agresor, y eso es algo que vi en Francia y también en México. Escuché muchos testimonios de chicas que intentaron denunciar cosas y fueron rechazadas en sus pueblos. ¿Por qué no logramos que realmente cambie de foco esto? Es una relación con el lenguaje y con la negación. La sociedad —y yo también soy la sociedad—, preferiríamos que eso no existiera. Yo también preferiría que eso no existiera, y a veces ese deseo es tan grande que cuando alguien te dice: “A mí me violaron”, preferimos no escucharlo porque esta voz rompe un silencio que es cómodo, que nos sirve para mantener nuestro equilibrio, y no queremos escuchar. Es mejor para nosotros no verlo, no saludar a esa persona, olvidarla, que es lo que me pasó a mí y lo que pasa casi siempre. Nos pasa todo el tiempo. Somos una sociedad llena de paradojas. Es más fácil, y a veces es una estrategia de supervivencia, cerrar los ojos para no ver esto, porque si no, no podemos seguir viviendo.
—Ese prestigio del verdugo frente a la víctima también lo siente el propio verdugo. En el juicio, tu padrastro reconoce los hechos y hay un momento en que cuenta que también sufrió abusos sexuales, pero no insiste mucho en ello, y tú dices que no estás segura de que lo contara para hacerse la víctima. Y escribes: «Prefiere la vergüenza de haber violado a la de que lo hayan violado».
—Es una interpretación mía. Siempre intento hacer la distinción entre lo que es cierto y lo que es una hipótesis, pero me acuerdo muy bien de esto y de haber pensado: “¿Por qué no insiste más?” Porque él al final buscaba atenuantes para no ir demasiados años a la cárcel, y este es el atenuante que se usa y que atrae con pasión al jurado. Es algo muy común en los juicios de abusadores, que se victimicen mucho de las cosas que les han hecho a ellos. Y también se entiende. Si yo fuera jurado y una persona me cuenta una historia horrible que le ha pasado, la veo con más compasión. Entonces, ¿por qué no lo hace? Y la hipótesis es esta: que no puede con esta vergüenza porque es algo humillante y muy duro. Por eso vienen a las firmas de libros tantas personas que han sido víctimas y me dicen: “Gracias, porque yo no puedo y lo estás haciendo por nosotras”. Hay momentos en que pierdo un poco de vista esto: que es una vergüenza y una humillación tan grande que mucha gente prefiere callarlo. Incluso las víctimas a veces se van a la tumba con eso.
—Esa fascinación por el verdugo también se da en la propia literatura. De hecho, al final del libro dices: «Soy consciente de que un libro de testimonio sobre la violación escrito por el violador sería más interesante que el que están terminando (u hojeando). Yo misma, si viera mi propio libro en una estantería, creo que no estaría interesada. Pero, si mi padrastro escribiera un ensayo, yo sería la primera en leerlo. Nuestro mundo visto a través de los ojos de un violador de niños: sí, he ahí un texto en el que me gustaría sumergirme». Y esto entronca con la primera frase del libro: «Porque a mí también, en el fondo, me parece más interesante lo que sucede en la cabeza del verdugo».
—Solo que al final se siente más la ironía de eso, porque ya leímos toda esta gran demostración de que en realidad lo que busco es cómo voy a hacer para salir de esta fascinación y para cambiar de lugar. Es lo que digo mucho al final: “¿Cómo hago para que una historia de una persona que hace el bien en secreto me parezca más interesante que la historia de un criminal?” Para mí y para mi lector. ¿Cómo lo vamos a hacer? Porque si no cambiamos de tipo de fascinación, sigue este patrón nefasto que hace que veneremos lo que nos domina. Es algo muy extraño, ¿no? Enaltecer siempre al malo, las películas de narcos…
—¿Crees que si Lolita estuviese contada por Lolita nos interesaría menos?
—(Se queda pensando) Depende siempre de cómo está contado. Pero no sé. ¿Qué opinas tú?
—No sé. Es que tu libro me deja muchas dudas. Es un libro que plantea muchas preguntas para las que no siempre hay respuesta. Por eso creo que es un libro tan estimulante.
—Pues imaginemos. Lo que pasa es que para contar la historia de Lolita desde el punto de vista de Lolita tendríamos que buscar otros recursos literarios que los de Humbert. Sería un proyecto muy interesante y seguro que ya se ha hecho, ¿no?
