La novela que la editorial Trea sacó a la luz en el otoño de 2019, Como un perro en la tumba de un cruzado, de Alberto R. Torices, no es una lectura para todos los públicos. Es, como algunas de sus otras narraciones, una escritura que avanza por el proceloso mundo de la maldad. En algunas de ellas —el cuento titulado Azul o las novelas Sacrificio o Trata de olvidarlas— es esa una maldad que, aunque es, está algo escondida, agazapada o se hace diminuta en medio de su prosa cautivante.
Aquí no. Es manifiesta, palmaria; una exhibición cuasi pornográfica de lo perverso. Nada se escapa a la repugnancia, nada se salva de la sordidez: los personajes, los comportamientos, los lugares… porque, en cuanto aparece un atisbo de ternura en alguno de ellos, el autor lo cercena.
Como un perro en la tumba de un cruzado es una novela difícil de soportar; revuelve las tripas. Nada ni nadie se salva en ella. El lienzo de personajes que pueblan la ciudad de Gémina va desde los malvados a los derrotados pasando por los perdidos, perdidos en el sentido de desorientados. A los primeros pertenecen Makar, el padre, rico obeso y flácido matón que ha conseguido el «respeto social» y el ascenso a golpe de talón y de chantajes; Vettriano el pintor frustrado, ladino y paciente que espera agazapado a hacerse con el imperio de su rico jefe; el tan viejo como codicioso y despreciable Sorel; o el pederasta juez García Dóriga. Dentro de los segundos están algunas de las féminas: la bellísima y alabastrina prostituta Agnes, que renuncia al amor para asegurar el futuro de ella y el de su hijo casándose con su proxeneta; Carmen, la enfermera viuda que quiere acostarse con Manuel-Dáimôn solo porque se parece a su marido, e incluso Marlene, la frívola muchachita rica «con voz de dibujo animado», la muerta. Y entre los más perdidos, Juliette, la pobre tonta adolescente de la floristería, tan débil y triste como su voz; y, sobre todo, Manuel Sanjuán / Dáimôn H. Eliot quien, como Alonso Quijano, busca en la vida —en la novela— forjarse una nueva identidad. Lo trágico de este personaje, en torno al cual gira toda la obra (¿o es en torno a Makar, su padre?, no sé), es que, también, como don Quijote, se atribuye la muy noble misión de impartir justicia, pero es la suya una justicia justiciera, hiperbólica, degenerada, terrible, que lo convierte no en un héroe sino en un monstruo que «mata para redimirse».
No hay conmiseración tampoco para los secundarios: ni para los taxistas, tratados siempre con desprecio porque son fácilmente comprables, o por entrometidos; ni para los serviles empleados del hotel; ni para Hanif, el argelino de dientes amarillos, pequeño traficante y chulo de sus tres sumisas compatriotas; ni para Monsieur Barbier, el vulgar dueño de la pensión, ni para el médico y la enfermera de la consulta de Marsella, para nadie. A todos los trata el narrador con desprecio, y si asoma en ellos algo de nobleza o de inocencia inmediatamente lo borra.
Tampoco se salvan los ambientes: un contenedor lleno de «periódicos grasientos, vísceras de pescado y verduras podridas» es la cuna en la que encuentra Makar a su futuro hijo; muelles, calles grises y marrones, una habitación de cuatro por cinco pasos y sin retrete en una pensión mugrienta y barata ayudan a formar la nueva identidad del asesino justiciero protagonista. Las lujosas pero frías habitaciones del hotel El Faro en el que prácticamente viven el joven Manuel y su padre, dueño de aquella construcción de cuarenta y pico plantas en torno a las que giran toda clase de negocios turbios y que alojan asimismo un burdel —el Nightcap— rentabilísimo negocio del mismo propietario y por el que pasan asiduamente casi todos los prohombres de la ciudad, así como las soberbias y estucadas residencias de todos esos nuevos ricos que por allí transitan, cualquier lugar es tratado por la pluma de este narrador sin tolerancia alguna. Ni siquiera los objetos escapan a este trato: desde el cuadro del despacho de Makar —«un óleo tormentoso y violento»— hasta el reloj sin agujas con una estrella roja de cinco puntas en las doce, primer regalo inútil de su padre, que no se quita de la muñeca el demonio que empieza a ser o que siempre fue Manuel Sanjuán.
Pudiera ser, entonces, que la novela fuera escrita por el propio autor para salvarse, pero ni tan siquiera. En varias ocasiones reniega de la escritura, poniendo sus opiniones en boca del joven protagonista, quien primero ve la necesidad de escribir lo que le pasa, de contar a «alguien» su transformación, pero enseguida se da cuenta del fraude que suponen las palabras, porque ellas —dice— «tienen una curiosa habilidad para ignorar lo que aprecian los sentidos al primer instante». Y más tarde, y en más de una ocasión, reflexionará acerca del hecho de escribir, concluyendo que es «un acto excesivo», un enorme esfuerzo «para lo que reporta» y porque cuando se escribe siempre sobra algo, a veces «sobra todo». Llega a decir en una larga reflexión, tras releer lo apuntado, que el hecho de escribir ni basta ni compensa, pues es un fraude, ya que empobrece el acto y la propia palabra. Escribir no sirve para nada, puesto que puede hacerlo cualquiera, «no como tocar el violín»; y escribir para contarse —o aun para explicarse a uno mismo cómo son las cosas— exige fundamentalmente decencia y estética, y eso es harto difícil de conseguir.
