[Precaución. Spoilers de la novela y la serie]
La parábola del regreso del hijo pródigo ha tenido muchas versiones. La de Gillian Flynn se refleja en Heridas abiertas y tiene mucho que ver con el pecado, figurado y real, pero ahí se acaba el sentido religioso de la historia. Lo cierto es que tanto la novela de Flynn, autora superventas de Perdida, como la miniserie de HBO protagonizada (y producida) por Amy Adams profundizan en las heridas psíquicas y físicas de su perturbada heroína, y no en la misericordia del relato bíblico. Lo que la periodista Camille Preaker se encuentra en Wind Gap, su pueblo natal, no es una historia de reconstrucción familiar y redención, sino de heridas que no cierran, heridas abiertas… y asesinatos. Asesinatos de niñas que recuerdan a una pérdida del pasado. Como ella misma dice en la novela, “niñas muertas por todas partes”.
¿Qué diferencias existen entre el libro y la serie, entre las poco más de 300 páginas de la publicación en DeBolsillo (Penguin Random House, 2006) y los ocho episodios del drama televisivo que culminó a finales de agosto? Esencialmente pocas, aunque las hay. No estamos ante uno de esos casos en el que un autor coge a otro y le da un nuevo sentido: el contexto es similar y el tiempo únicamente ha dado la razón a Gillian Flynn en algunos de sus postulados. Pero sí podríamos profundizar en sus equivalencias, en los paralelismos expresivos de un relato policial de marcado acento femenino que resulta perfecto para los reivindicativos tiempos actuales (a nadie se le escapa que HBO ha vendido la producción como una suerte de True Detective de mujeres). Un relato que viaja por tanto de las palabras a las imágenes, y en cuyo título ya nos sugiere un recorrido: su versión original se titula Sharp Objects (objetos punzantes) y la española, tal y como ya la conocemos, Heridas abiertas, tanto las que produce el filo cortante con el que Camille escribe en su piel como las que una madre dominante como Adora (Patricia Clarkson) ha causado en la joven. En cierto modo, otra traducción que ya nos sugiere un viaje interesante a las tripas de Camille Preaker, cuyo retrato es tan importante como la resolución de un crimen que parece emanar de sus propias pesadillas.
El thriller dramático dirigido por el canadiense Jean-Marc Vallée (Big Little Lies, Dallas Buyers Club) son ocho horas de televisión que no pueden, evidentemente, adoptar la primera persona del relato de Flynn (gracias a Dios, no hay voz en off que nos guíe a través de la historia). Pero sí abunda, mediante recursos visuales y sonoros, en la mente fracturada de la joven Camille, a quien la cámara al hombro de Vallée acompaña en todo momento y cuya mente se descubre ante nosotros a través de insertos sin sonido que, como silenciosos “flashes” que más bien son cuchillos, nos introducen en su mente, nos remiten a su infancia y nos explican sus pensamientos. El montaje es el protagonista en Heridas abiertas, la serie, con un tipo de flashback no exactamente nuevo pero sí opuesto a la noción popularizada por CSI, con su flash blanco y efecto de sonido llamativo, y que, por eso mismo, se ha convertido en lo más alabado de una serie que reproduce bien esa sensación de irrealidad casi atemporal que nos rodea una vez Camille entra en Wind Gap.
Al final, lo que tenemos en ambas es algo muy parecido, un medio para un mismo fin: en ambas hay un narrador no particularmente fiable, Camille, que se debate entre su condición de víctima y heroína, igual que la historia plantea la resolución de unos crímenes que van indisolublemente unidos a un trauma íntimo y personal. Que al final Gillian Flynn, con su artificio del giro salvaje en la última página nos inste a pensar que todas las niñas muertas son víctimas de Adora y no de otra persona, que utilice un enigma para tapar otro en un golpe de efecto final (¿quién ha dicho que tenga que haber solo un asesino?), no es una trampa particularmente desconocida para el lector/espectador. En la serie todo ocurre en los dos últimos minutos, y no acaba de completarse hasta una secuencia post-créditos (expresión última de ese montaje fracturado en torno a los recuerdos de Camille que por una vez no cobra forma de recuerdo… lo que nos lleva a formular otra pregunta: ¿acaso todos los recuerdos de Camille son reales?).
Heridas abiertas, la serie, da en la diana a la hora de reproducir el clima tórrido y absorbente de una localidad rural de Missouri. Nadie aquí dudaba de la capacidad de Vallée de obtener oro de la ambientación sureña planteada por la escritora, y así ha sido: Wind Gap parece, como Twin Peaks pero en absoluto como en la serie de David Lynch, un lugar ajeno a todo, suspendido en el tiempo y sumido en el corazón de una América más reaccionaria que tradicional, y desde luego fracturada en dos clases distintas: la rica y la muy pobre. No parece que a Flynn o Vallée les interese incidir en estas diferencias sociales, sino en la psicología perturbada. La fotografía de Yves Bélanger y Ronald Plante, ambos de procedencia cinematográfica, dibuja una geografía en la que Flynn no se extiende particularmente, pero es la edición abrupta de las imágenes la que nos atrapa en el torbellino interno de Camille. Un detalle de la serie: cuando la chica llega al pueblo en su coche, dos carteles electorales de Barack Obama y George W. Bush cuelgan descoloridos de las paredes. Dos presidentes distintos, dos épocas diferentes nos sitúan en unos Estados Unidos “reales”, contemporáneos, pero que parecen existir al margen de todo: olvidados.
