Ser periodista y mujer hoy es difícil. A finales del siglo XIX y principios del XX, además de muy difícil, era incluso extravagante y exótico. Algunas mujeres, las pioneras, desafiaron los prejuicios de su tiempo y consiguieron ser muy relevantes en su profesión. La española Carmen de Burgos, “Colombine” (1867-1932) es todo un estandarte. En el resto del mundo, la bandera la llevó casi en los mismos años Nellie Bly (1864-1922), de quien ha publicado Capitán Swing La vuelta al mundo en 72 días y otros escritos.
Bly no solo fue pionera en el feminismo, fue sobre todo pionera en el periodismo. De sus textos se desprende que su afán era ser uno más en la profesión y demostrar que, por su osadía, podía competir de tú a tú con los varones que monopolizaban el periodismo de entonces, como tantas otras profesiones.
Fue pionera del periodismo de investigación, del periodismo espectáculo, del periodismo gonzo, del periodismo personalista. Los hábiles magnates de la prensa que la contrataron no lo hicieron por su sensibilidad con el género femenino. La contrataron para venderla, sin ningún escrúpulo, como un objeto de márquetin. De hecho, la convirtieron en una estrella en el titular de sus propias crónicas y aprovecharon su fama para ofrecer a sus lectores una línea de ropa como la de su reportera o un juego de mesa con sus aventuras. Es decir, para vender ejemplares.
Directores machistas
Ella sabía que tenía que usar todas sus armas si quería triunfar en el periodismo y les dio a los empresarios lo que querían: espectáculo. En la introducción a la antología de sus textos, Jean Marie Lutes —autora del interesantísimo Front Page Girls— asegura que Bly era capaz de “convertir en noticia sus propias circunstancias personales”. Cita como ejemplo el reportaje en el que preguntaba a los más poderosos directores de Nueva York qué pasos ha de dar una mujer para convertirse en periodista. Las respuestas, que rezumaban machismo, dejaron en evidencia a la cúpula directiva de la profesión.
Su visión del papel de la mujer en la sociedad queda reflejada en su entrevista a Belva A. Lockwood, que en 1884 se convirtió en la primera mujer que se postulaba para la presidencia de EEUU. De la presentación de Bly se desprende el concepto que las mujeres de entonces tenían de sí mismas. “Es una mujer femenina; qué mejor elogio se le puede hacer. Es firme e inteligente, sin resultar masculina, y delicada y femenina sin resultar frívola. Es el ideal de belleza de una mujer con cerebro. Tiene una buena talla, no es ni alta ni baja; y una complexión fuerte, aunque no gruesa.”
Nellie Bly no disimula su admiración y la define como “una mujer con rostro de madre e intelecto de hombre”. La periodista se interesa más por la persona, por su vida cotidiana —también en eso es pionera— que por sus consignas políticas. La Hillary Clinton del XIX no se anda por las ramas en su respuesta: “¿Qué por qué no hago las tareas domésticas? Porque el servicio es barato y yo gano más en un mes sentada ante mi escritorio que en varios años dedicada a las labores domésticas”.
Entre los reportajes que podríamos llamar feministas destaca una encuesta entre damas relevantes sobre un asunto que entonces se convirtió en todo un debate nacional: “¿Las mujeres deberían tener derecho a pedir la mano?”. Bly hace notar que esa costumbre se ha quedado trasnochada en aquellos días, que con mucho optimismo —¡estamos en 1888!— define como “tiempos de casi igualdad de géneros”.
En su entrevista a la defensora del sufragio femenino Susan B. Anthony (1820-1906), hay un asunto que, leído en el siglo XXI, llama poderosamente la atención: la importancia de la bicicleta en la liberación de la mujer. “Creo —asegura rotunda la sufragista— que andar en bicicleta ha hecho más por la emancipación de la mujer que ninguna otra cosa en el mundo. Me pongo en pie y me alegro cada vez que veo a una mujer pasear sobre dos ruedas. Le da a la mujer una sensación de libertad y confianza en sí misma. La hace sentir como si fuera independiente. En cuanto sube al sillín, sabe que no sufrirá ningún daño, a menos que se baje de la bicicleta, y allá va, la imagen de la feminidad libre e ilimitada”.
La vuelta al mundo en 72 días
Su trabajo más notable —de hecho da título al libro de la editorial Capitán Swing— es La vuelta al mundo en 72 días. El magnate de la prensa Joseph Pulitzer, el gran vendedor de humo, sabía que poner a una mujer sola a dar la vuelta al mundo era lo más insólito que se podía ofrecer al lector de entonces. La idea era protagonizar una pirueta, un más difícil todavía, emular la hazaña de Phileas Fogg, el personaje ficticio de Jules Verne, que en la novela completaba el periplo en 80 días.
Una anécdota previa al viaje da idea de lo que el New York World cuidaba a su estrella. Como Nellie Bly no tenía pasaporte y entonces no era fácil conseguirlo, el periódico mandó a un reportero enviado especial a Washington con la única misión de tramitar el documento en el mismísimo Departamento de Estado. El enviado cumplió con su misión y, aunque con solo horas de margen, llegó a tiempo para la partida.
El World hablaba de Bly como “la intrépida viajera con enaguas” y hacía hincapié en los aspectos que podrían provocar más morbo por el hecho de ser mujer. Por ejemplo, que solo llevara un vestido —el que tenía puesto— o que todo su equipaje para más de diez semanas fuera un diminuto maletín y no varios baúles, como se estilaba en la época.
