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No decepciones a tu padre, de Carme Chaparro

No decepciones a tu padre, de Carme Chaparro

Con su última novela, No decepciones a tu padre (Espasa), Carme Chaparro cierra la trilogía que empezó con el Premio Primavera No soy un monstruo y continuó con La química del odio. El libro sigue la línea de thriller con el que la autora cierra la trama de la protagonista, Ana Arén, al tiempo que trata una nueva investigación. Homicidios, el mundo de la televisión y el espectáculo, los medios, la trata de mujeres, los famosos, la clase millonaria y pudiente de Madrid…

Carme Chaparro (Barcelona, 1973) tiene una amplia carrera como periodista en televisión y ha recibido el Premio del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del CGPJ, y el premio Feminismo PSOE Rosa Manzano.

Zenda publica los dos primeros capítulos de No decepciones a tu padre.

***

Hay cierto vacío en el dolor;
no puede recordar
cuándo comenzó, o si hubo
un día en el que no existió.

Emily Dickinson, La asesina rubia. Antología poética

PRIMERA PARTE

1

Se había acostumbrado al dolor como si hubiera nacido con él. De la misma manera que alguien se acostumbra a tener una piel clara que se abrasa fácilmente al sol.

Con tiempo.

Y quemaduras.

Sigue doliendo igual; y además ya no recuerda cómo era antes, cuando estaba intacta. O si hubo un día en el que el dolor no existió.

Solo muy de vez en cuando es capaz de encontrar un resquicio para la calma. Pero entonces tiene que quedarse muy quieta, como haciéndose la muerta.

Haciéndose. La. Muerta.

Qué ironía. Casi se le escapa una sonrisa.

Mira el reloj. Son las cinco.

Camina descalza sobre las losetas frías del cuarto de baño. Lleva puesto un viejo vestido rosa de lino, que cruje con cada pequeño movimiento de su cuerpo. Teme que la tela se deshaga sobre la piel.

Cuando pasa ante el espejo baja la cabeza, porque vestida así todo parece real.

Se sienta en el borde de la bañera, abre el grifo y deja correr el agua.

Distraída, balancea suavemente el brazo bajo el chorro y deja divagar su mente, meciéndola como si la vida —¡ojalá!— pudiera condensarse en el líquido que se va calentando sobre la palma de su mano.

Cierra los ojos cuando apoya los pies en el acero esmaltado del fondo de la bañera. Por una vez el calor calienta. Es calor de verdad, y le sube tibio y reconfortante por las piernas. Disfruta de esa sensación olvidada.

Respira. Flota. Espera.

Una pompa intrépida estalla contra su nuca y nota un soplo de aire fresco rozándola en cada trozo de piel en el que habita una pena.

Vacila.

Le gustaría tumbarse. Sentir el agua en la espalda. Tibia. Somnolienta.

Le gustaría construir una casa hecha de burbujas y quedarse a vivir en esa bañera. Fabricarse un nido, un útero, una guarida de jabón con olor a jazmín.

Comer jabón, incluso. Convertirse ella misma en una pompa.

Ingrávida. Sin el peso de su alma.

Cuando deja caer el secador saltan los plomos.

2

Su primera madrugada como cadáver la pasa a 3,9 grados de temperatura, levemente por encima del punto de congelación para no influir demasiado en la autopsia. Hasta que ha llegado ella, a las 6.24 minutos de la madrugada, estaba siendo una noche rutinaria en las cámaras frigoríficas del Instituto Anatómico Forense de Madrid.

Depósito 36.

A oscuras. Fría y joven. Hermosa, pálida y turgente. Deliciosa incluso después de muerta.

Solo hace falta mirarla para saber qué la ha llevado hasta allí, pero aun así tendrá que superar los trámites habituales de un fallecimiento sospechoso.

La profanación forense, los ojos ajenos, el papeleo, los sellos oficiales.

Los pecados desenterrados y expuestos al mundo.

Por todo eso le tocará pasar a Nina Vidal hasta conseguir, por fin, un poco de paz. Aunque con decenas de periodistas montando guardia en la puerta va a ser bastante complicado que la dejen tranquila. Al menos, de momento.

Cuando vienen a buscarla empieza a amanecer. Dicen que la virtud de los muertos es la calma, pero ella acoge con cierto regocijo —como si eso fuera posible en un corazón cadáver— ser la primera en marcharse de los nichos helados de la cámara frigorífica. Atrás quedan cinco compañeros que llegaron antes que ella, pero que tendrán que esperar un poco más. Cosas de la fama.

De camino a la sala de autopsias su cuerpo traquetea sobre la camilla. El eje trasero está descompensado. El uso, el tiempo o algún difunto especialmente obeso han deformado ligeramente la rueda derecha. Con cada giro se alza un milímetro por encima de las demás haciendo que, más o menos cada par de segundos, Nina se eleve y rebote. Demasiado alto. Demasiado arriesgado.