—No sé. Se han hecho varios retellings desde el punto de vista de un personaje femenino. El último ha sido 1984 desde el punto de vista Julia. Pero no sé si se ha hecho lo mismo con Lolita.
—Kamel Daoud, que es un escritor argelino-francés, escribió un libro que se llama Meursault, caso revisado y que es El extranjero de Camus visto desde los ojos del árabe. Es una maravilla de libro, pero es que él es un gran escritor. Por eso siempre depende. Creo que se puede hacer un libro muy malo con la misma propuesta si no tienes no solo un gran talento, sino también un proyecto ambicioso de que realmente veamos esta historia desde los ojos del árabe. Y él lo logra. Ahí tenemos un ejemplo de que seguramente se puede. Pero mi libro está muy claro que no es eso. Podría haber sido mi proyecto contar la historia desde el punto de vista de la niña abusada, pero la niña tiene poca voz en este libro. La tiene al principio, cuando describo el cuerpo de mi abusador, por ejemplo. Es el cuerpo de un hombre cualquiera —la piel, el pene, los pelos…— visto desde los ojos de una niña. Entonces, lo ve todo como algo monstruoso porque da mucho miedo. Ahí creo que para el lector es muy obvio que quien habla es la niña, quien ve es la niña. Pero casi siempre la voz que habla, la voz narrativa o la voz que piensa es mi voz de ahora, no la de la niña, porque es otro proyecto. No es una relectura o una lectura de esta misma historia desde los ojos de la niña. Es desde los ojos de alguien que lleva 30 años contando esta historia una y otra vez desde uno y otro ángulo y que tiene toda esta pila de historias diferentes para contar lo mismo.
—En el libro también criticas esos mensajes que se lanzan a las víctimas de que hay que ser fuerte y pasar página. Dices: «Todo eso es un poco absurdo. No hay manera de ser violado y, al mismo tiempo, no ser víctima». Reivindicas tu derecho a ser víctima.
—Desde el sentido común y la racionalidad, que es mi forma de abordar las cosas, una forma muy a ras del lenguaje, que es algo que está en mi formación y que es muy francés: ese gusto por la etimología, por acercarse a una palabra y ver cuál es su riqueza semántica y qué caminos se nos abren al acercarnos a una pregunta. Y ninguna palabra es buena o mala en sí. Hay muchas palabras en ese tipo de historias y en esta historia que son problemáticas, y víctima es una de ellas. Entonces lo veo desde varios puntos de vista y no es tanto una crítica. Es acercarme a prejuicios que yo también tengo que circulan por ahí. Escucho esta frase que se repite mucho de “No quiero ser víctima”, o “Lo que me gusta en este libro es que no adopta una actitud de víctima”. Incluso a mí me lo han dicho: “Lo que es bueno en tu libro es que no eres una víctima”. Bueno, en serio, cuento una historia de una violación repetida durante años de una niña. Si no es una víctima, ¿qué es? ¿Cómo llamarla? ¿Cómo llamarme? También es un poco una provocación, porque yo entiendo cuando dicen esto lo que quieren decir: es que no eres solo una víctima, eres también otra cosa.
—¿Otra cosa en qué sentido?
—También soy la escritora que escribe este libro. También soy una persona que ha estudiado literatura. Todos esos yos, el yo de la persona que es víctima, ha sido víctima y sigue siendo víctima. Pero las palabras son raras. No me gusta la idea de exvíctima porque mis amigas me han dicho “Es raro decir antigua víctima como si ya fuera algo que está cerrado”. Pero víctima tampoco es exacto porque no me está violando ahora mismo. Lo que quiero que veamos en el libro es que ninguna palabra funciona del todo para hablar de esas cosas. Cuando hablamos de algo indecible, de una historia que no se puede contar, no es solo una frase así nomás. Es realmente una historia que no se puede contar y no hay nada que corresponda exactamente a lo que quiero decir.
—Cuentas que mucha gente piensa que los abusos sexuales tienen fundamentalmente una repercusión en la sexualidad de las personas que los han sufrido, pero que es algo que las afecta en muchos otros aspectos de sus vidas. Y dices: «Hay que considerar que la violación es más una cuestión de poder que de sexo».
