Aldo Leopold tenía 48 años cuando compró una granja en Baraboo, a 115 kilómetros de Madison, Wisconsin, en cuya universidad daba clases de biología de la vida salvaje. A ella acudió desde entonces cada fin de semana, hasta que con 61 años falleció de un ataque al corazón mientras ayudaba a apagar un incendio en las proximidades. Aldo Leopold era cazador. Y pescador. Se lo habían inculcado sus padres. Y a pesar de su intenso amor por la naturaleza, o precisamente por ello, jamás renunció a estas inclinaciones. Representa el suyo por lo tanto un extraño ejemplo (extraño ejemplo en estos tiempos) de conservacionista que no duda en acabar con la pieza que tiene delante:
“Fue un disparo giratorio de esos con los que sueñan los cazadores de perdices, y el ave cayó muerta entre una lluvia de plumas y hojas doradas. […] Me temo que el cariño que les tengo al cornejo rastrero y al aster viene de ese momento”.
Es Aldo Leopold un extraño ejemplo de conservacionista (extraño ejemplo para estos tiempos) que sabe que, si el hombre deja de cazar y pescar, el equilibrio ecológico también se resiente. Escasas son sin embargo las escenas de caza —algo más frecuentes las de pesca— en la parte de almanaque de este volumen, el que da nombre al libro y aparece ordenado por meses. Ahí lo que se puede leer es una minuciosa descripción, con vocación ontológica, de diferentes escenas de su vida dominguera en el campo, escenas normalmente ausentes del cuaderno del naturalista medio, como él mismo advierte, porque Leopold se empeña en mostrarnos cosas muy distintas: por ejemplo, del bosque sus plagas y del humedal sus vientos.
Vienen a continuación otras escenas más lejanas, las que presenció en Arizona, Chihuahua o Manitoba, en las que aborda sobre todo la actividad del hombre sobre el paisaje y en la que encadena una continua denuncia de su naturaleza invasiva. Son textos en los que nos va mostrando la creciente desconexión humana del entorno, que no es nueva, como bien relata, y la incapacidad de los, estos sí más recientes, gestores forestales —él mismo fue guardabosques— para alcanzar un equilibrio adecuado:
“Ahora sospecho que exactamente igual que una manada de ciervos vive aterrorizada por los lobos, también una montaña vive aterrorizada por los ciervos. Y a lo mejor con más motivo, pues mientras que un venado aniquilado por los lobos se puede reemplazar en dos o tres años, una cordillera aniquilada por demasiados ciervos quizá no logre reemplazo en muchas décadas”.
Esta parte sirve muy bien al conjunto como transición hacia el bloque final, donde propone una ética de la tierra y donde está mucho más presente la caza como inspiración de la misma. Aquí dispara mordaces críticas a la versión moderna de esta práctica, aquella que él encuentra más al servicio de los inventores de aparatos, cada vez más ligeros, pero cada vez más numerosos. Y apuesta por aprovechar el acervo, por supuesto de la versión tradicional, para implantar una convivencia más respetuosa que parta de un hondo conocimiento:
“La última década, por ejemplo, ha revelado una forma de caza totalmente nueva que no destruye la fauna salvaje, que utiliza aparatos sin dejarse utilizar por ellos. […] Esta actividad no conoce ni cupo ni veda. Necesita maestros pero no guardas. Requiere un conocimiento del bosque del más alto valor cultural. La actividad a la que me refiero es la investigación de la fauna salvaje, una «caza» totalmente distinta”.
Insistimos: es Aldo Leopold un extraño ejemplo (extraño ejemplo para estos tiempos) de conservacionista en cuyo interior, junto a un científico, convive un cazador. Del primero ha tomado el respeto al dato propio de todo investigador, lo que le permite analizar y describir comportamientos. Del segundo, el asombro ante la vida de quien ha matado, lo que le inclina a respetarlos y amarlos.
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Autor: Aldo Leopold. Título: Un año en Sand County. Editorial: Errata Naturae. Venta: Amazon y Fnac
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