Hace siete siglos, una mujer, en el Japón de la Era Kamakura, escribió durante meses hasta (casi literalmente) la última línea de su vida, y guardó el resultado en un cajón. Murió poco después, en aquel desangelado monasterio budista en el que se había retirado tras varios años pasados como la favorita de quien apenas pudo ser emperador. Caída en desgracia entre la corte, quiso emular el ejemplo del poeta monje Saigyō, y, ya cansada de todo, se dedicó a peregrinar. ¿Durante cuánto tiempo recorrió los caminos de Saigyō, veinte años? Murió sin haber cumplido los cincuenta. Todavía conservaba esa apostura —la barbilla bien alta, los cabellos tan negros como el corazón de los yōkai que recorrían dando gritos la noche de los bosques— que había hecho perder la cabeza a tantos hombres, allá entre las recelosas cortesías del palacio Kameyama. Pero nadie se preocupó de mirar, en medio de la quietud de las exequias, el modesto lugar hacia el que señalaba su mano.
Olvidaré la senda que pisé
el año pasado en el monte Yoshino:
iré en busca de los florecimientos,
marchando en direcciones
que jamás he seguido.
Aunque ahora que se despedía de la vida aquello le pareciese un sueño —su libro recoge tantos que ni siquiera ella sabe dónde está la realidad—, lo cierto es que lo fue, por más que odiase serlo: la huésped favorita de un palacio. Su relato, que ella nunca aspiró a que le sobreviviera, se abre sigilosamente en una de sus salas, “tras una corta noche de primavera” en que “la neblina se levanta anunciando el amanecer del Año Nuevo”. Pero la neblina se deshace en una lluvia de colores embrujados. ¿Mariposas? No: son las damas de honor del emperador Go-Fukakusa, ahora retirado, entre las que ocupa su lugar la joven Nijō, vestida con un encantador conjunto uchigi que enseguida hará fruncir muchos ceños: el lujo de las siete capas —“en tonos en gradación del rosa al granate”—, que convierten a una niña en una doncella, despierta por primera vez la envidia de quienes aspiraban a ser algo más que simples damas de honor. ¿Quién será esta chiquilla de tan frágil apariencia, que presume entre nosotras de su estatus? Nijō, sin embargo, mantenía la cabeza inclinada. Sobre las capas vestía la uchiginu ceremonial en color carmesí, una uwagi de color verde lima, y hasta un poco por encima de las rodillas la chaqueta ceremonial, una karaginu de un intenso color rojo. Dentro aguardaba un nuevo centelleo, “la prenda interior de manga corta en doble capa, brocado con arabescos y bordados de cercas de bambú y flores blancas de ciruelo”, destinado a quien sería el encargado de retirar uno por uno todos esos velos ondulantes. Y, por supuesto, debajo de la niebla enrevesada del jūnihitoe temblaba la seda más codiciada de todas: la piel de una chiquilla que hacía poco había dejado atrás los trece años.
Era la impaciente voz de Su Majestad la que Nijō iba a escuchar en su oído, cuando estaba convencida de que el sueño ya la había alcanzado en su lecho:
—Desde que eras muy pequeña, he estado esperando con ansia que llegaras a esta edad. ¿Lo sabías?
Más tarde se lo dirá de otra manera:
Muchos años juntos
pero ahora tu perfume me persigue
en las mangas de anoche
que no se posaron en las tuyas.
La vieja escena del padre entregando encantado a su pequeña al soberano para que éste se ocupe de estrenarla —“dejad que el ánsar del arrozal venga a mí esta primavera”— aquí aparece envuelta en fragancias, en los pétalos de los árboles en flor, en el color tornasolado de todas esas brumas que cubren el delgado cuerpo de Nijō y de las damas de honor. No parece pesar ninguna amenaza en el lugar. Aquí el aire sigue siendo transparente, las montañas están delineadas como los tejados a dos aguas sobre las azoteas de corteza de ciprés: todo es tan sereno como un futuro dibujo de Yōsai. Incluso los rituales del sake y los intercambios de cartas y poemas, vigilados a distancia por un consejero orgulloso de que la belleza de su hija le haya hecho ganar un nuevo ascenso, parecen anunciar un amistoso encuentro entre las sábanas. Sin embargo, Nijō se nota enferma cuando presiente que ya llega el soberano, y los brillantes velos de su jūnihitoe quedarán brutalmente desgarrados bajo las sombras cruzadas del bambú. Lo hará, sobre todo, el más delicado de todos, el que separa la infancia despreocupada de una turbia y obligada madurez: “Su Majestad me trató con rudeza esa noche, y la última prenda fina que protegía mi cuerpo quedó del todo deshecha. Cuando ya no tenía nada que perder, desprecié mi propia existencia y maldije el amanecer.
En contra de mi voluntad,
desatados los lazos
de mi ropa interior.
Pronto se extenderán los rumores”.
Ah, sí, muchos años juntos: “Desde que eras muy pequeña, he estado esperando con ansia que llegaras a esta edad, ¿lo sabías?”. Para el soberano, aquel furioso deseo con que tomó a la niña Nijō era otra manera de hablarle de su amor.
