Los periodistas Jesús Úbeda y Julio Valdeón, uno en Madrid y otro en Nueva York, reciben un encargo ilusionante: escribir una biografía de Raúl del Pozo, mito viviente del periodismo y la literatura. Ocurre que este se niega a contar su vida, porque detesta el género: «Las mejores biografías las hizo Plutarco en el siglo I d.C.; las de después son mediocres». La solución pasa por traicionar al biografiado entrevistándole a él y a muchos que lo conocen.
Zenda reproduce el prólogo escrito por el periodista Carlos Alsina.
Advertencia singular
¡Sáltate el primer capítulo, Raúl! ¡Los autores tontean con la parca! Se permiten hacer broma con tu muerte, malditos ellos y maldita la gracia. No leas el comienzo. Fantasean con el día en que un municipio de tamaño medio le ponga tu nombre a una plaza. O algo peor, ¡cuando bauticen con tu nombre un parque! O peor aún, un centro cultural de paredes de hormigón y puertas de vidrio templado, como si fueras Lola Flores. O más muerta que Lola,
como si fueras la Pasionaria. No te va a gustar cómo empieza este libro porque anticipa tu necrológica —¡canallas!— aun sabiendo que gozas de una salud vital extraordinaria. Tu gozo es el nuestro, Raúl del Pozo. Una vida como la tuya solo cabe calificarla de sana.
Sucedido
A media tarde del viernes 5 de junio de 2020, con España en estado de alarma por culpa de una epidemia que aniquilaba ancianos, recibí una llamada de José María García. «El halago debilita», me dijo, «pero a ti puedo decírtelo porque sabrás encajarlo». Me puse en guardia. Cuando García hace preámbulo, o está envolviendo una caricia en estraza o está enfilando la cerbatana. «Han sido los mejores cuarenta minutos de radio que he escuchado nunca», afirmó con su irrenunciable estilo hiperbólico. «Yo no abrí la boca», repuse, más por fidelidad a los hechos que por modestia desacostumbrada. «Lo sé», me dijo García, «por eso te llamo. Raúl y Vicent han estado soberbios. Tú, callado. ¡Qué buena radio!».
Por la mañana, en el programa, habíamos citado a Manuel Vicent, que estrenaba libro, y a su vecino Raúl del Pozo. Ambos recelan de quien cuenta batallitas y ambos nos regalaron cuarenta minutos de gloria contándolas. El poeta Arcadio, asiduo del Café Gijón, murió fulminado mientras disfrutaba de una paella. Empotró la cara en el plato y gritó la gente: «¡Se ha muerto Arcadio, se ha muerto!». A lo que el dueño respondió preguntando: «¿Había pagado?». Le retiraron el plato y lo sirvieron en otra mesa porque, exceptuando el impacto, permanecía intacto. En el quirófano, antes de ser anestesiado, Fidel Castro advirtió a los médicos que iban a operarle del intestino: «Aténganse ustedes a las consecuencias si me despierto con un ano artificial». Exigía seguir cagando por donde lo había hecho desde que era muchacho.
Mientras Vicent contaba lo del ano castrista las risas de Raúl se escuchaban de fondo, enriqueciendo con su jolgorio el relato. Cuántas veces no se habrán escuchado el uno al otro estas historias, siempre iguales y siempre mejoradas. El talento al servicio del embellecimiento de la anécdota. El humor como primer mandamiento de la memoria.
Celebración
La risa de Raúl del Pozo es una fiesta. Al reír, se aviva a sí mismo para reír más. Al reír contagia su risa, multiplica la juerga y la socializa. No hay acto de generosidad más estrictamente humano. De Raúl dice Carmen Rigalt en este libro que tiene un lado infantil, como un niño que se alimenta de cariño. Lo secundo. Es un niño, sí. Un niño torpedero que abre boquetes en los gobiernos dando conversación a gargantas de seda. Un niño campeador que desnuda falsarios y prepotentes. Un niño puntillero que remata golpistas y faroleros. Pero niño, después de todo.
En una de las primeras tertulias que hizo conmigo en la radio, Raúl le metió un rejonazo letal a no recuerdo qué ministro. Yo fingí escándalo para reforzar el efecto dramático: «Pero hombre, Raúl, ten un poco de piedad». Al terminar vino a preguntarme, preocupado: «¿No me habré pasado?». Es frecuente que Raúl inquiera si se le fue la mano o se quedó corto, como si en el fragor de la conversación perdiera el sentido de la medida y agitara la mesa demasiado o demasiado poco. De una declaración política que los demás diseccionamos con celo él dirá que es una gilipollez (y luego se lamentará por si pudo parecer que nos llamó gilipollas). De un lance parlamentario que nos parezca arrabalero él dirá que para ver ursulinas se inventaron los conventos (y luego se lamentará por si pudo parecer que hacía apología de la gresca).
