Escribir es la única forma de hablar sin que te intimiden. Eso pensé, variando a Jules Renard (“Escribir es la única forma de hablar sin que te interrumpan”, Diarios), después de cometer uno de mis errores periódicos: hablar con la gente. No hay que hablar con la gente. No hay que mantener conversaciones sobre temas importantes, y no hay que mantener tampoco conversaciones sobre temas banales, con “la gente”. La gente que no ha dedicado ni un minuto a pensar en algo es la que tiene más clara su opinión sobre ello. Por eso no puedes, no ya convencerlos o cambiar mínimamente su visión sobre las cosas, sino —sobre todo— ganarles. Es imposible ganarle una discusión a una persona que no piensa. Es, de hecho, imposible no salir derrotado de forma humillante.
Incomprensiblemente, no lo hacen.
Gente con oficios diversos, nunca intelectuales, vagamente leída y con un carácter muy concreto (no callarse nunca) se enzarza conmigo en discusiones dolorosísimas sobre el tema del momento. Luego me vuelvo a casa con un malestar incomparable. Me ha pasado tantas veces en mi vida que he decidido no debatir con nadie de nada salvo que tenga un currículum presentable en labores cercanas al pensamiento o a la creación. Llámenme nazi.
Como es probable que aún no sepan por dónde voy, les pondré un ejemplo ajeno, registrado y revisable. Cuando ganó el premio Planeta, Javier Cercas acudió a un programa de televisión inadecuado. No era de libros, no era de debate; no recuerdo de qué era. Colorín, famoseo, anuncios en el propio plató. El caso es que Cercas habló de su novela y luego de “el tema del momento”. En ese caso, debía compartir opiniones con una periodista del corazón (no recuerdo su nombre) claramente menos acostumbrada a la dialéctica pura y más versada en el navajeo. Le dio una paliza a Cercas. Le dio una paliza a base de clichés, ideas baratas y actitud. Recuerdo (muy vagamente) acusaciones malvadas (navajeo, ya digo) como ésta: “Hay que tener un poco de memoria”. Y Cercas se defendía: “Bueno, como escritor si con algo trabajo es con la memoria”. Pero ya estaba a la defensiva, ya estaba derrotado.
Eso me pasa a mí cada tres o cuatro meses. Me derrota gente por pura intimidación. Una fórmula para ganar terreno que practican estas personas debatibles y abatibles consiste en recurrir a ideas obvias que, por supuesto, nadie pone en duda. Te dicen: “Esto no es Twitter”. O: “Los niños también son personas”. A partir de ahí, ya estás jodido. Tu tratas de compartir una idea personal, propia, pequeña, un matiz que le has encontrado a un gran debate (idea o matiz que luego, paradójicamente, recibirá atención y aplauso en forma de artículo), y “la gente” pasa sobre tu delicado planteamiento con su bulldozer de ideas preconcebidas. Da igual que lo repitas, lo reformules, lo expandas con nuevos ejemplos o vocablos más claros y accesibles. Tu idea siempre es aplastada para que encaje en el mecano bien/mal, sí/no que se mueve dentro del cerebro de tu interlocutor. “No estoy diciendo eso”, afirmarás en vano.
La intimidación verdadera vendrá luego. “Eso es una tontería”, oirás. O sea, ¿te estoy regalando la idea por la que luego varios miles de personas pagarán una suscripción a El Confidencial y me dices que es una tontería? Cuando solicitas explicación a por qué es una tontería lo que acabas de decir, la explicación nunca llega, hay gestos, caras de no-me-voy-a-molestar-en-decírtelo; barro, ya digo. O llega un: “Los niños también son personas”, reiterado. ¡Ya lo sé, hijo de puta! ¡Pero pon una idea delante de mi idea!
No.
Una vez, ante una tontería mía, mi interlocutor (oficinista) añadió que eso lo había oído decir muchas veces. Yo pensaba haber dicho algo muy original. Entonces, en un momento de iluminación, le dije: ¿a quién? A mucha gente, me contestó. Dime un nombre, insistí. ¿En serio? Sí, dime el nombre de la persona que te ha comunicado alguna vez la misma idea que yo te estoy comunicando, y que considero bastante original. Mi interlocutor no fue capaz de darme ese nombre. No fue capaz ni siquiera de inventárselo.
Esa idea original generó 150 comentarios cuando la puse por escrito.
Otro recurso del debate inútil con la gente es la risa. De pronto uno dice algo, con toda su buena fe intelectual, con todo el cuidado del mundo en la elección de las palabras, y el otro simplemente se ríe. Eso es todo lo que tiene que decir. Y es mucho.
No puede uno pensar igual después de ver a otro reírse de sus ideas.
Poco a poco, vas hundiéndote, no siendo tú, no sabiendo cómo se juega a ese juego sucio del debate ocasional en la terraza de un bar. Encima no te llevas a casa ni una idea, ni una ocurrencia; no te llevas nada salvo un malestar abrasador.