Siendo así, ¿por qué leer una novela como esta? Pues… por las mismas o parecidas razones que soportamos los aterradores tiros de L. A. Confidencial y dijimos que era una película de culto, o cada uno de los descarnados aspectos que airea la más reciente Parásitos y no solo admitimos, sino que celebramos que a ambas las bendijeran con unos cuantos premios de los muy muy importantes. Porque la maestría con la que están armados los argumentos o la pericia con la que sutilmente se sirven los detalles las convierten en obras de arte. En la novela de Alberto R. Torices la historia atrapa desde las primeras páginas: puede más el in crescendo de una intriga milimétricamente administrada que el asco que supura. Y porque la historia está estupendamente construida. Si a ello añadimos un dominio envidiable del lenguaje, de la escritura propiamente dicha, ya no hay excusas.
Las diferentes técnicas y perspectivas con las que se expone la trama —y que el autor se molesta a veces en remarcar haciendo uso de diferentes tipos de letra— no son nuevas: las cartas (que no se sabe si llegan o no al destinatario, o incluso si se envían), el narrador omnisciente, el diario, los apuntes, las notas… todo completa la pulida taracea del relato.
El narrador no solo es omnipresente en las partes en las que actúa como tal; no solo lo sabe y lo ve todo, sino que lo anticipa y lo juzga todo; y no le da tregua al lector. En la mayoría de los casos asoma con su, a veces sarcástica, a veces triste, ironía. Lo sarcástico se intuye desde la primera página, desde el retrato con que presenta al protagonista y su media novia: «Los dos tenían veintiún años y papás millonarios, pocos escrúpulos y cantidades de tiempo que perder». Se declara abiertamente en detalles como la elección del apodo, del nombre de guerra que adopta el protagonista, y se incrementa a la vez que va avanzando la novela hasta llegar al discurso pronunciado por el demoníaco bastardo y nuevo propietario del negocio en su magnífica y última cena, cuya invitación no rehúsa ninguno de los cien personajes más dignos y sin embargo más corruptos de la ciudad. Lo triste se deja ver en muchas ocasiones: Agnes solo sonreía de la manera más triste, «ya lo sabemos»; en triste se convierte ese mechón de pelo que se le escapa a la cuarentona Carmen sobre la cara cuando llega a la cita con Dáimôn; pálida y formal es la tristeza que se le instala en el rostro al niño Frederik desde que vive en Las Secuoyas.
La manera en la que se completa para el lector el puzle de la historia también sorprende: cuando él cree que ya se ha terminado el capítulo, o que alguna acción ha concluido, el narrador retoma una de las insignificantes puntas que habían quedado pendientes y la enriquece con más detalles, con otro punto de vista, con una vuelta atrás en el tiempo, y puede que sea con la intención de dejarlo más claro, si bien, en ocasiones, tengo la impresión de que es solo para retar más al lector, para poner a prueba su resistencia, como si le dijera: «Por si no has tenido suficiente inmundicia, ahí va otra dosis». Se disculpará él (el autor o el narrador) diciendo que la manera en la que está construido el índice es una buena guía para no «perderse»; pero incluso se atreve a colarle el resumen, el esbozo en dos páginas, del relato que lleva escrito en las cien anteriores, con un impresionante dominio de la concisión, eso sí. Y lo hará más veces, hasta que la prosa de autor y protagonista confluyan y se confundan.
Dentro de ese mismo relato, del suyo, del del narrador, su opinión, su ironía asoma también en esas palabras en cursiva que cuela en medio de una frase mediante las que entabla otro diálogo cómplice con el lector, un guiño subliminal para el que lo quiera o lo pueda entender. Es uno más de los varios juegos que el autor del relato propone al que ha de convertirse en paciente y atento lector de esta novela; lo mismo que esos etcéteras que nos encontramos al final de algunas enumeraciones, o incluso encerrados entre dos puntos y seguido, o antes del punto y aparte, como si no quisiera detenerse ni en lo consabido ni en lo tópico y dejarlo, también y, por otra parte, al arbitrio del lector.
No abunda mucho en las descripciones, pero son certeras, las de un sutil observador que capta y expone con elegidos pequeños detalles cotidianos que dan a sus personajes, incluso a los secundarios, la dimensión de seres humanos. Las meras, pero estudiadas enumeraciones asindéticas y en gradación sirven para despachar de un plumazo la caracterización de objetos («El instrumento que facilitó la transformación fue un artefacto mecánico de considerable potencia; rojo, descapotable, alemán»), criaturas («…podría transmutarse en garza, en rana, en serpiente de cascabel») o situaciones («…y las denuncias de grupos de ecologistas, naturistas, nudistas, etc.»).
La novela tiene muchas más capas, más enigmas, más retos de los que puedo apuntar en esta breve reflexión (las relaciones paterno y materno-filiales, el papel de la mujer, de las mujeres…) y otros más, que seguramente se me escapan. Lo que sí puedo asegurar es que terminaremos su lectura sin arrepentirnos de no haber cedido a la tentación de abandonarla en más de una ocasión y habiéndonos dejado de nuevo interpelar sin tapujos sobre aspectos fundamentales de nuestro pasar por este mundo, tales como de qué manera se dimensiona nuestro sentido de la justicia o hasta dónde puede llegar nuestro umbral de tolerancia ante el mal, ante la perversión, la sordidez o la barbarie. O también de preguntarnos por ese clásico de hasta dónde es uno «artífice de su propia ventura».
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Autor: Alberto R. Torices. Título: Como un perro en la tumba de un cruzado. Editorial: Trea. Venta: Todostuslibros y Amazon
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