Estuve en el concierto que dio Nick Cave en la Arena de Verona. Hay que ver cómo eran los romanos —los antiguos, se entiende—: el espectáculo musical que, desde el punto de vista acústico, más he disfrutado de cuantos he presenciado, y no han sido pocos, se celebró en un anfiteatro construido en el siglo primero después de Cristo, siendo Tiberio emperador —un payo que, por cierto, pasó sus últimos años de vida en Capri bañándose con niños a los que llamaba “pececillos”, adivinen por qué—. Chúpate esa, WiZink Center.
Total, que llego al espectacular centro histórico veronés a eso de las siete de la tarde, engroso una de las numerosas colas que conformamos las 11.000 personas que acudimos a la llamada del músico australiano y, en estas, a la meteorología, en un fogonazo violento y salvaje de esquizofrenia, le da por cambiar una solana criminal y un calor homicida por una tormenta eléctrica aliñada con vientos huracanados, de esos que en las películas engullen vacas. A falta de ganado bovino por los alrededores, el voraz Eolo se merendó el equipo de sonido de los Bad Seeds. El escudero principal de Cave, Warren Ellis, subió una fotografía del desaguisado a su cuenta de Instagram. Por ello, la tropa se chupó una espera lluviosa que superó las dos horas. Los subsaharianos que, aprovechando la ocasión, vendían chubasqueros de plástico vieron agotadas sus existencias.
Una vez dentro del anfiteatro, la gente rezó más que en una JMJ: no escaseábamos quienes pensábamos que el bolo era carne de cancelación. Por fortuna, Dios escuchó las oraciones del respetable y los técnicos, brillantes, reestructuraron la maquinaria y la resucitaron, visto lo visto, en tiempo récord. A eso de las nueve y veinte largas —el concierto debió haber empezado a en punto—, una voz siriesca con acento véneto anunció que el artista había decidido tirar p’alante y que el show comenzaría a las diez. La ovación, imaginen, no fue chica. A la hora indicada, desfilaron todos los Bad Seeds por el escenario. El último en aparecer fue Cave. Se asomó al agujero de, más o menos, tres metros que lo separaba de su público, torció el gesto, saludó con un “buona sera!”, y comenzó el recital con ese fantástico trueno rockero que es “Get Ready for Love”, seguido de “There She Goes, My Beautiful World”, una invocación atómica a las musas por la que rondan, entre otros, san Juan de la Cruz y Karl Marx.
Cave, decía, torció el gesto al ver el foso. Al cantante le gusta tocar a sus devotos, agarrar manos, sumergirse en la vorágine y navegar/navegarla. Y la organización, ay, le puso un vacío a modo de frontera con sus feligreses. “Es extraño”, señaló de primeras, en plan educado; luego, más mosqueado, lo definió como un “big fucking hole”. La incomodidad del artista era, de largo, evidente. Pues do it yourself: en la tercera pieza, la clásica “From Her to Eternity”, agarró el micro, bajó del escenario y se mezcló entre sus fervientes, efervescentes y, sobre todo, felices fieles. Repitió el ritual en “Tupelo”, “Red Right Hand” y “Higgs Boson Blues”. Fue en esos momentos, mientras preguntaba con insistencia “can you feel my heartbeat?”, mientras invocaba a gritos a Hannah Montana, mientras clamaba “cry, cry, cry!!!”, cuando Cave rozó la transfiguración. Se convirtió en un ser sublime, en una suerte de chamán paleolítico, de profeta del Antiguo Testamento, de brujo haitiano, de telepredicador de esos que dicen que expulsan demonios en prime time. Sometió al personal a una hipnosis colectiva mágica, implacable y maravillosa que dirigió a su antojo. Todos estábamos bajo su hechizo arcano, carnívoro y populista, incluido un segurata al que sacó a bailar y al que despachó con un divertido “he’s my guy”. Tan pronto te sobrecogía con “Bright Horses”, “Carnage” o “Waiting for You” como te ponía a bailar como en una ceremonia vudú al ritmo de “Jubilee Street”, “City of Refuge” o “White Elephant”, con la que cerró el set, digamos, oficial.
El bis fue escueto: Cave cantó solo al piano la preciosa “Into my Arms” y remató la faena, acompañado por los Bad Seeds, con “Vortex”, tema incluido en su última caja de canciones inéditas y caras B. Estaba prevista, al menos, la interpretación de “Ghosteen Speaks”, que no se produjo no sé si por los horarios de ruido establecidos por el ayuntamiento, la región o quien dicte estas cosas en Italia, no sé si porque el cantante no acabó de estar plenamente cómodo durante la función —cosa que, en caso de producirse, disimuló a la perfección una vez pudo disolverse con sus parroquianos—. La frugalidad del repertorio hizo que, para los asistentes, la sustracción apenas se notara. Fue microscópica, de verdad. Es como si vas a un restaurante y te sirven un menú de la releche pero, cuando esperas el sorbete, te traen la cuenta. Sí, la ceremonia fue impresionante. Como una misa, pero en divertido. No veo la hora de repetir.
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