A partir de ese momento, ella sólo podía tratar de ser astuta y hacer todo lo posible para prosperar:
Su Majestad me prodigaba sus favores mientras yo aprendía a hacerme valer en la vida cortesana. Después de ser calurosamente acogida en su corte durante años, experimenté la sensación del éxito mundano hasta acariciar en secreto la ilusión de convertirme en el orgullo y la dicha de mi clan.
Incluso ante la emperatriz, Nijō se presenta vestida con las sedas y colores de quien es algo más que una simple favorita. Viaja junto al soberano en la carroza real. Desata los celos de esa esposa agraviada. Cuando un borracho se cuela dando tumbos en su dormitorio y separa bruscamente sus piernas, Nijō apenas encontrará la compasión de quienes sospechan del lugar que ha ocupado en el corazón de ese hombre enigmático, el soberano que aparenta un sueño profundo mientras uno de sus ministros desarma con ferocidad las capas y los velos de su asustada concubina. No hacía mucho Nijō había cumplido dieciocho años. Unos meses atrás había sido madre de una niña. “Pero Akebono cortó el cordón umbilical con una espada de protección que había junto a mi cabecera, lo envolvió con la ropa para el bebé que estaba preparada y se marchó con la criatura en brazos sin decirle nada a nadie. Nunca más volví a ver el rostro de mi bebé. Quería gritar y suplicar que me lo dejara ver bien por última vez, pero cuanto más lo hubiera visto, más dolorosa me habría resultado la separación. Así que no dije nada y me sequé las lágrimas con mis mangas. Sin embargo, no dejaba de pensar en la carita que había vislumbrado.” En una de tantas noches en que Nijō recordaba esa carita, un ministro borracho deslizaba las crujientes pantallas de papel y se arrojaba sobre ella, indiferente a cualquier cosa que no fuera su deseo. Ella miraba hacia la cama donde un emperador afectuoso fingía dormir, sollozando en silencio. ¿Sabían esos hombres que a Nijō le acababan de arrebatar una niñita? ¿Sabían que la muerte le había arrebatado ya un hijo? Cuando el ministro se consideró adecuadamente saciado, Nijō se derrumbó ante la cama de Go-Fukakusa, que aparentaba despertar de buen humor. No hacía tanto que la dama era una niña. Reír, llorar, ¿qué significaba todo esto? Las cosas iban pasando así, como en un sueño.
Realidad o sueño,
¿qué importa?
Los cerezos florecen y se deshojan
en este mundo tan fugaz.
No se sabe qué es lo que evita que la dama Nijō se vea aplastada por todas esas desgracias. ¿El sueño de ser Saigyō? ¿La poesía pura? Son incontables las veces en que la joven se desata la cinta de papel que sujeta sus cabellos para escribir un poema, o, si no (a veces para un amante) un sinograma. Al sacerdote que reza por la sanación del soberano le escribe temerosa sólo un símbolo —“el sueño”—, sintiéndose avergonzada al pensar en el corazón de Buda. La respuesta es una fragante ramita de anís estrellado como aquellas que los penitentes depositaban en ofrenda ante el altar. Al retirarse con la ramita contra su pecho, Nijō descubre maravillada —pero todavía más culpable— el indiscreto poema que el sacerdote ha escrito para ella en una de sus hojas:
Recogiendo ramas del altar al amanecer,
las ramas se mojan.
Mi sueño suspendido:
ojalá pudiera ver su final.
Imposible saber qué corte es esta, a qué extraño mundo hemos sido arrebatados, donde no sólo los amantes expresan sus sentimientos en poemas. No es el mundo de Nijō, desde luego. Cuando apoya la frente en las ventanas del palacio, siempre termina siguiendo con la mirada la sombra fortuita, con su aura de colores, que desenreda los caminos de los bosques en dirección al monte Yoshino. Al verla allí, con su farolillo de papel, libre de las preocupaciones de una joven cortesana, una lágrima corre por su mejilla, que el reflejo de la llama de la vela que sostiene entre las manos —¿ella? ¿la sombra?— rompe en irisados centelleos. La silueta podría ser la de Saigyō. ¿Pero no oculta su manto las formas de una mujer? Ah, entonces tiene que ser ella, Nijō, que persigue el camino de Saigyō. ¿Pero entonces quién es Nijō: la mujer que sueña los caminos o la que sueña un palacio?
Un día decidí abandonarlo todo y entrar en el camino de la renuncia, pues mi destino parecía conducirme a ello tarde o temprano. Los sutras dicen: “Ni la familia, ni la riqueza, ni el rango te siguen en la muerte”, así que pensaba que me había librado de todos esos apegos mundanos.