—Es otra vez una cuestión de prejuicio. Cuando queremos pensar rápidamente, pensamos que las consecuencias de una violación o de una agresión sexual se producen en términos sexuales. Y sí que las hay, obviamente, aunque no siempre y no es lo principal. Es lo que quiero decir ahí. Y otra vez es una perspectiva que está basada en la observación, en esta búsqueda de toda la vida, no a través de cosas que me contesten directamente, sino a través de la literatura. ¿Y por qué me atraen tanto los libros? ¿Por qué me han sido tan útiles para pensar la violencia los libros sobre la tortura, sobre los campos de concentración, los libros que hablan de violencias históricas? Porque ahí encuentro esta respuesta que me permite ver cosas que no veía, y yo tenía la sensación de que no se trata solo de una cuestión sexual, porque se trata de una agresión al alma. Entonces, lo que está dañado es todo tu ser; no es solo algo sexual. Es tu lenguaje, es tu cuerpo, es tu relación con la vida, son tus creencias, es tu sentido de existir. Es como en la tortura. Si te ponen la cabeza en agua, no es tu relación con el agua lo que va a cambiar. Tal vez muchos sí se queden traumados y ya no puedan nunca meterse en el agua, pero no es esto, no es una cuestión de agua. Es una cuestión de que una persona tuvo tu vida entre sus manos y viviste eso. Viste la crueldad humana en su desnudez. Y yo tengo la sensación de que eso es lo que vi. Sí, me violó, pero también podía matarme de haber querido. Otra vez es algo especulativo, no estoy segura de nada de esto e intento que en el libro se perciba esta búsqueda que va a todos lados y que no importa si no encuentro una respuesta, porque mi lugar no es tener una respuesta muy clara. Está esa frase de que “Todo en la vida es sexo, menos el sexo, que es poder”, que es una frase que se atribuye mucho a Oscar Wilde, aunque no sabemos si realmente es de él, porque no la encontré…
—A mí me encanta Oscar Wilde y me sorprende que él dijera esa frase.
—(Risas) A mí también. La escuché mucho en boca de terceros, pero no encontré la cita. Por eso pongo en el libro que se le atribuye, porque quién sabe de dónde viene. Pero no importa. La cuestión es que cuando la escuché, seguramente en una cosa feminista, me impactó y me pareció una herramienta interesante para pensar las relaciones de agresión sexual, este tema del poder. Luego es peligroso siempre enfocarse en una sola cosa, porque no lo explica todo, pero sí que es un filtro que nos permite analizar las relaciones que están en juego allí. Y es cierto que un niño o una niña es el elemento de la familia y de la sociedad que tiene menos poder. Los niños discapacitados todavía tienen menos poder, y las estadísticas muestran que son víctimas de abuso sexual en una proporción todavía mucho mayor. ¿Por qué les pasa más? No estoy segura, pero creo que es porque están todavía más desprotegidos. Las estadísticas son seguras, pero las interpretamos. Y como soy muy racional y también vi lo que vi, intento hacer corresponder estas informaciones desde las relaciones de poder, que es algo que me parece muy útil. No va a explicar todo porque la realidad es compleja y ningún marco teórico nos va a dar respuestas a todo. Pero me parece un lenguaje que es a la vez muy complejo y muy sencillo. Y a mí me gustan esas cosas que tienen un trasfondo muy amplio de especialistas, pero que también podemos usar en una conversación en un café con una amiga.
—En tu libro hay muchas reflexiones sobre cómo el lenguaje condiciona nuestra forma de percibir la realidad. Dices que la violación está asociada en nuestro imaginario a una penetración forzada y que muchos violadores de niños la evitan para que ellos no sepan lo que les están haciendo. Y aquí hay un pasaje especialmente perturbador en que dices: «Recuerdo que quería que sucediera. Lo quería por curiosidad, quería saber qué se sentía, y además sería la confirmación de que lo que me estaba haciendo era, en efecto, violarme. Hasta entonces no estaba del todo segura. Mi padrastro esperó mucho tiempo, por lo que sucedió más o menos al mismo tiempo que un cierto despertar de la conciencia. Tenía doce o trece años. Recuerdo la alegría que sentí en la primera penetración, por fin alcanzaba un poco de claridad, por fin sabía qué diablos estaba pasando». ¿Solo podemos enfrentarnos a aquello que sabemos nombrar?
