Una Historia de las moscas y de los mosquitos necesaria para conocer y medir a un adversario letal
Un aventurero turco llamado Ewliya-Effendi Chelebi, que vivió en el siglo XVII, citaba una leyenda sobre el arca de Noé. Cuenta que en la embarcación, al chocar contra una roca, se abrió una vía de agua que puso en peligro toda la operación de salvamento de la vida sobre la Tierra. Uno de sus pasajeros, la serpiente, se ofreció a ayudar con una sola condición: recibir alimentos suficientes. Noé aceptó. La serpiente, entonces, se introdujo por la brecha abierta en el arca y la taponó con su cuerpo. Cuando el diluvio cesó y ya estaban todos a punto de desembarcar, Noé se dio cuenta de que, para alimentar a la serpiente, tendría que sacrificar a alguna de las especies cuya extinción él debía evitar, de modo que rompió el compromiso firmado con la serpiente y lo quemó. Después, dispersó las cenizas por el aire, pero la serpiente se vengó convirtiendo dichas cenizas en pulgas, moscas, piojos e insectos diversos que se nutren de sangre humana. Venganza perfecta: no solo podría alimentarse ella, sino que castigaría así a la humanidad con las picaduras de esos seres voladores que a veces serían solo molestos y otras, muchas otras, transmisores de patógenos infecciosos.
A Chelebi y a su anécdota los cita el entomólogo y cronista especializado en insectos Xavier Sistach en el libro Historia de las moscas y de los mosquitos, que acaba de publicar Arpa y que supone un valioso y curioso acercamiento a un mundo que, contemplado con ojos desprovistos de análisis científico, inspira más repugnancia que seducción.
Lo cierto es que la humanidad, desde su historia hundida en la noche del tiempo hasta la actualidad, es consciente de que el tamaño de estos enemigos no convierte su peligrosidad en despreciable. Lo sabía el persa Zaratustra en el siglo VII antes de Cristo, que advertía contra las moscas por ser símbolos de impureza. Para los hebreos, Belcebú, el filisteo Baal Zebub, era el Señor de las Moscas. Según los egipcios, en cambio, la mosca encarnaba la tenacidad y su imagen se convirtió en galardón militar. En la antigua Grecia, los ciudadanos de Elis sacrificaban moscas a Zeus y los acarnianos las veneraban. Después llegó la Edad Media y siglos sucesivos y, cómo no, todas las supersticiones asociadas: los insectos presagiaban guerras y desgracias, y eran la personificación del diablo en los procesos por brujería, mientras que, cuando llegó el turno a la ciencia, la identificación se volvió mucho más prosaica y las moscas recibieron nombres claramente identificativos, como irritans, sepulchralis, cadaverina, putrida, sordida, barbarus o emasculator.
Sistach describe en su libro cómo ha sido la convivencia humana con esos diminutos asesinos. Contrariamente a lo que muchos creíamos hasta ahora, la sitúa en la historia reciente. Cita ejemplos. Aunque el paludismo ocasionado por el P. vivax en África tenga una antigüedad de 300.000 años, el del P. falciparum, “grave y mortal, sería mucho más reciente, entre 30.000 y 50.000 años”, argumentado con razones antropológicas e incluso sociológicas: “Por lo que sabemos, todas las enfermedades infecciosas se han convertido en endémicas desde que la población empezó a vivir junta. El asentamiento comportó un aumento de «comensales humanos» para insectos y patógenos, y solo fueron posibles las grandes y severas epidemias cuando existió un número elevado de población que padeciera la infección y fuera portadora y transmisora”.
Así, el autor desgrana sus particularidades científicas y entomológicas entreverándolas con curiosidades históricas. Describe el modo en que estos «comensales» han modificado drásticamente mapas demográficos, como la fiebre amarilla en Cádiz y Barcelona, y cambiado el curso de guerras, como el paludismo en la del Pacífico. Interpreta su papel en los grandes hitos del progreso, como la construcción del canal de Panamá. Y, en suma, dibuja un cuadro de perspectiva acertada para definir a un enemigo minúsculo, a veces imperceptible y sin embargo letal.
Esa es la razón por la que durante siglos fue motivo de desconcierto para las religiones, que consideraban las epidemias efectos de la cólera divina, tanto en países de órbita cristiana como islámica. ¿Cómo podría el creador enfrentar a especies entre sí con resultados tan devastadores si no fuera a modo de castigo? Hasta que, según cuenta Sistach, “surgió una pregunta más racional: ¿qué podía hacerse frente a la peste además de rezar y resignarse?”.
Cediendo poco a poco algo de terreno a la ciencia, comenzaron a aparecer remedios: “Purgas, descanso, masajes, hidroterapia y control de la dieta, y las muy extendidas sangrías o flebotomías”, además de otros más dudosos, como los amuletos, untos de escasas garantías higiénicas e incluso “ingestión de arañas, a veces vivas, acompañadas de mantequilla o sumergidas en una cucharada de melaza”. Al fin, se diseñaron programas de prevención, que demostraron ser mucho más eficaces, no solo para evitar el descalabro asesino de los insectos, sino para mejorar otros aspectos de la vida humana.
De esa forma, el progreso científico consiguió ser realmente progreso cuando avanzó lo suficiente como para salvar vidas. En la actualidad, dice Sistach, “se han identificado a los insectos transmisores y existe medicación efectiva”, aunque “las tasas de morbilidad y mortandad anuales siguen perjudicando gravemente a millones de personas”.
La acción humana contribuye a ello: el cambio climático “propiciará la expansión de estas infecciones a las regiones templadas o incluso frías, pues el aumento de temperatura permitirá vivir a vectores y patógenos en lugares donde nunca antes se habían establecido o ya fueron erradicados”. Y también está la superpoblación del planeta (“en 2025 sobrepasará los 8.000 millones”, recuerda el autor), que acarreará nuevas enfermedades.
Sin embargo, hay motivos para la esperanza, según Xavier Sistach: “La reproducción de epidemias de estas características en Europa o América del Norte (…) parece impensable y no deberían ser causa de alarma, solo de respeto y extrema vigilancia”.
Sobre los propios insectos, también tranquiliza: “No podemos descartar que en un futuro más o menos cercano puedan aparecer epidemias mortales, súbitas, fulminantes y masivas, iguales que las ocurridas antiguamente, pero no parecería posible que su origen o su difusor fuera el mismo, un insecto. Más bien serían debidas a la acción malévola del hombre; o aún peor, a una causa desconocida”.
Tranquiliza, sí, pero solo en lo que a moscas y mosquitos perniciosos se refiere. El peligro que supone el ser humano para el ser humano es otro asunto, aunque ambos tengan idéntico corolario: no hay enemigo pequeño. Por mucho que vuele o por más que anide en nuestro interior.
Esa es la conclusión de un libro escrito en clave científica pero de lectura amena y, al mismo tiempo, pedagógica, que obliga a vencer escrúpulos y reticencias. Altamente recomendable en verano. Que cada lector lo aplique como prefiera.
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Autor: Xavier Sistach. Título: Historia de las moscas y de los mosquitos. Editorial: Arpa. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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