He visto a desahogados líderes políticos, entrevistados en el programa, agradecerle a Raúl, creyendo recibir un elogio, la más audaz de las estocadas. He visto contertulios desconcertados al escucharle evocar que un artista de cine navegaba «lo mismo a vela que a motor», o que Orson Welles le invitó a una copa y él temió que quisiera meterle mano. Al niño petardero que lleva dentro solo le mata el aburrimiento. Y la reiteración. Y la conformidad. Y el servilismo. Es el más joven de todos los opinadores que yo he tratado. Hay jóvenes que ya eran viejos cuando comulgaron por primera vez y viejos que aún serán jóvenes cuando se abran las puertas del infierno. Raúl es un reportero de ochenta años con veinticinco siglos de lecturas a sus espaldas, que lleva toda la vida preparándose para escribir la próxima columna. Arma un folio nuevo cada día desde hace más de seis décadas y sigue siendo capaz de sorprendernos. Eso no es un columnista, es un milagro.
¡Viva el vino!
El reportero ama la noticia. El escritor ama el texto. No fue fácil convencerle de que escribiera de nuevo para la radio. Ahí, el de Cuenca se me puso estrecho. Lo atribuí primero a que no soy Jesús Quintero. Ni Concha, ni Del Olmo, ni Lorenzo. Luego entendí que al respeto que aún le impone la palabra escrita se añade el respeto por la palabra dicha. El escritor ama el verbo preciso, la cadencia de la frase, el color, el tono, ¡el fogonazo imprevisto que lo revienta todo y deja al lector pasmado! En el programa de radio, el lector es el escritor. Raúl nos sirve a sus
oyentes los tres folios de letra grande, a doble espacio, que él mismo ha cocinado para nosotros. Eso le impone. Sabe que sonará su teléfono (el tono de llamada son ladridos) en cuanto haya terminado. «¿Qué tal leí?», preguntará él. «Mejor que otras veces», le dirá alguno de sus amigos, más para tocarle las narices que para darle ánimos.
Su sección la llamamos «Viva el vino» porque daba igual como se llamara. Es una exaltación de la vida en libertad, de la lengua y de las ideas. Por su estilo (el de Raúl) y por su independencia (la de Raúl) constituye hoy una rareza. En un país en el que todo aquel que tiene un micrófono se ha entregado al sermoneo, la genuina columna radiofónica es la suya. Despunta como autor característico sobre la vasta legión de sermoneros que formamos el resto. Él es el autor demócrata que convoca a Cicerón y a Quevedo sin ánimo de exhibirse y con la naturalidad
de quien se ha demostrado inmune a la fatuidad y la pedantería. En Raúl no cabe la impostura. No se finge humilde. Es humilde incluso cuando intenta no serlo.
Los viernes se aparece en el estudio de radio media hora antes de que empiece lo suyo y se sienta en las butacas del público como si fuera un espectador crítico. Al niño jaranero le gusta que se note su presencia. Jalea a los colegas que intervienen en antena para que se den cera. Agradece el café que le trae la productora del programa, «esta chica es maravillosa». Justo antes de las ocho, mientras emitimos un bloque de publicidad, él le pregunta por mí a Latorre, como si yo no estuviera. «Este Alsina, qué raro es, ¿verdad? Parece buena persona, pero ¿a ti qué tal te trata?».
Cuando yo inicio mi homilía, Raúl se coloca los auriculares y reacciona con gestos a lo que voy diciendo. Si cometo el error de incluir una frase hecha —marear la perdiz, verso suelto, jaula de grillos— el gesto se convierte en aspaviento. Se divierte exagerando la queja y censurándome luego por haber caído en la vulgaridad, «tú eres un intelectual, no puedes rendirte al tópico». Exagera también el elogio cuando el monólogo le ha parecido rotundo o corrosivo: «Hoy te has arrimado», me dice satisfecho, «¿y ahora qué digo yo si ya lo has dicho tú todo?». Los dos
sabemos que aunque abordemos el mismo asunto, él siempre lo hará con más talento. Yo me entretengo explicando las cosas, él dispara dándolo todo ya por explicado. Cuando abandona el estudio aún permanece en el aire el humo de la pólvora del último pistolero.
Se me quejó de la frase que empleo para introducirle: «Cuando tú quieras, maestro». Lo de «maestro» le resultaba pretencioso y temía que se pensara que lo había elegido él. Fingí engañarle inventando que era una evocación de su juventud como docente y lo dejó pasar. Él no se ve como maestro de nadie. No le llames «referente», que te devuelve el insulto. Pero yo opino que a Del Pozo, como a otros veteranos del oficio, les debemos todo lo que hoy somos. No es que tengan derecho a seguir apareciendo en los diarios, la radio y la televisión, es que habrían de tener un sillón con su nombre en cada plató y en cada estudio para que vengan a echar un rato cuando ellos quieran. El magisterio no se compra. En el caso de Raúl, es un regalo.
(Carlos Alsina)
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Autores: Jesús Úbeda y Julio Valdeón . Título: No le des más whisky a la perrita. Editorial: Esfera de los libros. Venta: Todostuslibros y Amazon
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