—Por lo menos en este momento del texto quiero mostrar esta paradoja horrible, porque tiene un trasfondo realmente atroz esto: quiero que me viole de verdad para estar segura de que lo otro también lo fue. Lo digo de varias maneras. Esa es una manera muy violenta, pero también está la manera dulce con la cita de Virginia Woolf que dice que, cuando nombras algo que está oculto tras el algodón en rama de la vida cotidiana, de repente las cosas tienen una dureza, un ángulo, una forma, y ahí nos podemos colocar. Es una gran alegría y es algo que nos permite dar sentido, y en el sentido se hace justicia. ¿Será porque soy escritora, porque soy lectora, que esta relación con el lenguaje y las cosas para mí tiene una importancia mayor o será realmente que a todo el mundo le pasa lo mismo? Sobre lo que me acabas de leer, hay personas que hicieron fila durante media hora para que les firmara el libro que vinieron a hablarme de eso y a decirme: “También a mí me pasó”. Es algo tremendamente personal que me pone en una posición turbia, porque es un poco turbio decir que yo quería que me violara para estar segura y para poder usar la palabra violación. Y a la vez no es personal. Son estas observaciones muy precisas que conectan con una experiencia que está silenciada y no se puede decir. No sé si todos los abusadores de niños lo saben, porque muchos son tontos y no piensan, pero que eso se mantenga depende de que el niño no pueda hablar. Entonces, si queda una duda, si el niño no sabe qué es lo que le está haciendo, ¿cómo lo va a decir? ¿A quién se lo va a contar? En los programas de prevención ahora están tomando eso en cuenta y nunca van a preguntar a un niño: “¿Alguien te viola?”. Porque saben muy bien que el niño no sabe qué es eso. O si lo sabe, se imagina una película de adultos en que a una mujer mayor la golpean en un túnel. Así que, en las entrevistas que se hacen ahora a los niños en riesgo, les preguntan si alguien les hace algo que les da asco, por ejemplo. O todo tipo de preguntas que nos ayudan a conectar con esto que no se puede nombrar, que mucha gente no puede nombrar durante muchos años y por muchas razones. Es contradictorio, y es algo que cuento después, que cuando aparece en mi vida la posibilidad de llamar a esto violación o abuso sexual, es emancipador. Lo es en el sentido de Virginia Woolf y lo es también en el sentido de que ahora voy a poder denunciarlo. Ahora puedo tomar distancia de este relato que él me hizo y con el que me manipuló con la idea de que es una forma de amor que yo no entiendo, pero que algún día lo voy a entender. Él obviamente nunca usó las palabras violación o abuso sexual, y estas palabras son algo que a mí me empodera, que me dan el poder de usarlas para defenderme de ese relato ensordecedor que era el único relato que yo tenía, que era el del agresor.
—¿Cómo ha sido la experiencia de traducirte a ti misma?
—Ha sido una experiencia muy interesante y que no es nueva para mí, porque llevo 20 años en México. No sabría explicarte cómo surgió esta necesidad de escribir en español, pero viene de lejos, a los pocos años de estar en México. No soy bilingüe porque es una lengua que aprendí de adulta con mucho esfuerzo. No es como mi hija, que es bilingüe de nacimiento y que juega con los idiomas. Es algo que yo conquisté. La lengua extranjera para mí ha sido como la escritura: cosas en las cuales sufro y es difícil, porque aprender una lengua, traducirse y traducir en general tiene un lado duro. Pero también es un ejercicio de libertad, de tomar decisiones, de hacer el duelo de una frase que así se va a quedar porque no encuentro una mejor forma. Es una vivencia transformadora y que a mí me genera, no sé si alegría, pero sí mucha vida, es algo muy vital. Es una experiencia muy bella y que disfruto mucho y de la cual estoy orgullosa también. Es mi construcción intelectual. Suena muy virilista usar esa imagen de la conquista, pero así lo vivo. No es solo conquistar, sino también reinventarse dentro de otro idioma, con todas las dificultades y la conciencia de que el lenguaje es limitado. Y cuando no es tu lengua materna, es más limitado todavía, pero a pesar de estas limitaciones tengo que confiar en que el lector o la lectora va a poner esa otra parte, y también hay una parte que nadie va a poner.
—En todas las traducciones de Anagrama, debajo del título aparece Traducción de X. En tu caso me ha llamado la atención que aparezca Versión de la autora en vez de Traducción de la autora. ¿El uso de este término es deliberado?