El celador sabe que se le puede caer al suelo cualquier otro cadáver menos ese, así que más le vale asegurarlo bien.

A pesar del trabajo extra, sonríe.

Sonríe porque el desperfecto le ofrece una excusa fantástica —sobre todo con su propia conciencia de hombre casado— para palpar el cuerpo de Nina. Se quita el guante de la mano derecha, alarga el brazo y lo introduce bajo la tela que lo cubre. Recuerda todas las veces en su vida en las que ha fantaseado con tocar a esa mujer, aunque nunca pensó que sería allí y de esa forma. Sabe cómo es la piel de un muerto y teme que la de ella sea una más, no tan diferente a tantas otras que ha tenido que tocar en su larga carrera como porteador de difuntos.

Pero se equivoca. Y se le escapa una sonrisa obscena. Sus dedos palpan porcelana. Pulida. Satinada. Exquisita.

Suspira, muy hondo, mientras sus terminaciones nerviosas toman conciencia de lo que están acariciando, y cierra los ojos para disfrutarlo mejor. No quiere que ningún otro sentido le distraiga. Están solos, él y Nina, en ese largo corredor tapizado de losetas blancas que apenas relucen bajo una hilera de fluorescentes del siglo pasado. La escena encajaría perfectamente en una película de terror, pero él sabe que los muertos no resucitan, aunque en el ambiente siempre queda el poso putrefacto de los que fueron canallas en vida. Con cuidado, su mano se desliza sobre la piel de Nina, desde el hombro hacia el pecho, atravesando la cordillera de la clavícula. Las yemas de los dedos perciben la compacta elevación de la mama.

El pecho duro y turgente de una mujer joven.

La palma de su mano se hace cuenco para envolverlo, recogiéndolo desde el lateral hacia el centro. Sus dedos reptan hasta llegar muy cerca del pezón. Se imagina tocándolo y se detiene en ese momento previo al éxtasis, deleitándose en la anticipación del placer. Entre sus piernas comienza a concentrarse el calor que precede a una erección, ese burbujeo sanguíneo incontrolable que se espesa alrededor del pene y los testículos, esponjando la carne a la vez que la endurece.

Ufff.

Tiene que parar antes de no poder dominarlo, porque no puede llegar empalmado a la sala de autopsias. Intenta concentrarse en otra cosa. Piensa en el perro al que atropelló un par de semanas antes, en los intestinos del animal esparcidos sobre el asfalto, en su hijo llorando en el asiento de atrás.

—¿Qué haces? —Una voz atruena a su espalda.

El jefe de seguridad. Las cámaras. El cabrón le habrá estado vigilando.

El celador se sobresalta y retira la mano. El gesto hace que la sábana que cubre el cadáver caiga al suelo, dejándolo a la vista y desnudo.

—La… la camilla, la camilla esta de mierda —logra pronunciar—. Los putos recortes. —Se rehace hasta conseguir componer una cara ligeramente parecida a la indignación—. Casi se me cae la muerta. Hay que sujetarla. ¿Me ayudas?

Pero al jefe de seguridad del turno de noche ya no le importa. Ni haber pillado al celador tocando obscenamente un cadáver. Ni la camilla defectuosa. Ni siquiera el espléndido cuerpo de mujer tendido sobre ella. No puede apartar la mirada del lugar donde se supone que debería estar la boca y que ahora ocupa algo que es incapaz de descifrar.

Tardará tiempo en sobreponerse. Y tendrá que tomar benzodiacepinas que comprará a un pequeño traficante del barrio cuando su médico le diga que no es para tanto y que no se las receta más.

—Tira, tira —le grita al celador, incapaz de dejar de mirar, sin entender del todo lo que está viendo—. Luego hablaré contigo —le advierte—. Y tapa esa cosa, por Dios. Tapa esa cosa.

El hombre obedece y acelera el paso. Para evitar tentaciones, desvía la mirada fuera del campo magnético de esa sábana y de lo que sabe que hay debajo. Porque a él no le importa cómo la han matado. La fascinación sobrepasa el asco.

Camina con rapidez.

Con una mezcla de alivio y tristeza abre las puertas que dan acceso a la sala donde van a diseccionar a Nina. No le sorprende que esté llena de gente, a pesar de ser las ocho de la mañana.

De un lunes.

Sabe lo que desean los que están allí.

Lo mismo que quería él.

Verla desnuda.

Y quizá, en un descuido, también poder tocarla.

***

¿De qué sirve un policía con el corazón roto?

Nuestros ancestros encendían fuego dentro de las calaveras de los muertos para olvidar el pasado y que no doliera tanto. Ella busca asesinos. Y de alguna manera también lo hace para que no le duela tanto.

La vida.

