Nuevas reflexiones sobre el Nobel de Literatura a Bob Dylan
La concesión del Premio Nobel de literatura a Bob Dylan, que no a Dylan Thomas, quizás por la imposibilidad del segundo de acudir a Estocolmo a recogerlo, ha desatado una polémica en todo el mundo. Y lo curioso es que cuestionemos que se dé el premio a un cantautor, y no a un novelista o a un poeta, que sea ése el centro del debate. Porque lo relevante, lo realmente notable, no es que unos pocos señores provectos de un país hermoso y frío, con el dinero dejado por un tipo que inventó la dinamita, decidan que Bob Dylan es el mejor escritor sobre la faz de la tierra, o Churchill o el mismísimo Echegaray, hoy tan justamente olvidado. Están en su derecho, faltaría más. Lo impresionante es que el resto del mundo le otorgue valor a ese premio, y se reediten (o editen si fuera menester) sus obras, se escriban sesudos artículos, se busque corriendo a alguien que haya leído alguno de los poemas de ese ignoto escritor africano para glosar su magna obra. Es como si El lechón de oro, premio concedido cada año a una personalidad de la canción, por una tertulia de jubilados en un pueblo de nuestra meseta, por llamarse así el mesón que frecuentan (prácticamente no salen de él), tuviera un efecto global, y se reeditaran sus discos, y se pretendiera que pasara al canon el premiado por recibir tan por otro lado muy distinguido galardón.
Espero que se me permita la caricatura, porque pretende que cambiemos el foco, que nos centremos en lo esencial y es el cuestionar el quién prescribe, dado que ése es el gran mal de nuestro tiempo. Porque del mismo modo que seguimos dando importancia a la calificación que de las economías de los países emiten las agencias de rating, pasando muy por alto las muy groseras equivocaciones cometidas en el pasado, seguimos fiándonos de las encuestas cuando fallan más que una escopeta de feria.
Pero parece que necesitamos que nos prescriban, ya sea pastillas contra la ansiedad o cuanto tenemos que leer, sin pararnos a cuestionar al prescriptor. Y en literatura, como en el resto de las artes, donde impera la ceremonia de la confusión, nos faltan prescriptores fiables, lo era tu librero que tuvo que cerrar la semana pasada, lo era el crítico cuando crítica se hacía, lo sigue siendo el amigo lector de cuyo criterio nos fiamos. Y como la naturaleza detesta el vacío, otros, presentadores de televisión, concursantes de Gran Hermano, ocupan ese lugar, con el único interés de vendernos su producto.
Porque, lejos de mejorar, el mal se agranda, y en este mundo donde todo es espectáculo, los premios se han convertido en un mal extendido, dándole además naturaleza de competencia deportiva a la cultura, y si quien gana los cien metros lisos en las Olimpiadas es el más rápido, el que gana el Nobel es el mejor escritor. En esa deriva terminamos viendo cómo los premios se extienden como una epidemia, da igual de qué sea el premio, da igual quién lo otorgue, el criterio de selección, lo importante es que pueda haber una ceremonia donde recoger, entre lágrimas ricas en sal, un espantoso trofeo y dar las gracias a nuestros abnegados seres queridos. Pero prescribir es señalar, y por eso es fundamental saber quién señala, que quien conceda un premio o una distinción tenga la categoría suficiente para hacer ese destilado, con unos criterios claros, con una finalidad precisa, si en el caso del Nobel de literatura es el fomento de la lectura, con Dylan han acertado de pleno, aunque al menos no espanta a los lectores como Echegaray. Porque de otra forma acabamos solamente haciendo ruido, terminaremos premiándonos a todos, los unos a los otros, que al fin y al cabo somos todos justos y benéficos, como proclamaba la constitución de Cádiz. Llegará un día no muy lejano en el que habrá que señalar por negación, por claroscuro, como obraba ese restaurante cercano a la Plaza Mayor, que se anunciaba con un cartel que rezaba Aquí no comió Hemmingway, para distinguirse así de sus vecinos. Visite nuestra ciudad que NO es Patrimonio de la Humanidad, nos dirán bien pronto, Lea a este poeta, que no sólo NO ha ganado el Nobel, tampoco ninguno de los seiscientos premios que hay en España. Claro que Dylan no tiene la culpa, sus fans seguirán disfrutando de su voz gangosa, y los amantes de la literatura seguirán leyendo a Philip Roth, que ya no ganará este año, y a Borges, y a Kafka y a Pessoa, que no ganaron el Nobel pero sí el derecho a figurar en el canon, en el de Bloom y en el que hará mañana cualquiera de sus menos obesos epígonos.
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