—Sí, fue una propuesta de la editorial porque es más que una traducción. La historia del libro es un poco particular. Lo escribí en francés, pero, como no encontraba editor, lo empecé a traducir. Ese trabajo de autotraducción que hago desde hace años lo llevo a un taller literario y mis compañeros del taller me ayudan a mejorar la escritura, y yo también los ayudo en otros aspectos que no son gramaticales. Hubo muchas correcciones e incluso cosas más importantes que fui cambiando en la versión en español y luego las pasé al francés. Así que es una versión porque es un segundo original. No es solo una traducción.
—En los últimos meses se ha hablado mucho de Alice Munro porque su hija ha revelado que sufrió abusos sexuales de su padrastro y que, cuando se lo contó a su madre, ella se mantuvo al lado de su esposo. Al conocerse la noticia, hay quienes han defendido que se debe separar el autor y la obra, y han surgido otras voces voces que han dicho que ya no leerán a Alice Munro o que no podrán volver a leerla de la misma forma. ¿Cuál es tu opinión sobre este asunto?
—Es complicado. Es lo que menciono en el libro cuando hablo de Nabókov. ¿Qué haríamos si supiéramos que abusó de una niña? ¿Todavía sería una obra maestra Lolita? ¿Todavía consideraríamos a Nabókov uno de los grandes escritores del siglo XX? Es una pregunta abierta para mí y que me hago desde muy joven, porque uno de los primeros autores que me fascinó y que realmente me abrió las puertas a la literatura es Louis-Ferdinand Céline, que es un autor muy controvertido. Cuando leí Viaje al fin de la noche, no sabía nada de su antisemitismo, de su colaboracionismo, de esa parte muy oscura. Es raro porque este libro está en mi vida como algo que me abrió la puerta a este camino vital, como dije antes. ¿Y qué hago ahora? ¿Dejo de leerlo? Es una lectura que ya está hecha con otra narrativa, porque además nos lo presentaban como un escritor del pueblo, un tipo que se apegó a la oralidad para defender a los más débiles y traerlos al arte, y revisar esto es muy turbio y muy raro. Así que no tengo respuesta para lo de Alice Munro. Es una pregunta que me hago yo también: “¿Qué hacemos con esto?”. Y no todos los días tenemos la misma respuesta. Hay días en que digo: “Tengo que volver a leer todo con esa mirada más compleja”. No lo sé. ¿Cómo recibiste tú la noticia?
—Yo soy partidario de separar el autor y la obra. Pero no estoy en tu situación. Si lo estuviese, no sé cómo habría recibido la noticia. Por eso puedo entender las dos posturas.
—Yo amo a Alice Munro, pero tampoco soy especialista. Algunas personas que son más fans y que leyeron todo me dijeron que sí está presente esta interrogación de qué hacer con eso. Me gustaría volver a leer esos textos. Yo soy muy lenta para formarme una opinión, pero no me deja indiferente, obviamente. Porque ahí sí, como dices, estoy en otra posición que tú, porque se repiten algunas líneas de mi propia historia: el lugar de la madre que recibe esta información y qué decisión toma. Y mi madre hizo las dos cosas. Tomó la decisión de no escucharme durante un tiempo y luego cambió de actitud y se transformó en mi aliada, y ahí está toda la complejidad del personaje de la madre en mi libro. Alice Munro parece que tomó la decisión de estar del lado del agresor hasta el final, y eso sí que… No sé. Quiero tener tiempo para pensarlo. Y no sé si estoy más legitimada que tú para dar una opinión sobre este tema. Es lo que intento demostrar en el libro. Sí, haber sido víctima me da una legitimidad en relación con mi propia historia, pero eso no le quita legitimidad a alguien que no lo ha vivido para atreverse a pensar en esto, porque una persona que no haya sido víctima o agresor tiene la misma responsabilidad que yo, como adulto en el mundo en el cual estamos, de pensar estos temas. Y si no se atreve a pensar, ¿cómo lo va a hacer? Se va a quedar con prejuicios todo el tiempo. Se me da legitimidad para hablar de violación porque lo viví. OK, perfecto, está muy bien, pero que esto no sea una razón para que los que no lo vivieron dejen de tener la necesidad de interrogarse también sobre esos temas. Para mí es importante esto: que no es un libro que esté escrito solo para gente que sabe de qué va.
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