No pasa lo mismo cuando debates con las personas adecuadas, que son las personas que callan y dudan. Yo mismo soy una persona que calla y duda. Callo cuando habla el otro y, si tengo algo que decir, siempre surge de la duda. Quiero saber la verdad, quiero ver cosas. Estoy encantado de escuchar una idea que no se me había ocurrido, que nunca había escuchado, y que de pronto tira por tierra todo lo que yo estaba organizando en mi cabeza. Los interlocutores fangosos que señalo operan exactamente al contrario: nunca se callan (un silencio en ellos es visto como una mínima concesión al otro), y nunca dudan. Realmente quieren ganar el debate o discusión o intercambio, no les interesa una idea original. De hecho, todo lo original debe ser destruido.
Lleva usted razón, sr. Olmos. Lo ha descrito usted perfectamente. Así es ahora la realidad. Solo lo que se escribe tiene argumentos y desarrollo de ideas, sin interrupciones.
Se recurre al tópico a los eslóganes, a las frases hechas, manidas y multirrepetidas para sepultar dialécticamente (perdón por emplear esta palabra que, en otros tiempos, tenía un significado diferente) al «otro». Estamos en el tiempo de los eslóganes fáciles, simples y, en el fondo, si se analizan, sin sentido.
El «no nos representan», el «sí se puede», el «no sin mi consentimiento», etc., si nos ponemos a analizarlos son absurdos y ridículos, sin significado real ninguno. Pero son el símbolo de mucha gente con carencias en el pensar. Y para dar por concluidas las posibles réplicas se dicen cosas como: «esto es así y basta», «no tiene vuelta de hoja», «es lo que piensa todo el mundo», «lo que dices no es normal», «ya no hay nada más que hablar».
También se recurre a los calificativos sin ir a cuento. El preferido es «fascista», aunque te hayas atrevido a afirmar que hay rosas azules. Fascista se aplica a todo lo que se mueve. Una vez mencionada la palabra mágica, efectivamente, ya no hay nada más que hablar.
Se recurre a los topicazos sin sentido en la calle, en los debates, en el cine, en la radio y hasta en el parlamento y en la política. Y en el deporte también. También se recurre a los eufemismos que lo impregnan todo. No me voy a extender pero como ejemplo, a un morreo intempestivo, agresivo y desvergonzado se le califica con la absurda palabra de «piquito».
Los «relatos», en su sentido escatológico, también es otro de los métodos a los que se recurre en esta sociedad del anti-diálogo. Relatos ya hechos, fabricados, multirreoetidos y multiaceptados en general, y, por supesto, falsos. Luchar contra eso en un debate verbal es batalla perdida.
Estamos en la época del fanatismo, del dogmatismo. Nadie aprende nada nuevo, nadie cuestiona sus propias creencias aunque estén cimentadas en la arena. Nadie se pone en lugar del otro. Dogmatismo en las ideas propias y relativismo en las ajenas. Posverdad en todo excepto en mis inmutables y perfectas ideas, en mi verdad absoluta.
Excelente y realista artículo.
Saludos.
Hay que detectar miveles.La tertulia improvisada es hablar por hablar, que siempre cae en el revolutum. Facilita las posiciones pseudosurrealistas. El efectismo está servido desde el inicio.
Tomemos otra ronda!.
Lamentablemente cierto, hace tiempo que la mejor conversación es el silencio. No hay que practicar esgrima con pistoleros.
Gracias, pensé que era yo nada más.
Me pasa no poca gente y con mucha frecuencia.
Ya dejaré de pensar que pasa algo malo conmigo.
Totalmente de acuerdo. Yo estaría encantada de sentarme con un café y una buena conversación. Es lo único que nos queda en estos días en que el sentido común, el raciocinio y la reflexión están naufragando frente al relato.
Schopenhauer no es filósofo de mi devoción, pero tiene un opúsculo… «El arte de tener razón» (si la memoria no me mete en terreno de la imaginación) donde dice muy al principio que «la gente» no discute para tener razón sino para llevar razón (traducción mediante). Y explica los motivos, y yo creo que tiene razón.
Quizás se refiera usted a que una cosa es tener razón, otra muy diferente es razonar, otra es la razón y otra el raciocinio. Se nos olvidan quizás las diferencias.
Kant, dice algo como que la razón es que el entendimiento se aproxime, lo más posible, al conocimiento. Y, hoy, siempre se quiere tener razón sin conocimiento, por lo menos suficiente. Vamos, que entender, lo que se dice entender, nadie entiende nada.
Fíjese usted en los políticos por poner un caso extremo. Siempre llevan razón, en su pobre entendimiento, sin ningún conocimiento. ¡Vaya, me ha salido un verso sin quererlo! Se podría poner como eslogan para escépticos de la política. Las verdades más rotundas, las verdades más absolutas, las afirmaciones o negaciones más contundentes, siempre vienen de la política… pero solo duran varios días o un tiempo definido, hasta la siguiente contingencia.
En resumen, en esta sociedad falta raciocionio y sobra la razón.
Saludos.
Me alegra (por aquello del mal de muchos…) no ser el único al que le pasa. Especialmente, en redes sociales. He aprendido la lección hace tiempo y cada vez intervengo menos 😉
Enhorabuena por el artículo!
Tienes que pensar en estrategias para acabar con estos energúmenos dañinos. No hay que achantarse. Y después, nos las cuentas para ser legión.
Si te remozas con cerdos, ellos estarán felices y tú tan solo acabarás sucio. Una retirada a tiempo en la mayoría de las ocasiones es una victoria. Llámame nazi. O radical, da igual