«No me voy a rendir». De eso se trata en esto de escribir, de no rendirse, de no tirar la toalla, seguir adelante a pesar de no tener ni idea de a dónde te lleva el camino que has iniciado, a sabiendas de que muy probablemente tengas que desandarlo y volver al punto de partida, y empezar de nuevo, una y otra vez, una y otra vez… Fue esto lo que me pasó con mi última novela, La sospecha de Sofía: tuve que imponerme esa frase como mecanismo de defensa a la desesperación, al desaliento de no encontrar la historia que quería contar. Reconozco que en varias ocasiones estuve tentada a desistir de mi empeño, de abandonar este oficio convencida de haber perdido la capacidad de escribir algo que me apasionara lo suficiente como para entregarme durante meses a su construcción.
Para mí lo más complicado en el proceso de creación son los inicios, acertar con la voz narrativa, encontrar la historia que instigue mi conciencia, llegar a establecer ese primer contacto con los personajes aún desconocidos, de tantear sus formas, sus gestos, sus palabras. En el caso de La sospecha de Sofía este primer proceso del camino se hizo rogar y resultó más largo, más desesperante, mucho más frustrante que en otras ocasiones (o tal vez la memoria me falle y haya olvidado sensaciones semejantes del pasado; en esto de la conciencia todo es posible…), tanto que tuve que decirme a mí misma aquello de «no me voy a rendir», y lo tuve que hacer durante mucho tiempo. A lo largo de casi dos años busqué con ahínco y denuedo esta historia. Cada mañana, disciplinadamente, me sentaba delante del ordenador para empezar relatos que a las pocas páginas se me deshacían entre los dedos. He de decir que la lectura siempre ha tenido para mí algo de catarsis salvífica, y por eso me entrego a ella muy a menudo, y fue leyendo una buena novela cuando me llegó la famosa «inspiración», eso que yo llamo la primera chispa, que me impulsa a sentarme delante de la pantalla para ponerme a escribir, poseída por la magia de este oficio. Y así fue; la novela Berta Isla, de Javier Marías, me dio la primera clave para adentrarme en una posible historia y abrió la espita por la que empezó a fluir La sospecha de Sofía. Pero antes de dejarme llevar por ese primer empuje, indagué en otras dos novelas que me dieron más pautas para escudriñar la trama de esa nueva novela, que ya empezaba a vislumbrarse en la zona más recóndita de mi conciencia; y así leí por un lado La mujer de Martin Guerre, de Janet Lewis, y a continuación El coronel Chabert, de Balzac; estas lecturas me otorgaron instrumentos suficientes para afrontar el nuevo proyecto en ciernes, y esa nebulosa, que en aquellos comienzos pululaba en mi cabeza, se fue aclarando poco a poco, batida en cada palabra y en cada línea que aparecía en la pantalla en blanco a medida que mis dedos se movían con rapidez sobre el teclado.
Desde ese preciso instante, los personajes irrumpieron con vigor en mi vida y la colonizaron literalmente, se instalaron en mi quehacer diario, en mis sueños y vigilias, en mi natación diaria, en la rutina hacendosa de preparar comida o cena. Ocuparon durante meses mis pensamientos, mis silencios, llenaron mi soledad, invadieron sin vacilación las conversaciones con mi marido, el compañero perfecto para una escritora como yo, que para encontrar la tan anhelada inspiración busco el aislamiento casi absoluto de la realidad que me circunda, porque necesito sentir la soledad, saber que nada ni nadie me va a interrumpir, a solas con ellos, con los personajes, a los que rindo un reverencial respeto, a quienes escucho con avidez, y a cuyo son me muevo durante semanas, meses, a veces años… En el caso de La sospecha de Sofía esa especial convivencia que he mantenido con sus personajes fueron apenas unos meses, porque es cierto que tardaron en llegar pero lo hicieron con una fuerza extraordinaria, casi arrolladora, que hizo que la historia fluyera entre mis dedos a una velocidad de vértigo, empujándome por caminos desconocidos para mí y por los que entré con reticencias de la mano de sus historias, de la potencia de su voz que me impelía a un terreno al que nunca me había atrevido, el del suspense, la intriga, con espías y espionaje, la Stasi, el KGB… Y me dejé llevar, y volé en sus brazos hasta llegar al final. Tenía la estructura, tenía la historia de principio a fin, había conseguido los cimientos y cerramientos de aquel imponente edificio que acababa de construir. Pero quedaba la relectura, esa parte en la que todo se pule, todo se afina, todo se afianza, cada personaje, cada hecho acaecido, cada silencio, sus palabras, sus maneras, sus reacciones, centrar a cada uno en su propia identidad, su realidad, otorgarles certeza, dar veracidad a su existencia. Hubo personajes secundarios a los que en un principio apenas les di importancia que se me rebelaron para contar su propia historia: ellos me exigieron su parte y yo no tuve más remedio que plegarme a sus deseos y dársela. Así, personajes como Elvira o Bettina o Hanna tuvieron por derecho propio su oportunidad dentro de la historia.
Todas mis novelas son especiales para mí, pero esta lo ha sido aún más por muchas razones, entre otras porque el lector tiene la oportunidad de leer envuelto en su propia música, una banda sonora compuesta por mi hijo para esta historia y que yo regalo a todos los lectores que quieran deleitar sus sentidos. Se encuentra en todas las plataformas musicales con el mismo título que la novela y con el nombre de Javier de Jorge Sánchez-Garnica.
Por eso y por mucho más, La sospecha de Sofía es una historia muy especial para mí. Ojalá emocione al lector que quiera acercarse a ella, ojalá esta historia le conmueva y le remueva por dentro, ojalá la lectura le merezca la pena y le deje el vacío que a mí me queda cuando termino de leer una buena novela… Ojalá…
Mientras llega a sus manos, yo vuelvo a empezar la búsqueda de una nueva historia, con la clara idea de que no me voy a rendir y de que seguiré transitando en este bendito oficio.
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Autora: Paloma Sánchez-Garnica. Título: La sospecha de Sofía. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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