Corrían los primeros días de junio del año 36, es decir, la historia de este primer párrafo se desarrolla dos meses antes del asesinato de Federico García Lorca. El mismo poeta daba una entrevista para el diario El Sol, y Luis Bagaría, famoso caricaturista que hacía las veces de entrevistador, le preguntó, directo, si su poesía miraba hacia el futuro. Dentro de la larga y juiciosa respuesta, Lorca dejó una frase que pasaría a la historia: «Como no me he preocupado de nacer, no me voy a preocupar de morir». Mentía el poeta. Pocos se preocuparon tanto por la muerte como el de Fuentevaqueros: véase el final de su Bernarda Alba, la eterna pelea en Bodas de sangre, o aquel verso inigualable: «Lo que no me des y no te pida será para la muerte». Pongo tres ejemplos cualesquiera, pero invito al lector a abrir una de sus páginas al azar para comprobar que todas ellas están plagadas de lunas, sangre, caballos, malvas, color amarillo… Es decir, de símbolos relacionados con la muerte. Federico sabía que necesitaba manejarla: flotaba en su mundo, como en el de todos, y se valía de sus dotes para hacer vivir a los personajes de sus tragedias, para despertar el amor de sus tramas, para encontrar el sentido de sus versos.
Pienso, al fijarme en la crueldad de esta crisis sanitaria, en la necesidad de transitar por ese camino entre la vida y la muerte, en ese trayecto que con tanta elegancia supo amasar Federico García Lorca. Corren tiempos donde la vida apenas puede sostenerles la mirada a los fallecidos, donde no queda espacio para simbolismos. Mueren, y mueren solos. Como en la obra de Federico, es necesario encararse a la muerte para engarzar la memoria de los que se marchan en la vida de los que se quedan. Sin embargo, se prohíben ritos de aquí o de allá, sin ceremonias, siquiera privadas, sin los funerales correspondientes; los enfermos fallecen, nadie puede abrazarlos, y los homenajes de los allegados se limitan a un triste WhatsApp, a un «Abrazos, mucha fuerza» que igual podría salir del teclado predictivo que del corazón de uno. Obviamente, esta desnaturalización del final de un ser humano corre en contra del proceso de aceptación, de su aclimatación a un futuro que a partir de entonces será distinto.
Por eso veo necesario que, cuando se acabe todo esto, las víctimas reciban un funeral de Estado en condiciones, un monumento en su honor, una fecha aún por llegar que les pertenezca y, como dice mi amigo Francisco Sierra, un gesto que les identifique y cuya elección parece clara: el aplauso unánime a las 20:00 h. Remen, políticos, remen en favor de ese acto. Un acto donde unos y otros podamos abrazar a quien nos plazca, donde no tengan cabida trincheras ni siglas, que termine en un lugar donde cada muerte lleve grabada el nombre y los apellidos de aquellos que ahora apenas pueden ser nombrados. Un acto en el que se dé por fin el pistoletazo de salida a ese periodo de asimilación que todo ser humano necesita al enfrentarse a una pérdida. Un acto donde los homenajeados puedan recorrer ya ese camino del que se les ha privado, y donde su final se proteja con el simbolismo que merece. Un acto donde el recuerdo ponga, de una vez por todas, el punto y final a esta pesadilla. Por cerrar como empezamos, con un verso de Lorca: sólo entonces se deshelará la nieve.
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