Lo que sé de Casavella
Leí El día del Watusi después de que me lo recomendara encarecidamente el poeta y editor Sergio Gaspar el día en que nos conocimos en persona y celebramos aquel primer encuentro recorriendo a pie media Barcelona. Cuando esto ocurrió, habían pasado seis años desde la publicación de El idioma imposible, la última entrega de la trilogía, y Casavella y unos ocho meses desde la muerte del propio Casavella. Había fallecido, de forma tan prematura como repentina, en diciembre de 2008, no mucho después de obtener el Nadal con Lo que sé de los vampiros y de conocer así, por primera vez en su vida, el éxito de masas, si es que puede hablar de éxito y de masas en un ámbito tan precario, desde el punto de vista cuantitativo, como es el literario. Sergio no se limitó a hablar de su obra cumbre, ese recorrido por la transición a la democracia y sus efectos inmediatos sobre una Barcelona cuya piel mudaba hasta convertirla en una ciudad irreconocible para sus propios vecinos. Me sugirió que leyera El triunfo, su primera novela, y también Un enano español se suicida en Las Vegas, dos hitos más en una trayectoria que fue breve, pero lo suficientemente enjundiosa como para celebrar el paso por el mundo de su responsable. Casavella fue un escritor de culto, y sólo las estrategias promocionales aparejadas al galardón con que se clausuró su obra hicieron que su rostro trascendiera los límites de la prensa cultural más o menos especializada. Tenía un estilo depurado y conciso, una capacidad inusitada para expresar con palabras sencillas las verdades que subyacen en el trasfondo de las cosas, y el don de apreciar los detalles que no se muestran a la vista, pero que al acumularse explican la naturaleza auténtica de cuanto nos rodea. Es la suya una literatura compleja, pero no porque resulte difícil su abordaje, sino porque nos sitúa ante un espejo deformante que evidencia algunas sombras que preferiríamos no ver, y por eso sus libros adquieren importancia cuando se trata de comprender de dónde venimos, a qué aspirábamos y en qué nos hemos convertido. No es muy habitual que se haga referencia a su legado cuando se enumeran los libros que, a lo largo de estas últimas décadas, han intentado explicar la España contemporánea, ni siquiera cuando se mencionan las novelas que han forjado el carisma literario de Barcelona. Y sin embargo, pocos autores han acertado a definir tan bien el carácter de un lugar y de una época ni han sabido diseccionar con la lucidez con que él lo hizo las vísceras ocultas de la condición humana en su tránsito por un determinado momento histórico. Puede que lo lastrara su propia leyenda, ésa que en ocasiones lindaba con la parodia y lo dibujaba como uno de esos escritores bohemios que encuentran en la noche su coartada y su refugio, apóstol de ese malditismo que cada vez va resultando más y más anacrónico. No lo fue, o no fue sólo eso. Quienes sí lo conocieron y llegaron a tratarlo hablan de un hombre generoso, inteligente, provisto de lecturas y de perspicacia, abierto a cualquier influencia que pudiese ensanchar su entendimiento. Un escritor que de ningún modo permitía que lo anecdótico suplantara a lo esencial. Mi querido Milo J. Krmpotic’ no llegó a ser amigo suyo, pero sí lo trato de manera frecuente en su etapa de subdirector de la revista Qué Leer. Me ha contado alguna vez que, siempre que emprendían un intercambio de correos electrónicos, Casavella concluía la conversación con un consejo que acaso fuera, también, una declaración de sus propias intenciones: «Pase lo que pase, no dejes nunca de escribir».
Los matices
«En los matices está la verdad», me dice; y, aunque al instante se ríe y me advierte de que esa frase es una solemne tontería, nos ponemos a darle vueltas. ¿Caben los matices en una verdad? De ser la respuesta afirmativa, y teniendo en cuenta que en este caso los matices vienen a ser lo mismo que las excepciones ¿podemos seguir manifestando que esa verdad es tal, toda vez que muestra su capacidad para impugnarse a sí misma? Me planteo un par de ejemplos prácticos. El primero tiene una raíz histórica: podemos asumir como verdad universal que no está bien asesinar a otra persona, pero ¿qué ocurre si esa persona es, por ejemplo, Hitler u otra de su calaña? ¿No supondría su asesinato —es decir, la negación de una verdad universal— un beneficio para la humanidad mayor que la salvaguarda de esa supuesta verdad al precio que sea? El segundo ejemplo parte de una evidencia científica: las personas son seres racionales, ¿pero entonces no lo son quienes por desgracia padecen algún tipo de trastorno o de enfermedad o de disfunción —una parálisis cerebral, por ir al caso más extremo— que les dificulta o impide cualquier capacidad de raciocinio? Cabría, en efecto, un matiz en ambos casos: está mal matar a alguien siempre que ese alguien no suponga un peligro para el resto de la humanidad; todas las personas son seres racionales en circunstancias normales, pero no dejan de ser personas si un padecimiento congénito o sobrevenido las priva del uso de la razón. Los matices, o las excepciones, anularían así las pretensiones totalizadoras de cualquier verdad, pero a su vez conformarían un cúmulo de premisas de las que se infiere que no existe una verdad única e inapelable. Lo cual, por paradójico que resulte, sí constituye una verdad universal.
El rector
Lo que una vez fue la cárcel provincial de Oviedo acoge desde hace más de una década las dependencias del Archivo Histórico de Asturias. Se conserva en su patio la tapia donde los franquistas fusilaron, en febrero de 1937, a Leopoldo Alas Argüelles. Cayó acribillado después de uno de aquellos juicios en los que se argüían mentiras interesadas como si fuesen hechos probados para cobrarse resentimientos cuyo origen real se ocultaba bajo subterfugios infames. Durante años se dijo que, en el caso del rector Alas, la ciudad se había cobrado con su vida el odio que despertaba en ciertos estamentos el recuerdo de su padre, que en las páginas de La Regenta había retratado los vicios y las incongruencias de los que supuestamente eran sus estamentos más virtuosos. Al asesinato le sobrevino la consabida damnatio memoriae que sólo se fue deshaciendo, muy lentamente, con la llegada de la democracia. El tímido rescate del legado que dejó el rector Alas se ha venido dosificando en los últimos años, en parte gracias a la recuperación editorial de los textos que habían quedado desperdigando por diversas fuentes y en parte porque autores contemporáneos —pienso en Pedro de Silva o Ricardo Labra— se han ocupado de recordar sus pormenores biográficos y el rigor y la lucidez con los que llevó a cabo su desempeño académico e intelectual, anclado en los principios reformistas que en España inculcaron los miembros de la Institución Libre de Enseñanza. El Gobierno de Asturias lo acaba de nombrar hijo predilecto de la comunidad autónoma. No compensa la canallada que le costó la vida, pero al menos constituye un ejercicio de justicia poética, que es, por desgracia, la única a la que pueden aspirar quienes mueren arrastrados por las ignominias de la historia.
Muy buen artículo, lo que es habitual en Miguel Barrero. Casavella se merece seguir con nosotros, leído y recordado.