Ana es más débil que antes. Y eso es lo peor. No el dolor, al que podría llegar a acostumbrarse, sino la debilidad, que ella cree que la hace frágil y vulnerable, y que abre agujeros en el escudo con el que transita por la vida.

Al doblar la esquina, distingue de lejos una nube compacta de periodistas montando guardia a las puertas del Anatómico Forense. Vistos así, en la distancia, le parecen un enjambre revoloteando sobre una mancha de sangre. Ana no se cree con fuerzas para lidiar con ellos y entra en el edificio por una pequeña y disimulada puerta lateral. Desde allí recorre los pasillos a paso sosegado. No tiene prisa. Sabe lo que se va a encontrar.

Sala tres. Ahí está. El circo.

Siente cierto pudor mientras empuja las puertas, como si fuera una cotilla más. Alrededor del cadáver hormiguea un ajetreo inusual para una autopsia, pero nadie parece sentirse avergonzado porque todos se creen con derecho a estar allí. Y aunque intentan evitarlo, no pueden: la sábana que cubre el cuerpo atrae irremediablemente sus miradas mientras fantasean con lo que se esconderá debajo. Ana cree oír el crujir morboso de los pensamientos de todos esos hombres —y un par de mujeres—, aunque ninguno de ellos sabe aún cuál es el estado en el que se encontró el cadáver unas horas atrás. Se regodea en silencio ante lo que está por venir.

Esperan a la Nina Vidal que conocen. La de las revistas. La de las películas. La de la televisión. No a la que yace bajo la sábana mortuoria.

—Señores.

La forense entra decidida en la sala, alzando la voz y rompiendo el hechizo. Paloma Marco lleva puesto ya el equipamiento para practicar autopsias. Bata impermeable, delantal y gorro. Aquí manda ella.

—Señores —repite, por si hay algún despistado— y señoras, buenos días. Gracias a todos por haber madrugado tanto un lunes. Es un placer tenerles aquí. Intentaré complacerles.

Consigue desconcertarlos. Se acaba de reír de ellos delante de sus narices, pero ninguno se ha dado cuenta.

—No sé si esta será la primera autopsia para algunos de ustedes —continúa mientras se va colocando, con gestos mecánicos, las calzas, la mascarilla y la protección facial—. Os puedo tutear, ¿verdad? Pues aunque hayáis presenciado más procedimientos, agradeceréis que os recuerde que una autopsia es algo bastante desagradable. Repugnante, incluso. —Nadie de entre los presentes pestañea, nadie quiere parecer débil—. Así que aún estáis a tiempo de salir, luego no me culpéis de vuestras pesadillas nocturnas o de que sigáis oliendo a muerto dentro de tres días. Y —levanta el dedo, amenazante— ni mi equipo ni yo estamos aquí para recoger a gente que se desmaya. —Paloma tuerce la boca en un gesto de asco, para dar más teatralidad a sus palabras—. Ya os las apañareis. No seríais los primeros en salir gateando y abochornados de una autopsia. Pensad si queréis ser recordados así.

Habla con cierta chulería indiferente. Disfruta, se le nota. Tiene el control y le gusta.

—¡Ah! Una cosa más. Ni se os ocurra dejar escapar fluido corporal alguno en mi sala. Eso incluye sudores, vómitos, orina o heces líquidas. Sí, no exagero. Los cadáveres diseccionados suelen ablandar los esfínteres de los observadores noveles. —Paloma coge unos guantes de látex de una caja de cartón y se los coloca en las manos con destreza, ajustándolos de forma teatral. Todos siguen pendientes de ella. Y lo sabe—. No voy a tolerar nada de eso aquí. Cualquier cosa que altere la normalidad de esta sala será incluida en el informe que haré llegar al juez y que a veces tenemos la mala suerte de que se filtre a la prensa. Ya sabéis todos cómo van estas cosas. Pasan por muchas manos y muchos ojos. Así que aún estáis a tiempo de marcharos.

Nadie mueve un músculo. Ni siquiera los que de verdad están pensando en marcharse. Aguantarán como sea. Rendirse en este momento sería una debilidad. Y, además, para eso están allí, ¿no? Para luego poder presumir de lo que han visto.

Algunos de ellos aprietan los glúteos con fuerza, por si algún gas intestinal traicionero quiere hacer de las suyas.

—Pues si nadie abandona la sala, empezamos.

En un gesto ágil que pasa desapercibido para casi todo el mundo, Paloma mira con complicidad a Ana. Son las únicas que saben lo que se oculta bajo la sábana. Lo han investigado y no han encontrado ningún caso en la medicina forense de un asesinato así.

Como el truco de un prestidigitador, Paloma retira parte de la sábana.

Los asistentes gritan. Un chillido coordinado que rebota en las paredes blancas de la sala. Un sonido de sorpresa, asco y miedo.

¿Quién ha podido hacerle eso a un ser humano?

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Autora: Carme Chaparro. Título: No decepciones a tu padreEditorial: Espasa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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