Y ella, claro, hacía hincapié en sus textos. Por ejemplo, en consejos como éste para animar a las mujeres a viajar solas: “Cuando las madres enseñen a sus hijas que en la multitud está la seguridad, y que la multitud es el guardaespaldas que protege a todas las mujeres, las carabinas serán cosa del pasado y las mujeres serán más nobles y mejores”.
Nellie define con humor la distinción de sexos de la época en algunas escenas, como cuando las olas azotaban el barco y el mareo hacía perder la estabilidad y la compostura de unas y otros, “las mujeres se recostaron y los hombres buscaron el bar”.
Ante Jules Verne y con estos pelos
Uno de los momentos culmen del viaje —sobre todo para amantes de la literatura— es cuando visita a Jules Verne en Nantes. Así describe el encuentro: “Cuando lo vi, me sentí como cualquier otra mujer en las mismas circunstancias. Me pregunté si tendría la cara sucia por el viaje y el pelo revuelto”.
Es una pena que Bly no aprovechara el encuentro para hacer una entrevista en profundidad al escritor. Siempre quedará la duda de si no llegó a realizarla por problemas de idioma —ni ella hablaba francés ni él inglés— o porque no le interesaba. Hasta tal punto no aprovecha el encuentro que el diálogo más sabroso que transmitió en sus crónicas fue éste:
—¿Por qué no va a Bombay, como mi personaje Phileas Fogg?
—Porque estoy más ansiosa que una joven viuda por no perder tiempo —respondo.
—A lo mejor consigue ganar un joven viudo antes de volver —dijo el señor Verne con una sonrisa.
Sonreí con superioridad, como hacen siempre las mujeres sin ataduras ante tales situaciones.
Con el libro, el lector ha de tener cuidado y recordar que fue escrito hace casi 140 años. Bly se refiere con expresiones racistas a los africanos y a los asiáticos, y se muestra más conmovida por los achaques de los pasajeros de primera clase que por las condiciones inhumanas en que vive gran parte del mundo.
Por ejemplo, cuando llega a China lo primero que le llama la atención es lo sucio que está todo, incluidos los chinos, que “hasta la coleta llevan sin lavar”. A cambio hay que reconocer como magistral su minuciosa y detallada descripción —hasta las nimiedades más morbosas— de las célebres torturas chinas.
Una masa humana sin sentido
Otro de sus grandes trabajos, también incluido en la edición de Capitán Swing, es Diez días en un manicomio. La periodista se hizo pasar por loca y engañó a la policía y a los médicos hasta que consiguió que la internaran en la temible Blackwell’s Island, un manicomio en el que se hacinaban 1.600 mujeres dadas por dementes. «Tullidas, ciegas, ancianas, jóvenes sencillas y bonitas; una masa humana sin sentido”, en palabras de la periodista.
“Algunas farfullaban cosas a interlocutores invisibles” —relata en su serie de reportajes—, “otras reían o lloraban sin dirigirse a nadie en concreto, y una anciana de pelo gris no dejaba de darme con el codo mientras, entre guiños, gestos de asentimiento con la cabeza, como si viniera ya de vuelta, y lastimeros levantamientos de ojos y manos, me aseguraba que aquellas criaturas estaban locas y que no debía preocuparme por ellas.”
¿Qué siente una esclava blanca?
Nellie Bly hizo de todo en la profesión, fue corresponsal de guerra en la primera gran contienda mundial y enviada especial a México, donde describió la pobreza de la población. Pero su especialidad, como ya se ha visto, era infiltrarse. A lo largo de su carrera, además de por loca, se hizo pasar por la mujer de un empresario farmacéutico para denunciar las corruptelas de los poderosísimos lobbys. También suplantó a una criada y a una madre soltera para ver cómo se sentían. Consiguió una de sus más logradas denuncias de la situación de la mujer al lograr que la contrataran como obrera en una fábrica de cajas; su denuncia de las terribles condiciones laborales se publicó bajo dos expresivos titulares que compendian a la perfección sus esfuerzos como periodista y como mujer: “Nellie Bly cuenta qué se siente siendo una esclava blanca” y “El patrón medio discrimina a los obreros con enaguas”.
Si se hubiera tratado de un hombre, su situación familiar hubiera pasado desapercibida. Pero en el caso de Nellie Bly es inevitable preguntarse si llegó a casarse o si tuvo hijos y cómo pudo compatibilizar su familia con el periodismo. Pinky, como se la conocía por su debilidad por el color rosa, contrajo matrimonio con el millonario Robert Seaman, 42 años mayor que ella, y estuvo casada durante nueve años, tiempo durante el que dejó el periodismo para cuidar de su enfermizo cónyuge. Cuando se quedó viuda y sin hijos en 1904, se hizo cargo de los negocios de su esposo y llevó a cabo una auténtica revolución en sus empresas: mejoró las garantías sanitarias, redujo los horarios para compatibilizar trabajo y vida familiar y pagó salarios considerablemente más justos que los que ofrecía su marido. Su sensibilidad social la llevó a la ruina y tuvo que volver al periodismo, al que se dedicó hasta el final de su vida. Una pulmonía se la llevó a los 57 años cuando atendía con notable éxito un consultorio sentimental femenino.
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Autora: Nellie Bly. Título: La vuelta al mundo en 72 días y otros escritos. Traducción: Silvia Moreno Parrado. Editorial: Capitán Swing. Venta: Amazon y Fnac
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