La serie ha sido definida sobre el papel por Marti Noxon, una experimentada showrunner curtida en Buffy Cazavampiros y varios títulos de género, además de la reciente Dietland, donde también se abordaban y cuestionaban ciertos estereotipos femeninos, en esta ocasión más físicos que psicológicos. Su trabajo aquí añade algo más de trama (y drama) y define mejor a los personajes masculinos, importantes precisamente por su aparente pasividad. La investigación ideada por Flynn no tiene grandes puntos de giro, parece avanzar por alguna clase de inercia (deliberada) y todo se reduce a aumentar la presión hasta un desenlace donde el paisaje interior de Camille y el exterior de la investigación criminal se trenzan en un desenlace que, reconozcámoslo, tampoco resulta particularmente difícil de anticipar. Resulta comprensible la decisión de Noxon y Vallée ante la escasa sorpresa del desenlace: en una narración televisiva, se hace necesario “airear” el relato y aportar de cuando en cuando un punto de vista que no sea el de Camille, de ahí ese capítulo dedicado a la fiesta local de Wind Gap que se celebra en el jardín de Adora, que culmina con la desaparición de un personaje principal, y que en la novela brilla por su ausencia.
La verdadera crudeza de Heridas abiertas no viene del gore, de los sustos o la tensión, características que podríamos asumir como propias de un thriller, sino de transmitir una experiencia, la experiencia de vivir bajo el mismo tejado que una mujer feroz. El tema central es la relación de Camille con su madre, Adora, y el trauma psicológico causado en su hija… en todas sus hijas. Heridas abiertas es un drama, y Adora una mantis cuya construcción parece fruto de una mezcla de elementos tradicionalmente femeninos exagerados (su coquetería, su faceta de madre amantísima…) y otros producto de la pura negación. Gracias a la interpretación de Patricia Clarkson, en la serie Adora casi parece un fantasma, igual que Wind Gap un pueblo encantado. Queda claro desde el principio que su conducta es peligrosa, genera personas capaces de dañarse a sí mismas y a los demás, y ni Vallée ni sus actrices se molestan lo más mínimo en disimularlo. Si son fantasmas, desde luego son de carne y sangre.
Y aquí entran los personajes masculinos, que reduciremos a tres: el detective Richard Willis (Chris Messina), el jefe de policía Vickery (Matt Craven) y el padrastro de Camille y marido de su madre Adora, Alan Crellin (Henry Czerny). Resulta fácil apreciar cómo su aparición secundaria y nula importancia (al menos de dos de ellos) en el devenir de los acontecimientos es una decisión absolutamente deliberada tras años de primacía masculina en el género negro. Flynn ha ideado un relato donde las heroínas y villanas son mujeres, y por tanto en Heridas abiertas las mujeres son ellos, por mucho que la serie se esfuerce en cimentar y desarrollar mejor sus motivaciones. Pese a ello, a secuencias que no están en el libro, como el detallado seguimiento que Vallée hace del sheriff, más que probable amante de Adora (y también conocedor de sus acciones) una vez superado el ecuador de la serie, o los celos de Alan por lo anterior, tanto uno como otro se reducen a figuras entre indiferentes y pasivas en la deriva de la historia. El caso de Willis es distinto, y la serie nos golpea con al menos dos explícitos desnudos masculinos de Chris Messina, que en ningún momento encuentran reflejo en el personaje de Amy Adams, pese a tratarse de escenas de sexo. Bien es cierto que el argumento lo justifica, que la renuencia de Camille a mostrar su cuerpo está perfectamente explicada, pero la claridad con la que Vallée exhibe el cuerpo de Messina y no el de Adams responde a una tesis clara: en Heridas abiertas el objeto sexual es el hombre, algo que se subrayará después con cierta acción de Camille, que se acuesta con un joven sospechoso (de nuevo, la iniciativa del engaño tradicionalmente atribuida a los hombres) en un gesto de comprensión mutua con el muchacho (o femenina) pero que abunda en esa dirección.
Hay algo que sí perdemos en el salto de la novela a la serie, y es el sarcasmo e ironía de Camille, amargos destellos que iluminan aquí y allí las reflexiones de la heroína literaria y potencian su inteligencia. Su sangrante descripción de dos niños, hermanos de una de las víctimas, o cuando explica que han retirado las tijeras con puntas porque “tiene una cabecita muy sucia”… Hay en Heridas abiertas muchas sentencias que delatan la habilidad de Gillian Flynn para aportar un humor negro que, en lugar de aflojar la tensión, no hace sino potenciar el drama y aportar una justa distancia. En la serie, Amy Adams resuelve con una interpretación matizada y prodigiosa, asegurándose de que nada de esto se convierta en un problema.
Al final, decepcione o no el desenlace, quedan en la memoria la habilidad de Vallée para la edición de estos recuerdos/pesadilla, la interpretación de Amy Adams y Patricia Clarkson, y la impresión de que una vez más la televisión ha llevado la ventaja al cine en lo que a historias adultas se refiere. La novela, publicada hace ya una década, se mantiene bien pese a sus omisiones y efectismos interesados. Es cierto que se lee de manera fulgurante y resulta implacable en no pocos pasajes, lo que le da crédito a la fama de la autora.
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