Pero los sueños acechan por todas partes a esta bella peregrina, la antigua cortesana Nijō, que ha cambiado sus sedas por un grosero manto: los ciervos y los grillos, amigos de sus lágrimas; el blanco rocío de su tumba futura, que ella confía se le aparezca al soberano en sueños; sus pasos preguntándose qué camino de nubes ha tomado, y por qué no hay una magia que la ayude en este mundo; el corazón que viaja más rápido que las palabras, que apenas dicen nada; los muertos que recuerdan los pesares de esta vida, y que la observan afligidos desde sus tumbas cubiertas por el musgo. Ah, sí, el corazón… De nuevo Nijō se encuentra añorando el palacio, tan familiar desde su infancia, sin poder olvidar el ambiguo afecto de Su Majestad.
Una de esas noches en que el pasado vuelve sobre ella, Nijō también sueña con su padre:
—En nuestra familia hay muchas generaciones de poetas —le dice, colocándole sus cabellos tras las orejas como cuando era una niña—. Tu abuelo paterno, el primer ministro Michiteru, compuso el poema “El rocío sobre las hojas caídas tiñéndose de rojo”, y yo escribí “Tu tierra también es primavera”. Con motivo de una visita imperial de los Shijō a Washinoo, tu abuelo materno, Takachika, compuso “La visita de hoy del señor es un verdadero honor para las flores.” Somos una familia antigua, descendiente del príncipe Tomohira, y las olas de nuestro arte poético nunca dejarán de levantarse en la bahía de la Poesía. Muéstrate orgullosa de tu estirpe.
Antes de regresar a la tumba, el viejo consejero pide a Nijō que “siga sembrando las palabras”. Ella despierta sobrecogida, aún a tiempo de ver que las ramas cubiertas de rocío se cierran sobre la sombra que acaba de marchar. ¿Dónde termina el sueño y empieza el bosque? Nadie lo sabe, probablemente tampoco Saigyō lo supo. Más tarde, ante la tumba del divino Hitomaro, la peregrina Nijō de los pies descalzos, con sus largos cabellos negros todavía detrás de las orejas, sólo acierta a responder así:
A pesar de nacer
en un jardín de frondoso bambú,
¿estoy destinada a ser
sólo un nudo del tallo hueco?
La respuesta —quizá una de ellas— le llega durante una tormenta, mientras se baña desnuda bajo las aguas de la cascada de Nachi:
Lágrimas de ansiedad
no dejan de oscurecer mis mangas.
Si tan sólo alguien me preguntara
por qué lloro…
¿Llora por ser sólo eso, un nudo del tallo hueco? No: llora por ser demasiado real entre sus sueños, por ser demasiado sueño en esta cambiante e inaprensible realidad.
De una página a otra nos sentimos embelesados por un sortilegio extraño. La voz de Nijō parece que siempre nos habla en nuestro oído. Pero no puede dejar de ser mágica una voz que se crea y se disuelve entre el encantamiento de las mangas: las mangas de soberanos y de cortesanas, de hijos forzosamente olvidados y de antiguos amantes, de princesas que añoran las visiones soñadas en un templo budista, las de los propios budistas, y hasta las de sus fantasmas. Todas ellas tienen sus colores empapados por el perfume de los melocotoneros, por la luz de la luna y del sol, por el incienso que ilumina un poema, por las lágrimas que bañan ese poema y se confunden con su tinta. No, es imposible no sentir tan viva y tan presente a una mujer que parece observar su propia sombra dibujada en el libro, respirando a nuestra espalda, mientras nos rodea el cuello con esos brazos pálidos y alargados cuyo peso no es mayor que el de unas mangas. ¿Acaso no hay momentos en los que levantamos la vista de la página y sentimos que, tras la niebla, despuntan llenos de flor los manzanos de Año Nuevo? ¿No llega hasta nosotros su perfume? Estas cosas sólo pueden pasar cuando nos dejamos llevar de la mano por alguien que le dio esa importancia al roce de la vida en el borde de un tejido, cuando escuchamos su voz con atención. Cosas tan pequeñas pueden realmente desplazarnos de la silla, pueden arrojarnos sin cuidado en la memoria de otro lugar y de otro siglo. Sí: alguien tuvo que llorar y abrazar mucho, medir demasiados bosques en terribles y maravillosas brazadas de sombras y de flores, para darse cuenta de que en esos bordes se iban poco a poco atesorando los momentos trascendentes de una vida.
Soy un ser insignificante,
pero nada baladíes mis penas.
Ni se desvanece
la imagen de la luna del alba.
El libro, por cierto, fue titulado por Nijō (o por la delicadeza de un monje copista) El cuento que nadie pidió. Ninguna sorpresa aquí: lo mejor —y quizá lo único inmortal— de nuestro mundo está hecho, precisamente, de cuentos que nadie pidió. ¿No es ya nuestra vida un cuento por nadie solicitado? De ese cuento sólo importará un día todo cuanto perdure en nuestras mangas: mensaje con el que parece advertirnos esta discreta maravilla que sólo la curiosidad de un filólogo enamorado evitó que permaneciese olvidada para siempre en un cajón.
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Autor: Nijō. Título: Confesiones de la dama Nijō. Traducción: Rumi Sato. Editorial: Satori. Venta: Todos tus libros.
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